Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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Localicé la casa piramidal. La fachada con el revoque blanco, la gran cristalera. La casa estaba oscura. Frené en seco en la parte trasera de la vivienda y llamé al móvil de Manon.

– He llegado. ¿Dónde estás?

– En el garaje.

Corrí hasta el garaje adosado a la casa. El destello azul del vehículo de los gendarmes seguía creciendo, como si iluminara todo el valle. Llamé a la puerta mecánica. Lenta, muy lentamente, el panel se abrió.

Cada segundo que pasaba sentía como si me arrancaran la piel a tiras.

Manon apareció en la oscuridad. El rostro claro, nublado por el vaho de los labios. Murmuró:

– No sé por qué he venido aquí. Me muero de miedo en este caserón. Yo…

– Ven.

Manon salió hasta el umbral. Sus gestos eran mecánicos y atemorizados, como los de quienes se salvan de una catástrofe. Los destellos del furgón la petrificaron.

– ¿Quién es? ¿La policía?

– Vamos, muévete -le dije.

– ¿Saben que estoy aquí?

– Hay novedades.

– ¿Qué?

Los gendarmes ya estaban solo a un centenar de metros.

– Laure, la mujer de Luc -susurré-. Ha sido asesinada. Con sus dos hijas.

Manon gimió. Sus ojos encendidos miraron hacia el furgón.

– ¿Creen que he sido yo quien lo ha hecho?

Sin responder, tomé su mano y di un paso hacia el coche. Se resistió. Me volví y grité:

– ¡Joder! ¡Ven!

Demasiado tarde. El furgón surgió por la curva de la alameda. Cogí a Manon, abrí la portezuela del coche y la empujé dentro, en el lado del conductor. Le puse las llaves en la mano. No iba a pasar otra noche rodeada de uniformes. Se escondería hasta el día siguiente, tiempo suficiente para encontrar al conductor del taxi y exculparla.

– Vete sin mí. Conduce.

– ¿Y tú?

– Me quedo aquí. Ganaré tiempo.

– No, yo…

Cerré sus dedos en las llaves.

– Vete a Suiza. Llámame en cuanto hayas pasado la frontera.

Arrancó, a regañadientes.

– ¡Corre! Y llámame -grité.

Me miró a través del cristal como si quisiera grabar en su memoria todos los detalles de mi rostro. Los destellos estroboscópicos del furgón ya arrojaban inquietas sombras sobre sus facciones. Un instante más tarde, Manon había puesto marcha atrás y hacía rugir el motor.

Me volví y caminé por la carretera. El furgón se detuvo. Unos gendarmes saltaron a la calzada y corrieron hacia mí, arma en mano. Uno de ellos gritó:

– ¿Qué está haciendo aquí?

Hice ademán de sacar mi identificación.

– ¡No se mueva!

Había cogido mi placa. La blandí bajo el haz de luz de los faros.

– Soy policía.

Los hombres caminaron más lentamente mientras un oficial, arrebujado en un anorak negro, se ponía a la cabeza del grupo.

– ¿Tu nombre?

– Mathieu Durey, Brigada Criminal de París.

El jefe cogió mi identificación de madero.

– ¿Qué coño haces aquí?

– Llevo a cabo una investigación. He…

– ¿A ochocientos kilómetros de tu casa?

– Ahora se lo explico.

– Más te vale, sí -dijo, metiéndose mi documento en el bolsillo y lanzando una mirada por encima de mi hombro hacia la puerta abierta del garaje-. Todo eso se parece mucho a un allanamiento.

Se dirigió a sus hombres.

– Vosotros, ¡registrad el caserón! -Se volvió hacia mí-. ¿Dónde tienes el coche?

– Tuve una avería en la carretera. Vine a pie.

El oficial me observaba en silencio. El abrigo empapado en formol, el rostro sangrando, el cuello abierto. El gendarme respiraba lentamente. A contraluz de los faros, no distinguía sus facciones. Su cuello de piel sintética centelleaba en la oscuridad de la noche.

– No lo veo claro, tío -masculló por fin-.Tendrás que contárnoslo con todo detalle.

– No tengo inconveniente.

Detrás de él, acudió un gendarme corriendo.

– Capitán, la chica no está aquí.

El jefe retrocedió un paso, como para calarme mejor. Sin quitarme los ojos de encima, preguntó al poli:

– ¿Y el garaje?

– Nada, capitán.

Dio una palmada, como animando a la tropa.

– De acuerdo. Volvemos a la gendarmería. Y nos llevamos a este señor. Tiene muchas cosas que contarnos. Cosas que conciernen a Manon Simonis.

Dio media vuelta y fue hacia un jeep azul marino en el que no había reparado. Abrió la portezuela del lado del acompañante y se inclinó hacia dentro. Habló por el radiotransmisor.

– Aquí Brugen. Volvemos. No, la chica no está aquí. -Me echó otra ojeada-. Pero algo me dice que no anda muy lejos.

Brugen. Me acordaba de ese nombre. El capitán de la gendarmería que había heredado los expedientes de Sarrazin y que dirigía la investigación sobre su homicidio. No sabía si era una buena o una mala noticia.

Dos gendarmes me acompañaron hasta el furgón. No gocé del privilegio de subir al jeep. Abrieron la doble puerta trasera. El olor a tabaco frío y a metal pringoso me asaltó. Escuché la voz del oficial, que hablaba por la radio.

– Quiero controles policiales en todas las carreteras generales. Besançon, Pontarlier, la frontera. Detened todos los vehículos. Exacto. Y no olvidéis que puede ir armada.

¿Qué posibilidades tenía Manon de eludir ese dispositivo? Rogaba por que ya estuviera cerca de la frontera. Entonces me llamaría, dormiría unas horas a salvo, refugiada en el coche, y cuando se despertara, yo estaría a su lado con todos los problemas resueltos.

114

– ¿Qué hacías en casa de Sylvie Simonis?

El tuteo, primera señal de humillación.

– Estoy llevando a cabo una investigación.

– ¿Qué investigación?

– El asesinato de Sylvie Simonis está relacionado con otros casos en los que trabajo en París.

– ¿Me tomas por gilipollas? ¿Crees que no conozco el expediente?

– Entonces sabe de qué hablo.

Seguía tratándolo de usted. Conocía las reglas: él usaba el desprecio; yo, la deferencia. El despacho de Brugen era angosto y frío. Paredes de contrachapado, muebles metálicos, restos de colillas. Casi era cómico encontrarse del otro lado de la mesa. Sin hacerme ilusiones, pregunté:

– ¿Puedo fumar?

– No.

Sacó un cigarrillo para él. Un Gitanes sin filtro. Lo encendió sin prisas, le dio una calada, luego me lanzó el humo a la cara. Para mi debut en el pellejo de un sospechoso, tenía derecho al repertorio completo.

– De cualquier modo -prosiguió-, este caso no es de tu incumbencia. Pero sé muy bien quién eres. La juez Magnan me ha llamado hace un rato. Me ha hablado de ti y de tu relación con Manon Simonis.

El capitán Brugen babeaba por las comisuras de los labios. El cigarrillo estaba pegado a ellos como una concha a las rocas. No se había quitado la parka con cuello de piel.

– Sarrazin upó tus enredos. Me pregunto por qué.

– Confiaba en mí.

– Según parece, eso no le trajo suerte.

Pensé en Manon. Mi móvil no sonaba. Debía de haber llegado a Le Locle, en el cantón de Neuchâtel. Me incliné sobre el escritorio y cambié de tono, utilizando mi habitual argumento.

– Este caso es complejo. La presencia de un madero más no puede hacerle daño a nadie. Conozco el expediente mejor que…

El gendarme soltó una carcajada.

– Desde que estás en nuestra región no has parado de armar follones. Los muertos se acumulan y no has conseguido ningún resultado.

Pensé en Moritz Beltreïn. La pasma helvética debía de estar en la Villa Parcossola en ese momento. Pero no había ninguna razón para que advirtieran a los gendarmes franceses. Brugen prosiguió:

– Ya no tienes protección, amigo. No nos dejaremos joder por un madero de París.

– Es en París donde se realiza la investigación.

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