Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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– Tengo un cadáver entre manos. Quiero interrogar a Manon.

– ¿Cree que está loca?

– Tengo que asegurarme de que es totalmente dueña de sí misma.

Comprendí otra verdad. Alcé la vista hacia el techo.

– ¿Hay un psiquiatra allá arriba?

– He designado a un experto, sí. Examinará a Manon después de que yo le haya tomado declaración.

Me hundí en una silla.

– No lo soportará. Joder, usted no se da cuenta.

Corine Magnan se acercó. Por encima de la fila de sillas, su mano rozó la mesa de reuniones.

– Actuaremos con mucho cuidado. No puedo descartar que la clave del caso se encuentre en esa zona oscura de su mente.

No contesté. Pensaba en las palabras que Manon había dicho en latín, unas horas antes. «Lex est quod facimus…» Ya no estaba seguro de nada.

Corine Magnan se sentó frente a mí.

– Seré sincera, Mathieu. En este caso, voy un poco a ciegas. Y quiero ir paso a paso. No puedo desechar ninguna hipótesis.

– Suponer que Manon esté poseída es cualquier cosa menos una hipótesis.

– Todo en el caso Simonis es anormal. El método del asesino. La personalidad de Sylvie, una fanática de la religión, sospechosa de infanticidio. Su hija, víctima de un asesinato, atravesando la muerte sin recordar nada. El hecho de que el homicidio que nos ocupa sea la copia exacta de otros asesinatos, igualmente retorcidos. ¡Y ahora Luc Soubeyras que se hunde voluntariamente en el coma hasta perder la razón!

– ¿Tan mal está?

– Vaya a verlo.

Observé su rostro de cerca; sus pecas me recordaban a las de Luc. Esa piel lechosa, seca, mineral, que encerraba cierta dulzura pero también un misterio. Magnan no era antipática, solo se sentía perdida con aquel expediente. Cambié de tono.

– ¿Cuánto tiempo durará el interrogatorio?

– Algunas horas. No más. Luego, la verá el psiquiatra. Al final de la tarde estará en libertad.

– No utilizará hipnosis o algo así, ¿verdad?

– El caso ya es bastante extraño. No lo compliquemos más.

Me levanté y caminé hasta la puerta, con los hombros caídos. La magistrada me acompañó hasta el vestíbulo. Allí, se volvió y me apretó el brazo amistosamente.

– Lo llamaré en cuanto hayamos terminado.

Cuando empujé las cristaleras del exterior, un rayo de luz me atravesó el corazón. Abandonaba a la mujer que amaba. Y ni siquiera sabía quién era verdaderamente.

Inmediatamente, tomé una decisión. Se me hizo un nudo en la garganta.

Tenía que darme prisa.

Pero primero debía hacer una visita.

Las doce y cuarto.

Me di una hora, ni un segundo más, para dar ese rodeo.

108

– Hemos tenido un problema.

– ¿Qué problema?

– Luc está actualmente en Ingreso Forzoso. Se ha vuelto peligroso.

– ¿Para quién?

– Para sí mismo. Para los demás. Lo hemos trasladado a una celda de aislamiento.

Pascal Zucca ya no estaba rojo, sino blanco. Y su actitud no tenía nada de aquella soltura de nuestro encuentro del día anterior. Se adivinaba una tensión latente bajo su semblante inexpresivo.

– ¿Qué ha pasado? -repetí.

– Luc ha sufrido una crisis. Muy violenta.

– ¿Ha atacado a alguien?

– A nadie. Ha destruido material sanitario. Ha arrancado un lavabo.

– ¿Un lavabo?

– Estamos acostumbrados a ese tipo de hazañas.

Sacó un cigarrillo de su bolsillo: un Marlboro Light. Le di fuego con mi Zippo. Después de una calada, murmuró:

– No me esperaba una evolución tan… rápida.

– ¿Puede ser una simulación?

– Si lo es está muy lograda.

– ¿Puedo verlo?

– Obviamente.

– ¿Por qué «obviamente»?

– Porque es a usted a quien quiere ver. Por eso se ha cargado todo eso en su habitación. Primero ha hablado con la magistrada, luego ha exigido que viniera usted. No he querido ceder a otro chantaje. Resultado: lo ha roto todo.

Recorrimos el pasillo de los ojos de buey sin decir palabra. Zucca caminaba de una manera mecánica, que no tenía nada que ver con el ágil corredor del día anterior. Me hizo entrar en un consultorio. Un despacho, una camilla, armarios para fármacos. Tiró de la cortina veneciana de una ventana interior que daba a otra estancia.

– Está ahí.

Miré entre los listones. Luc estaba desnudo, sentado en el suelo, envuelto en una manta blanca y gruesa que parecía un quimono de yudo. La habitación estaba vacía. Nada de mobiliario. Ninguna ventana. Ningún pomo. Las paredes, el techo y el suelo eran blancos y no había ningún enchufe.

– Por el momento está tranquilo -comentó Zucca-. Lo hemos medicado con Haldol, un antipsicótico que supuestamente permite al paciente diferenciar entre realidad y delirio. También le hemos inyectado un sedante. Las cifras en principio no le dirán nada, pero hemos tenido que alcanzar unas dosis impresionantes. No entiendo cómo ha podido suceder. Semejante degradación, en tan poco tiempo…

Observé a mi mejor amigo a través del cristal. Estaba postrado bajo la manta, inmóvil. Su piel lampiña, su cráneo afeitado, su rostro ausente, en ese espacio absolutamente vacío. Se diría que se trataba de una performance de arte contemporáneo. Una obra nihilista.

– ¿Me comprenderá?

– Creo que sí. No ha dicho ni una sola palabra en toda la mañana. Le abriré.

Salimos de la consulta. Mientras el médico deslizaba la llave en la puerta, le pregunté:

– ¿De verdad es peligroso?

– Ya no lo es. De cualquier manera, su presencia conseguirá apaciguarlo.

– ¿Por qué no me ha llamado más temprano?

– Le dejé un mensaje en su despacho, anoche. Yo no tenía su número de móvil y Luc no conseguía recordarlo.

Cogió el pomo y se volvió hacia mí.

– ¿Recuerda nuestra conversación de ayer? ¿Acerca de lo que Luc había visto en el fondo de su inconsciente?

– No es algo que se olvide fácilmente. Habló usted del infierno.

– Hoy, esas imágenes lo acosan. El anciano. Los muros llenos de rostros. Los gemidos del pasillo. Luc está aterrorizado. La fuerza que utilizó anoche se explica por ese terror. Un terror que, literalmente, lo supera.

– Entonces, ¿se trata de una crisis de pánico?

– No solo eso. Es agresivo, cruel, grosero. Le ahorro los detalles.

– ¿Me está diciendo que parece un… poseso?

– En otra época habría sido un firme candidato a la hoguera.

– ¿Cree que su estado empeorará?

– Ya se habla de internarlo en el Henri-Colin. Nuestro servicio para pacientes graves. Pero a mi modo de ver, no hay que apresurarse. Su estado podría mejorar.

Entré en la habitación mientras la puerta se cerraba detrás de mí. Cada detalle era como una bofetada. La blancura de la luz, integrada en el techo. El cubo rojo colocado en un rincón para hacer las necesidades. El colchón en el que Luc estaba sentado, que parecía una colchoneta de gimnasia.

– ¿Qué tal? -pregunté, en tono informal.

– En pelotas.

Soltó una breve risa socarrona; luego se metió debajo de la manta, como si tuviera frío. En realidad, el calor era sofocante. Me aflojé la corbata.

– ¿Querías verme?

Luc tuvo un espasmo, con la cabeza baja. Su pierna apareció entre dos pliegues de la tela. Se rascó con violencia. Poniendo una rodilla en el suelo, repetí:

– ¿Por qué querías verme? ¿Puedo ayudarte en algo?

Alzó los ojos. Bajo las cejas pelirrojas, las pupilas tenían un brillo amarillento, febril.

– Quiero que me hagas un favor.

– Dime.

– ¿Te acuerdas del pasaje de la prisión de Cristo?

Empezó a recitar, con los ojos dirigidos hacia el techo:

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