Compartiendo aquel silencio, Ana extrae otro cigarro del mismo paquete al que robó el primero. En la puerta de entrada de la enfermería, mirando la plaza de frente, lo enciende sin ningún remordimiento, dejándose acariciar por el característico beso.
– ¡El maldito encierro! -suspira. Es taurina desde niña, pero ante un muerto brotan a borbotones los sentimientos-. ¿Es que no perciben el riesgo al que se enfrentan? Un bicho de 600 kilos no es moco de pavo, y este pobre hombre era obeso y, seguro, estaba bebido. ¡Mira que hay gente estúpida!
Poco a poco, otros miembros del equipo hacen ruedo junto a Ana. Perciben de lejos un rumor de pasos. Siempre ocurre así. Nadie sabe exactamente el sistema por el que se difunde el rumor, pero es más rápido que la pólvora. Sin embargo, no se inmutan. En pocos segundos, el sonido se incrementa: cámaras y micrófonos, libretas y prisas; gentes que barruntan noticias frescas. El policía foral que llegó junto al cogido sale para impedir que la prensa acceda al lugar. Junto a la marabunta, se personan dos efectivos del Cuerpo Nacional de Policía que a duras penas se abren paso. Al ver a la enfermera, desocupada y fumando ávidamente un cigarrillo, se detienen intuyendo lo peor:
– ¿Cómo está el cogido? -preguntan apresurados-. ¿Ha…? -Ana afirma con la cabeza:
– No hemos podido hacer nada -se disculpa, ebria de pena.
Dentro, se suceden hipótesis sobre aquel extraño comportamiento.
– No olía a alcohol -con un chicle en la boca, la voz de Moncho suena desdibujada-: parece más bien intoxicado. El forense dictaminará.
– Desde luego se parecía mucho a Hemingway, el escritor. Gordo, con aspecto de vividor, barba blanca bien cuidada, un rólex en la muñeca izquierda… Me he fijado en las uñas; le han hecho recientemente la manicura…
– Demasiado alcohol, demasiada fama, demasiadas mujeres… Al final, todo eso acaba en lágrimas. Lágrimas a lo Hemingway.
– ¿Sabemos quién era?
– Lo pondrán sus documentos. Cuando venga la policía, nos enteraremos.
Justo cuando el cirujano jefe menciona al laudable Cuerpo, los dos agentes entran en la enfermería.
– ¡Ya estamos aquí, señores! ¿De qué quieren enterarse? -dice el primero, de nombre Galbis.
– ¡Qué rapidez! -ironiza Héctor, observando a un joven rubio y jovial, de pelo cortado a cepillo y nublados ojos grises-. ¡Se rumorea que la caballería llega siempre a vaquero muerto!
– Esta vez así ha sido -sentencia serio el agente-, pero no por culpa nuestra, sino de este furioso toro navarro. ¡Vaya burel más bravo! ¿Está comprobada la muerte?
– ¡Comprobadísima! ¡Pase si quiere y lo verá con sus propios ojos!
– Me temo que ahora tendré que hacerlo, pero antes telefonearé al Juzgado. Hoy es el juez Uranga quien está de guardia. Es muy meticuloso, y quizás quiera personarse.
El teléfono suena insistentemente, pero, al otro lado, nadie responde. Para ganar tiempo, el agente deja puesta la opción de re-llamada automática y entra en el quirófano acompañado del cirujano jefe.
Tras comprobar la documentación, el agente Galbis levanta la sábana que cubre el cuerpo e insiste en su parecido con Hemingway. No es de extrañar: en Pamplona todo el mundo conoce al escritor norteamericano. A lo largo de los años, durante las fiestas en honor al obispo San Fermín, por la capital navarra han pasado ilustres ciudadanos de aquel país. En las paredes de restaurantes, museos y hoteles lucen palmito Charlton Heston, Orson Wells, Ava Gardner, Deborah Kehr o Arthur Miller, pero sólo Ernest Hemingway tiene paseo y escultura. Sólo a Hemingway se le considera de la tierra. Obviamente, el de Chicago también tiene algún bar, que donde su recuerdo esté presente el vino tinto no puede faltar.
Como homenaje local, su rostro -salido de las manos del escultor Luis Sanguino- preside la entrada a la plaza de toros. Ahora el norteamericano no puede correr el encierro, pero desde esa atalaya cada año observa atento la escena. Izado a un lado del Callejón, se halla en lugar sobresaliente para sentir, para vivir una y otra vez el esperado momento.
Ana, vestida aún con su pijama quirúrgico, apurando el cigarrillo, continúa apoyada en la pared de la enfermería, mirando cómo los mozos juegan con las avispadas vaquillas. A la nueva reportera del canal local de televisión no se le escapa el detalle y, al ver sus trazas, se acerca a ella con el micrófono extendido. Naturalmente le acompaña su sombra, con una cámara al hombro. La anestesista se limita a explicar que, en su momento, un parte oficial le facilitará los datos que solicita. Pero la joven no ceja.
– Lo sé, lo sé. Lo retransmitiremos en cuanto salga. Sólo le hago una sencilla pregunta: ¿cómo se encuentra el herido? Si está usted aquí es que no es una cornada de muerte -aventuró.
– Ya le digo que no soy quién para ofrecer a la prensa un parte médico.
– ¡Por favor! ¡Es mi primer trabajo! ¡Necesito una crónica! ¡Sólo tiene que decir un monosílabo! ¡Por favor! El mozo ¿está muy grave? ¿Se encuentra bien?
Ana lo pensó durante unos segundos. Luego, en clave metafísica, contestó:
– Sí, ahora está bien. -Y sin más declaraciones volvió al interior de la enfermería. En breve, comenzarían a llegar los heridos por las aviesas vaquillas.
Le dieron paso en cuanto lo pidió; pasaban 35 minutos de las 8. La simpática reportera, contratada para relatar minuciosamente a los navarros los entresijos de la Fiesta, en directo aseveró, mientras peinaba inconscientemente los flecos de su faja color grana, que el hombre corneado en el callejón se encontraba estable dentro de la gravedad. Después, añadió de su cosecha que la persona en cuestión era extranjera, y que, casi con total seguridad, podía afirmar que disponía de pasaporte norteamericano, si bien otras fuentes, totalmente fidedignas -remarcó con aire profesional-, creían que era ciudadano australiano. La presentadora en cuestión carecía de información, pero había leído que, en ocasiones, un periodista novel puede lograr el éxito de los afamados con sólo ofrecer una primicia, y ésta era una interesante apuesta. Así fue cómo, dejándose llevar por su intuición, la joven optó por lo más verosímil: «¿Qué español en su sano juicio hubiera cometido tamaña estupidez? Si no es de la tierra», se dijo, empleando la aplastante lógica kantiana, «es extranjero. Por probabilidad, pertenecerá a las castas más abundantes: yanquis, canadienses o australianos. Pero el corredor rebosaba kilos, y el sobrepeso es compañero inseparable de la nacionalidad norteamericana. Por otro lado se parecía mucho al escritor Hemingway. Es posible que el hombre estuviera intentando seguir los pasos del escritor… En fin, como dice el refrán: blanco y migado, sopas de leche: es un ciudadano yanqui. Además, está moreno. No rojo cangrejo, no: moreno. Eso significa que tiene dinero fresco. Así que puede ser californiano -ésa es mi primera opción-. Aunque hay muchos mozos morenos que vienen de Australia… De acuerdo, norteamericano o, en su defecto, australiano.» Y así fue como toda Navarra, y por ende el mundo entero, comentó durante quince minutos el rumor, hablilla de buena tinta, de que un nuevo norteamericano había sido cogido en el encierro.
A las nueve menos cuarto de la mañana, el responsable del programa en persona se vio obligado a rectificar. La rubia natural, hermosamente curvilínea, que había sido contratada tras la primera entrevista sin que el director del magazine mirara sus referencias, resultó definitivamente idiota, amén de estrecha y feminista.
«Pese a lo dicho inicialmente», informó a la audiencia el conductor del magazine, impolutamente vestido de blanco y rojo, «el hombre que ha sido empitonado en el encierro de esta mañana no parece pertenecer al cerca de medio millón de extranjeros que incrementan la población pamplonesa en nuestras fiestas. En realidad, esta persona, un varón de cuarenta y cinco años, que responde a las siglas A. M. N., es natural de Cuenca, aunque reside desde hace años en la ciudad de Valladolid, donde ejerce como profesor universitario. Estamos pendientes del parte médico. En el momento en que la comparecencia de los doctores se lleve a cabo, conectaremos con la enfermería de la plaza.» Mientras ofrecía los escasos datos biográficos de que disponía, el presentador recibió una nota de otra de sus ayudantes. Lejos de ofrecérsela con el disimulo esperado, sonrió nada discretamente a la cámara, haciendo volar su rubia y lisa melena. «Queridos espectadores», afirmó el comentarista, «acabamos de recibir malas noticias. Tengo en mi mano», dijo, tratando de parecer afectado por la noticia, «el último parte médico sobre el estado de salud del varón que, como les venimos informando, ha sido empitonado entre el callejón y la arena. Tras la atención prestada, estando ya en estado crítico, el hombre ha fallecido.
Читать дальше