Dijo Jesús a los príncipes de los sacerdotes, oficiales del templo y ancianos que habían venido contra Él: «¿Cómo contra un ladrón habéis venido con espadas y garrotes? Estando yo cada día en el templo con vosotros, no extendisteis las manos en mí; pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas».
– No entiendo.
– Es la hora de las tinieblas, Mat. El mal ha triunfado. No habrá vuelta atrás.
– ¿De qué hablas?
– De mí.
Tiritó. El frío parecía haberse apoderado de él, contaminado, hasta los huesos. Como la materia que constituía su ser.
– Me he sacrificado, Mat. Me he matado a mí mismo, como cuando tomé las armas en Vukovar. Pero esta vez, no habrá redención, no habrá resurrección. Satán es el gran vencedor. Está invadiéndome. Pierdo el control.
Traté de sonreír pero no lo logré. No pude. Luc era un mártir total. No solo había sacrificado su vida, sino también su alma. No conocería la salvación en el cielo, dado que su martirio consistía, precisamente, en haber renunciado a ella.
Una carcajada desgarró su boca.
– En el fondo me siento liberado. Ya no experimento esa eterna exigencia del bien. He soltado el timón y siento que voy a la deriva.
– No puedes abandonarte.
– No has entendido nada, Mat. Soy un Sin Luz. Todo lo que puedo hacer es dar mi testimonio. -Posó el índice sobre su sien-. Describir lo que ocurre aquí, en mi mente.
Hizo una pausa, agachado, concentrado, como si estuviera examinando su ser interior con un microscopio.
– Una parte de mí todavía es consciente de mi caída. Una parte aterrorizada. Pero la otra, cada vez más grande, goza de esa liberación. Es como un tintero que va volcándose en mi cerebro. -Rió-. Soy un infiltrado, Mat. Me he infiltrado entre los condenados. Dentro de poco tiempo estaré perdido para la causa.
Sentí crecer la irritación en mí. Todo mi proceder se oponía a esa retórica, a esa posición. Quería dirigir la investigación desde lo racional, lo concreto, y Luc se dejaba llevar por supercherías.
– Me has dicho que querías pedirme un favor -dije, impaciente-. ¿De qué se trata?
– Protege a mi familia.
– ¿De quién?
– De mí. Dentro de un par de días, sembraré la violencia y el terror. Y empezaré por los míos.
Posé mi mano sobre su hombro.
– Luc, aquí te están tratando. No tienes nada que temer. Tu…
– Cierra el pico. No sabes nada. Muy pronto, esta habitación de aislamiento no me impedirá actuar. Muy pronto, todos confiaréis nuevamente en mí. Aparentemente, habré recuperado la salud mental. Pero será entonces cuando me volveré realmente peligroso.
Suspiré.
– ¿Qué quieres que haga, concretamente?
– Pon vigilancia delante de mi casa. Protege a Laure. Protege a las niñas.
– Es absurdo.
Me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera entrar en mi mente.
– No soy la única amenaza, Mat.
– ¿Cuál es la otra?
– Manon. Querrá vengarse.
Era demasiado delirante. Me levanté.
– Tienes que curarte.
– ¡Óyeme!
Durante un breve instante, el odio lo desfiguró. Durante un breve instante creí en el reino de Satán.
– ¿Crees que me perdonará por haber declarado en su contra? No la conoces. No sabes nada de su espíritu. No sabes nada de Aquel que habita en ella. Actuará tan pronto como le sea posible. Destruirá lo que más quiero. Su expresión inocente es una máscara. Está completamente saturada por el diablo. Y no puede perdonarme. Estoy traicionando su secreto, ¿lo entiendes? Querrá detenerme. ¡Y vengarse destruyendo a los míos!
– Estás delirando.
– Hazlo. En nombre de nuestra amistad.
Retrocedí un paso. Sabía que Zucca nos observaba a través de la cortina. Volvería para abrir la puerta. Mi intención era interrogar a Luc acerca de lo que recordaba después de despertar. Quería saber si recordaba a un médico en particular, que hubiera pasado a verlo varias veces. Un posible Visitante del Limbo.
Pero renuncié a preguntarle nada.
Con Haldol o sin, Luc ya no hacía ninguna distinción entre la realidad y su delirio.
La puerta se abrió a mis espaldas. Luc se enderezó en el colchón.
– Manda a unos hombres. Te lo suplico, por favor. No te cuesta nada, ¿no?
– De acuerdo. Cuenta conmigo.
De vuelta al despacho.
Los expedientes habían llegado por fax y por e-mail.
El informe de la comisión internacional de expertos sobre el caso de Agostina Gedda.
La historia clínica y psiquiátrica de Raïmo Rihiimäki.
La lista de todos los que habían estado en contacto con Luc en el Hôtel-Dieu.
Sin quitarme el abrigo, imprimí los dos últimos documentos recibidos por e-mail y empecé a leer el fax con la lista de los expertos que habían certificado el milagro de Agostina. El famoso Comité Médico Internacional:
– Profesor Andreas Schmidt
Universität zu Köln
Albertus-Magnus-Platz
50923 KÖLN – DEUTSCHLAND
– Doctora Maria Spinelli
Policlinico Universitario
Viale A. Doria – 95125 CATANIA – ITALIA
– Doctor Giovanni Ponteviaggio
Ospedale dei bambini G. di Cristina
Piazza Porta Montalto – 8
90134 PALERMO – ITALIA
– Profesor Chris Hartley
King’s College London
Strand, London WC2R 2LS – ENGLAND, UNITED KINGDOM
– Doctor Martin Gens
Centre Hospitalier Psychiatrique de Liège
Site du Petit Bourgogne
Rue Professeur-Mahaim 84
4000 LIÈGE – BELGIQUE
– Profesor Moritz Beltreïn
Centre Hospitalier Universitaire Vaudois
Rue du Bugnon 46
1011 LAUSANNE – SUISSE
– Monseñor Filippo de Luca
Caritas Diocesana di Livorno
Via del Seminario, 59
57122 LIVORNO – ITALIA
– Pierre Bucholz
Bureau des Constatations Médicales
Les Sanctuaires
1, avenue Monseigneur-Théas
65108 LOURDES CEDEX FRANCE
Un nombre me saltó a la vista: Moritz Beltreïn. ¿Qué coño hacía en ese listado? Como especialista internacional en el coma, no era extraño que la Curia romana hubiera solicitado sus servicios para estudiar el caso de Agostina. Sin embargo, cuando le mostré el nombre de la mujer de Catania, pretendió no conocerla. ¿Por qué mentirme?
Cogí los folios relativos a Raïmo Rihiimäki, recién impresos. Con un rotulador fluorescente marqué los nombres propios en el texto estonio. Pasé el rotulador sobre cada uno de ellos, todos eran de origen báltico y no me decían nada.
Al final del documento, encontré un párrafo redactado en inglés. Un informe con las conclusiones de un especialista extranjero, que había viajado allí para corroborar la recuperación de Raïmo.
Estuve a punto de gritar.
La firma decía ¡Moritz Beltreïn!
Las líneas se confundieron delante de mis ojos. ¿Sería el suizo el Visitante del Limbo? ¿O al menos estaría relacionado con la serie de asesinatos? ¿Ese profesor con los pies puestos tan firmemente en la tierra, el mismo que se me había reído en la cara cuando le había hablado de milagros y de diablos?
Saqué de la impresora la lista de Eric Thuillier: los médicos, los especialistas y las enfermeras que habían estado en contacto con Luc después de que despertara. En total, una treintena de nombres.
Recorrí la lista de patronímicos con mi Stabilo. En la parte superior de la segunda página, cuatro sílabas me arrancaron un gemido: Moritz Beltreïn. ¡Estuvo presente en el servicio de reanimación del Hôtel-Dieu los días 5, 7 y 8 de noviembre!
Presente desde el primer día consciente de Luc Soubeyras.
Mis pensamientos seguían el ritmo de mi corazón.
Sacudidas y torrentes.
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