– ¿Dónde está Manon Simonis?
– No lo sé.
– ¿Qué hacías en la casa de su madre?
– Se lo repito: seguir con la investigación.
– ¿Qué buscabas?
No respondí y él continuó:
– Has entrado por la fuerza en la casa de una víctima. Estás lejos de tu jurisdicción y no tienes ninguna autoridad, al nivel que sea. Por no hablar de tu aspecto que, francamente, deja mucho que desear. Podríamos analizar tu ropa. Estoy seguro de que encontraría más de una sorpresa. Estás con la mierda hasta el cuello, tío.
Echó hacia atrás su asiento hasta apoyarlo contra la pared y cruzó los brazos. Una actuación muy lograda. Prosiguió:
– Sin embargo, lo olvidaré todo si me dices qué buscabas en casa de Sylvie Simonis.
Cambié de táctica. Después de todo, no tenía importancia lo que ocurriera ahí. Siempre y cuando Manon estuviera en un lugar seguro, es decir, en Suiza.
– No puedo decir nada -dije con voz afligida-. Llame a mi comisaria de división, Nathalie Dumayet, de la Brigada Criminal. Nosotros…
– Lo primero que haré será meterte entre rejas.
– No lo haga.
Se quitó una partícula de tabaco del labio y dio otra calada.
– ¿Por qué no?
Ya no lo soportaba. Saqué mi móvil y comprobé la pantalla. Ningún mensaje.
– ¿Esperas una llamada?
Su tono sardónico me crispaba los nervios. Brugen volvió a reírse y se acodó sobre el escritorio. Podía sentir su aliento: ni rastro de alcohol. Con ese frío polar, era casi una hazaña.
– ¿Dónde está tu coche?
– Ya se lo he dicho. Tuve una avería.
– ¿Dónde?
– En la carretera.
– ¿De dónde venías?
– De Besançon.
– Mis hombres han buscado. No han encontrado ningún coche.
– No entiendo.
– ¿Y las manchas de tu abrigo?
– Me caí en la carretera.
– ¿En un charco de formol? -Rió, sarcástico-. Apestas a depósito de cadáveres, tío. Tú…
El timbre del teléfono lo interrumpió. Brugen pareció acordarse de su cigarrillo. Lo aplastó lentamente en un cenicero de aluminio que estaba tirado por ahí, cogió el auricular, sin apresurarse.
– Dime.
De golpe, su sonrisa desapareció. Su tez rojiza viró al rosa pálido. Pasaron unos segundos. La expresión del gendarme se iba petrificando progresivamente.
– ¿Dónde, exactamente? -masculló.
La sangre abandonaba las venas de su rostro. Una sombra velaba ahora sus ojos. Concluyó, con un suspiro:
– Me reuniré con vosotros allí.
Colgó, miró durante un instante la superficie del escritorio y me miró.
– Una mala noticia.
Un sordo temor me traspasó el corazón. Bajando los párpados, murmuró:
– Manon Simonis ha muerto.
El gendarme abrió los brazos para expresar su sorpresa y su impotencia y luego me tendió su paquete de cigarrillos. Capté sus movimientos en cámara lenta. El instante parecía fracturarse.
Después, llegaron las palabras, por fin. Se produjo un desgarramiento en mi cráneo. La nada se abrió en mi interior. En una décima de segundo, me había convertido en un fósil. Un muerto calcificado.
– Ha querido saltarse un control, en la D437, en los suburbios de Morteau. Mis hombres han disparado. Se ha dado con la cabeza en el cuadro de mando. El coche se había estrellado contra un árbol. Yo… En fin… -Volvió a abrir las manos-.Todo ha terminado, es lo que hay… Vamos a…
No oí nada más. Acababa de desmayarme.
Santo Tomás de Aquino escribió: «Dios es bien conocido cuando es conocido como desconocido». La oración es unto más ferviente cuanto más lejos está Dios, cuando es oscuro, inaccesible. El creyente no reza para comprender al Señor. Reza para integrarse en Su misterio, Su grandeza. Poco importa que se haya superado el umbral de sufrimiento, que el sentimiento de abandono sea aplastante. Al contrario, cuanto menos conocemos los caminos del Señor, mejor Le rezamos. Esta incomprensión es en sí misma un acceso a Su misterio. Una forma de resolverse en Su enigma. De vencer la rebeldía, el orgullo, la voluntad. Incluso en Ruanda, cuando el rechinar de los machetes y los silbatos aullaban en el exterior, yo rezaba con intensidad. Sin esperanza. Como hoy.
Después de la madrugada del sábado, había recuperado la memoria de las palabras.
La memoria de la fe.
En realidad, ese credo era una actitud superficial. Un intento de embrutecerme para volver, precisamente, a una incomprensión, a una humildad que había perdido.
En realidad, ya no era un cristiano, ni siquiera un ser humano. Era solo un alarido. Una herida abierta que nunca encontraría el modo de cicatrizarse. Una existencia atrofiada, que se infectaba, se pudría más cada día. Por debajo de mi plegaria, de mis palabras, subyacía la gangrena.
Manon.
Por más que me dijera que para ella empezaba la verdadera vida, la eternidad, que volvería a encontrarla cuando llegara mi hora, no podía soportar lo que me habían robado: nuestras posibilidades en la tierra. Cuando pensaba en los años felices que habríamos podido vivir, experimentaba la sensación física de que me habían arrancado esa gracia. Como un órgano, un músculo, un trozo de carne, extraído sin anestesia.
La herida tenía sus variantes. A veces, pensaba en las pequeñas Camille y Amandine. O en Laure, a quien nunca había respetado y que ahora me torturaría en mis noches en vela.
La madrugada del sábado los gendarmes me habían liberado. Había tenido que mentir, pretender que Manon me había robado el coche de alquiler. Sentía un remordimiento añadido por haberla traicionado, pero debía proporcionar a los gendarmes una explicación aceptable.
De hecho, lo único que querían era librarse de mí. «Ignitas vanitatum et omnia vanitas…» Los gendarmes no conocían ni el Eclesiastés ni Bossuet pero podían percibir la vanidad de su interrogatorio, de su investigación, de su autoridad.
A las ocho de la mañana estaba en libertad.
El mismo día, había ido al depósito de cadáveres del hospital Jean-Minjoz para identificar el cuerpo. No conservaba ningún recuerdo de ese último encuentro. Solo había asimilado dos hechos prácticos, muy lejos, en el fondo de mi conciencia. Yo me haría cargo de las exequias de Manon. Eso significaba que no iría a las de la familia de Luc.
Antes de abandonar el depósito, había pedido a Guillaume Valleret, el forense del hospital, que me prescribiera una buena dosis de ansiolíticos y de antidepresivos. No se hizo de rogar. Estábamos hechos para comprendernos. Un especialista en muertos curando a un zombi.
A continuación, busqué refugio en Notre-Dame-de-Bienfaisance, la ermita de Marilyne Rosarías. El lugar ideal para derrumbarme, llorar a mis difuntos junto a otros cristianos en duelo, perderme en la meditación y en la oración.
Durante mi retiro no leí ningún periódico. No me preocupé ni de la investigación de la muerte de Beltreïn, ni de lo que debían de haber dicho para cerrar, o tratar de cerrar, el caso Simonis. Simplemente, seguí, a través de Foucault, la evolución del expediente Soubeyras. El autor de la matanza estaba en paradero desconocido. Lo que no tenía nada de sorprendente.
Captaba todo esto a través de las brumas químicas de mi mente y de la letanía de mis plegarias. Me había convertido en una concha vacía como las que van perdiendo el color en los arenales. Otro que no era yo había tomado el mando. Una especie de piloto automático ferviente, religioso, recluido. Yo le cedí el paso, impotente.
No obstante, una mañana de devoción, tuve una certeza. Debía escoger una orden monástica. Dejar este mundo de pecado y de blasfemia que me había vencido. Vivir en la penitencia, la humildad, la obediencia, al ritmo de los oficios. Volver a la soledad y al conocimiento más íntimo de mi alma para reconciliarme con Dios. San Agustín, una vez más y siempre: «No vayas fuera, entra en ti mismo».
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