– No. Cuando las encontramos, sus cuerpos todavía estaban calientes. Nadaban en su propia sangre. No he oído nada con respecto a algún hecho que…
– Compruébalo. Quizá al forense se le escapó algún detalle.
– Los cuerpos están enterrados desde hace días. Si estás pensando en una exhumación, tu…
– Lo único que te pido es que eches una ojeada a los informes. Estúdialos desde el punto de vista de la descomposición. Las cifras, los análisis, cualquier elemento sobre el estado de los cadáveres en el momento del hallazgo. Verifica si no hay alguna señal que pudiera pertenecer al universo retorcido de los otros asesinatos.
Transcurrió la última pausa. Por fin, el sueco concedió:
– Te llamaré.
Fui a buscar un café a la máquina; caminé pegado a la pared, para evitar cualquier encuentro con los colegas. De vuelta al expediente. Otro capítulo para el análisis: el perfil de Moritz Beltreïn. Su vida, sus pasiones, sus relaciones. Ya lo había hecho a conciencia, pero ahora buscaba otra cosa. Un personaje recurrente en su entorno. Un hombre en la sombra.
Una vez más, me sumí en su biografía. El hombre había pasado su vida reanimando a los muertos. Había inventado una máquina excepcional para arrancarlos de la nada. Se había mantenido siempre dentro de estos límites, tendiendo la mano a los que podían ser rescatados. Había salvado decenas de vidas, prodigado el bien durante treinta años, compartido su saber en Estados Unidos, Francia, Suiza. Una vida intachable.
Sin embargo, seguí buscando un nombre que reconociera, una zona de sombra, un acontecimiento singular. Algo, cualquier cosa que pudiera explicar su psicosis o delatara a un socio criminal. Cada palabra parecía sacudir los minúsculos vasos sanguíneos de mi cerebro.
Pero no encontraba nada.
Y sin embargo lo sentía; algo había entre aquellas líneas. Un detalle, un fallo, que tenía delante de mis ojos y que no llegaba a identificar.
Ocho de la tarde
Otro café. Los pasillos de la Brigada Criminal estaban desiertos. Como en todas partes, el viernes por la noche se regresaba a casa más temprano.
De vuelta al despacho.
Retomé, por tercera vez, los datos desde el principio. Estudié detalladamente las circunstancias del primer rescate de Beltreïn, en 1983. Leí el incomprensible artículo, redactado en inglés, que el médico había publicado dos años más tarde en la revista científica Nature. Me tragué la lista de conferencias que el especialista había dado, país por país.
Pasó otra hora.
No encontraba nada.
Encendí un Camel, me masajeé los párpados y volví a empezar.
Las fechas. Los nombres. Los lugares.
Y de pronto, lo supe.
En cada biografía, se citaba la primera utilización de la máquina by-pass : una muchacha ahogada en el lago Lemán, en 1983. Sin embargo, recordé algo. Durante la primera entrevista en el hospital, Beltreïn me había dicho, para demostrar su dilatada experiencia, que había intentado aquella operación, por primera vez, en 1978 «con un niño muerto por asfixia».
1978.
¿Por qué los artículos nunca mencionaban esa intervención? ¿Por qué esos panegíricos señalaban el año 1983 como el del inicio de las actividades del matasanos? ¿Por qué el mismo Beltreïn había ocultado esta experiencia en sus entrevistas y en su currículo? ¿Y por qué, si tenía algo que esconder, me la había mencionado a mí?
Me conecté a internet y accedí a los archivos del Tribune de Genève. Las palabras clave para el año 1978: «Bertreïn», «rescate», «asfixia». Ningún resultado. Probé lo mismo con L'Illustré suisse, Le Temps, Le Matin. Nada. Ni rastro de una operación espectacular. Mierda.
Otro recuerdo acudió en mi ayuda. El año 1978 era el último que Beltreïn había pasado en Francia, en Burdeos. Hice la misma búsqueda en los archivos del Sud-Ouest.
El artículo fue como una bofetada en la cara: «Médico suizo realiza milagroso rescate». Se narraba detalladamente cómo Moritz Beltreïn había utilizado, por primera vez, una máquina de transfusión sanguínea para reanimar a un niño muerto por anoxia.
Fuego en las venas.
El crío fue encontrado en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos. Se le trasladó en helicóptero al CHU de Burdeos, donde Beltreïn propuso su método. Las líneas bailaban delante de mis ojos. Ya no comprendía nada.
Porque un nombre se imponía sobre todas las palabras creando oleadas de terror.
El nombre del niño reanimado.
Él último que yo había esperado.
Luc Soubeyras.
Sacudí la cabeza, murmurando: «No, es imposible», pero leí los detalles. En abril de 1978, Moritz Beltreïn había arrancado a Luc, entonces de once años de edad, de las garras de la muerte. La coincidencia era demasiado delirante. ¡Los caminos de estos dos hombres, Luc y Beltreïn, se habían cruzado veinte años antes de que todo empezara!
Me obligué a leer el artículo fríamente, distanciándome de las múltiples implicaciones del hallazgo. De entrada, un hecho que ignoraba: Luc estaba con su padre cuando el espeleólogo bajó a la cavidad de Genderer, en 1978. Sin duda, Nicolas Soubeyras quiso iniciar a su hijo en las sensaciones de esta disciplina. Y ponerlo a prueba una vez más.
Pero este descenso al abismo había acabado mal.
Un desprendimiento bloqueó la salida por la que padre e hijo habían bajado. Las piedras mataron a Nicolas Soubeyras inmediatamente. Luc sobrevivió, pero se asfixió lentamente debido a los gases de la descomposición del cadáver de su padre. Cuando los dos cuerpos fueron descubiertos, el chico acababa de morir. Beltreïn, en el hospital de Burdeos, probó, por primera vez, utilizar la máquina de enfriamiento invirtiendo el método. Logró que el niño volviera a la vida; un niño cuyo corazón dejó de latir por lo menos durante dos horas. El rescate más hermoso de Beltreïn, el primero, el que escondió en el fondo de su biografía.
Y ahora, las deducciones.
Durante este accidente, Luc había vivido una NDE negativa. A los once años había visto al diablo. Su «revelación» mística no era tal como me la había contado, en los acantilados de los Pirineos, con la luz dibujando el rostro de Dios. Había tenido lugar en el fondo de un abismo, en el momento en el que las tinieblas lo acorralaban mientras su padre se pudría a su lado.
Luc era un Sin Luz.
Él único verdadero poseído del caso.
Había que tomar los hechos en el sentido inverso.
Luc Soubeyras no había encontrado a Satán hacía tan solo unas semanas, al sumergirse en el río. Todo había sido simulado, calculado, amañado. Su ahogamiento, su visión, su despertar maléfico, todo era mentira. Durante la sesión de hipnosis, Luc simplemente había contado sus recuerdos infantiles, que se remontaban a Genderer.
Luc tiraba de los hilos desde aquella primera experiencia. El niño maldito se había convertido en el mentor de Beltreïn. Era él quien lo había montado todo, quien lo había inventado. «Solo soy un proveedor, un intermediario». Beltreïn había dicho la verdad. Desde el principio, estaba al servicio de una criatura diabólica, la que yo había conocido tres años más tarde en Saint-Michel-de-Sèze y que nunca había escondido su pasión por el diablo, pretendiendo que era necesario conocer al enemigo para enfrentarlo mejor.
Pero Luc solo tenía un enemigo: Dios mismo.
Era Luc, y solo Luc, quien mataba a sus víctimas siguiendo un ritual orgánico. Era él y solo él quien creaba a los Sin Luz y se les aparecía, detrás de una máscara, después de haberles inyectado la iboga negra. Marcado a fuego y para siempre por el doble trauma de la cueva y del coma, nunca había dejado de formar hombres y mujeres a su imagen: los Sin Luz. Él había matado reproduciendo los tormentos a los que tuvo que hacer frente en el fondo de la gruta: los caminos de la descomposición. Luc se creía el Príncipe de las Tinieblas o uno de sus emisarios y era un demonio obsesionado con la putrefacción, con la degeneración de la muerte.
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