Es una puerta cortafuego, con burletes en las juntas. Inspiro una bocanada de aire y entro, sin dificultad. No hay duda. Camino hacia una trampa. Pero es demasiado tarde para retroceder. Estoy hipnotizado, aspirado por la inminencia de la verdad, del desenlace final.
El olor a carne podrida asciende como una ventisca. Respiro solo por la boca. Es una inmensa estancia rectangular, débilmente iluminada; las paredes laterales están cubiertas de jaulas upadas con gasas. Exactamente como en casa de Plinkh. El techo y la parte superior de las paredes están revestidos de papel manila reforzado con fibra de vidrio. El calor es sofocante, cargado de los efluvios de la carne en descomposición. En el suelo, unos enormes humidificadores ocupan los cuatro rincones de la habitación.
Las fotografías pegadas sobre el muro del fondo provienen de la colección de la sala precedente. Me acerco. Rostros roídos, carnes hormigueantes, heridas purulentas. Pero también hay imágenes de manuales de medicina forense, de libros de anatomía. Grabados, planchas de insectos depredadores, dibujados con pluma. Todo es exactamente como en casa de Plinkh. En versión bárbara y criminal.
En el centro de la habitación, sobre una mesa de laboratorio, hay frascos, acuarios; todos están cubiertos con tela o con bolsas de basura. No me atrevo a imaginar lo que esconden: el alimento de las legiones de Beltreïn.
Me concentro en mi papel de madero. Soy el inspector Durey. Estoy en una misión y debo proceder a un registro reglamentario. No puede ocurrirme nada.
Levanto las telas y contemplo el interior de los recipientes de vidrio. Un pene arrancado, ojos, todo en una suspensión de formaldehído. Un corazón y un hígado marrón oscuro apenas visibles dentro de un líquido fibroso.
Esos restos humanos no pertenecen a las víctimas, lo sé. El matasanos es también un ladrón de cadáveres. Un profanador de sepulturas. Gracias a los cargos que ocupa, tiene acceso a las listas de defunciones no solo de su hospital sino también de Lausana y su región. ¿Desentierra él mismo los cuerpos para alimentar a sus tropas? Pienso en las familias suizas que van a recogerse ante unas tumbas vacías.
– Podría alimentarlos con carroña de animales, pero no correspondería a la esencia de este lugar.
Me vuelvo. Moritz Beltreïn está en la entrada. Lleva una bata sucia, abierta sobre el polar, con las dos manos en los bolsillos de los vaqueros. Siempre con ese aire de doctorando con Adidas Stan Smith. Su cabeza parece más ridícula que nunca, con el flequillo de caniche y las gafas gruesas.
Apuntándolo con mi Glock, le ordeno:
– Saque las manos de los bolsillos, lentamente.
Lo hace, con cierta dejadez.
– ¿Por qué? -grito de repente lanzando una mirada desorbitada a mi alrededor-. ¿Por qué todo eso? ¿Esos muertos? ¿Esas torturas? ¿Esos insectos?
– Has llevado a cabo una investigación excepcional, Mathieu. La única que concierne a la cuestión primordial.
– ¿El diablo?
– La muerte. En el fondo, los maderos, los jueces, los abogados no hablan nunca del hecho principal, de lo esencial: los muertos. ¿Qué opinan ellos de los asesinatos de los que fueron víctimas? ¿Qué harían si pudieran vengarse?
En sus gafas empañadas se reflejan las jaulas verdes; es imposible ver sus ojos. Me tutea: después de todo, somos enemigos íntimos.
– Por vez primera -prosigue-, gracias a nuestro Amo, los muertos tienen la palabra. Una segunda oportunidad. Los ayudo a volver y a vengarse de la crueldad de los vivos.
Tengo ganas de gritar. Beltreïn sigue hablando como si los Sin Luz fueran los autores de esos crímenes. No voy a dejarme engatusar. Recupero el aliento y articulo, más tranquilo:
– Es usted quien ha matado a Sylvie Simonis, a Salvatore Gedda, a Arturas Rihiimäki. ¡Y a muchos más!
– No has entendido nada, Mathieu. Yo no he matado a nadie. -Abre las manos, con una expresión modesta-. No soy más que un abastecedor. Digamos que un intermediario. Solo proporciono la… materia prima.
No puedo creer lo que oigo. Por fin he encontrado al asesino, al demente, al Visitante del Limbo, y el muy tarado aún me suelta un rollo sobre la culpabilidad de los Sin Luz.
– Lo sé todo -digo apretando los dientes-. Sus intrusiones en la mente de los reanimados. Su método para recrear una NDE. La utilización de la sugestión, de la iboga y de no sé qué otras sustancias. Usted ha condicionado a esa gente. Usted les ha hecho creer que habían visto al diablo. Usted ha manipulado sus memorias. Usted los ha convencido de su culpabilidad. Pero es usted y solo usted el que tortura y mata. Usted fabrica a los Sin Luz. Usted organiza su venganza. ¡Usted siembra el mal y la muerte!
– Estoy decepcionado, Mathieu. Has llegado hasta mí y, sin embargo, todavía no comprendes gran parte de la verdad. Porque te niegas, incluso ahora mismo, a la evidencia: el poder de Satán. Él los salvó y, luego, ellos se vengaron. Un día se escribirá un libro acerca de los Sin Luz.
Yo sí que estoy decepcionado. No conseguiré ninguna argumentación racional por parte de este asesino. Beltreïn es prisionero de su locura. Listo para el psiquiátrico y para la absolución. Pienso en los cuerpos retorcidos por el sufrimiento, en el cadáver castrado de Sarrazin, en la locura sin remisión de Luc… y me preparo para disparar.
– Se acabó, Beltreïn. Soy el final de la historia.
– Nada se ha acabado, Mathieu. La cadena no se romperá. Esté yo o no.
Siento una vibración en la piel. El móvil. Me quedo paralizado. El médico sonríe.
– Contesta. Estoy seguro de que esta llamada te interesará.
Su voz confiada me aterroriza. Esa llamada parece formar parte de un plan elaborado durante mucho tiempo. Pienso en Manon. Palpando el bolsillo, encuentro el móvil. Foucault:
– ¿Dónde estás?
– En Suiza.
– ¿En Suiza? Pero ¿qué coño haces allí?
La voz de mi adjunto no es la de siempre. Algo ha ocurrido.
– ¿Qué pasa?
El madero no contesta. Su respiración en el móvil. Como si contuviera el llanto. No aparto los ojos de Beltreïn; sigo apuntándolo.
– ¡Joder! ¿Qué pasa?
– Laure ha muerto. Laure y sus dos hijas.
Todo a mi alrededor se tambalea. De golpe, se me hiela la sangre. Bajo el flequillo y las gafas, asoma la sonrisa inalterable de Beltreïn. Me apoyo en la mesa y toco un frasco. Saco inmediatamente los dedos.
– ¿Qué… qué quieres decir?
– Degolladas. Las tres. Estoy en el piso. Todo el mundo está aquí.
– ¿Cuándo ha ocurrido?
– Según los primeros datos, hace una hora.
Mis ojos se llenan de lágrimas. Mi visión se vuelve borrosa. No entiendo nada. Pero una evidencia palpita ya en el fondo de mi mente: el autor de la matanza no puede ser Beltreïn. Encuentro fuerzas para preguntar:
– ¿Estáis seguros?
– Totalmente. Los cuerpos todavía están calientes.
Ningún sospechoso para esta nueva carnicería. Ninguna explicación para este último horror. Luego, como un veneno, la voz de Luc: «Manon. Querrá vengarse». De pronto, me acuerdo. Luc me rogó que protegiera a su familia y yo no moví un dedo. No había vuelto a pensar más en su petición. Me tiembla la voz.
– ¿Dónde está Manon?
– Libre. La han soltado hace cinco horas.
– Joder, te había dicho que…
– No lo entiendes. Cuando me has llamado, ella ya había salido.
– ¿Y no sabes dónde está?
– Nadie lo sabe. Todos los maderos la buscan.
– ¿Por qué?
– Mat, no estás al día. Durante su detención, Manon se ha puesto histérica. Ha jurado que se vengaría de Luc. Que destruiría a su familia. Han encontrado sus huellas por todo el piso.
– ¿QUÉ?
– Por Dios, ¡espabila! ¡Ella las ha matado! A las tres. ¡Es un monstruo! ¡Un jodido monstruo en libertad!
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