Jean-Christophe Grangé
La línea negra
Traducción de Teresa Clavel
Título original: La ligne noire
Los bambúes.
Lo habían guiado hasta allí, entre las murallas siseantes y los senderos de jungla. Como siempre, los árboles le habían susurrado la dirección que debía seguir… y le habían musitado cómo actuar. Siempre había sucedido así. En Camboya. En Tailandia. Y ahora allí, en Malaisia. Las hojas le acariciaban la cara, lo llamaban, le daban la señal.
Pero ahora los árboles se habían vuelto contra él.
Ahora lo habían atrapado. No sabía cómo había ocurrido, pero los bambúes se habían acercado, erguido, materializado en una celda hermética.
Intentó pasar los dedos entre las paredes y la puerta. Imposible. Rascó el suelo para levantar las tablas. En vano. Alzó los ojos y en el techo solo vio las palmas estrechamente unidas. ¿Cuánto tiempo llevaba sin respirar? ¿Un minuto? ¿Dos minutos?
Un calor de baño turco llenaba el espacio. El sudor le bañaba el rostro. Se concentró en las paredes: briznas de rota taponaban todos los intersticios. Si lograba desenredar una de esas hebras, quizá pasaría el aire. Lo intentó con dos dedos, pero no había nada que hacer. Al cabo de unos segundos se puso a arañar la pared; lo único que consiguió fue partirse las uñas. La golpeó con rabia y se dejó caer de rodillas. Iba a reventar. Él, el maestro de la inmersión en apnea, iba a morir dentro de esa choza por falta de oxígeno.
Entonces recordó la verdadera amenaza. Lanzó una mirada por encima del hombro: los regueros oscuros avanzaban hacia él, lentos y pesados como ríos de alquitrán. La sangre. Iba a alcanzarlo, a cubrirlo, a ahogarlo…
Se acurrucó contra la pared gimiendo. Cuanto más se agitaba, más notaba que aumentaba su necesidad de respirar, un ansia de aire que le torturaba los pulmones y subía hacia la garganta como una burbuja envenenada.
En cuclillas, siguió la línea donde la pared y el suelo se unían, confiando en encontrar un fallo. Avanzaba a cuatro patas cuando se volvió de nuevo. La sangre estaba ya a tan solo unos centímetros. Gritó con la espalda apoyada en la pared y los talones clavados en el suelo, intentando retroceder.
La pared cedió tras él. Un gran chorro blanco entró en la celda, una mezcla de paja y polvo. Unas manos lo levantaron del suelo. Oyó gritos, órdenes en malayo. Vio, más abajo, las palmeras, la playa gris, el mar color índigo. Respiró a pleno pulmón. Un olor a pescado flotaba en el aire. Dos nombres estallaron dentro de su cráneo: Papan y mar de China.
Las manos se lo llevaron mientras unos hombres se inclinaban hacia el umbral de la choza. Unos puños lo golpeaban, unos arpones lo herían. Él lo aguantaba todo con indiferencia. Solo tenía una idea: ahora que había sido liberado, quería verla.
La fuente de la sangre.
La habitante de la penumbra.
Dirigió la vista hacia la puerta arrancada. Al fondo, una joven desnuda estaba atada sobre una picota improvisada. Decenas de heridas le laceraban el cuerpo: muslos, brazos, torso, cara. La habían desangrado. La habían abierto para que se vaciara lenta e incesantemente sobre el suelo.
En ese instante comprendió la verdad; esa obscenidad era obra suya. A través de los gritos, de los golpes que recibía en la cara, admitió la terrorífica realidad.
Él era el asesino.
El autor del sangriento crimen.
Apartó los ojos. La horda de pescadores descendía hacia la playa, arrastrándolo con furia.
A través de las lágrimas, vio oscilar la cuerda en el extremo de una rama.
[Exclusiva.]
¿UN ASESINO EN SERIE
EN LOS TRÓPICOS?
7 de febrero de 2003. Once de la mañana, hora local. En Papan, pequeña localidad situada en el sultanato de Johore, en la costa sudeste de Malaisia, un día como los demás. Turistas, comerciantes y marinos se cruzan en la carretera que bordea la gran playa de arena gris. De pronto se oyen unos gritos. Unos pescadores bullen bajo las palmeras. Algunos de ellos van armados con garrotes, arpones o cuchillos.
Toman el sendero situado al final de la playa y suben hasta el bosque por un montículo. Sus ojos expresan odio. Sus semblantes rezuman violencia, sed de matar. No tardan en llegar a otra colina, donde la selva tradicional deja paso a un bosque de bambúes. En ese momento hacen un esfuerzo por calmarse, caminan en silencio. Acaban de localizar lo que buscan: el techo camuflado de una cabaña. Se acercan. La puerta está cerrada. Sin vacilar, clavan los arpones en la pared y la arrancan.
Lo que descubren se asemeja al infierno. Un hombre, un mat salleh (un blanco), está acurrucado con el torso desnudo junto al umbral, en trance. Al fondo de la choza, una mujer está atada a una silla. Su cuerpo es una herida chorreante. El arma del crimen descansa a sus pies: un cuchillo de submarinista.
Los pescadores cogen al culpable y lo arrastran hacia la playa. Ya han preparado una horca. Entonces -nuevo golpe de efecto- interviene la policía de Mersing, ciudad situada diez kilómetros al norte de Papan. Avisada por unos testigos, llega justo a tiempo para evitar el linchamiento. El hombre es salvado y encerrado en la comisaría central de Mersing.
Esa es la asombrosa escena que se desarrolló hace tres días cerca de la frontera con Singapur. Aunque, en realidad, es menos sorprendente de lo que parece. Los casos de ejecuciones sumarias todavía son frecuentes en el Sudeste Asiático. Pero en esta ocasión el autor es alguien insospechado. Es francés, se llama Jacques Reverdi y no es un desconocido. Antiguo deportista de fama internacional, entre 1977 y 1984 batió varias veces el récord mundial de inmersión en apnea en las categorías no limits y descenso en peso constante.
Reverdi había abandonado el mundo de la competición a mediados de la década de los ochenta y vivía desde entonces en el Sudeste Asiático. Actualmente, con cuarenta y nueve años, se dedicaba a dar clases de buceo y se movía entre Malaisia, Tailandia y Camboya. Según los primeros testimonios, era un hombre risueño, sociable pero a la vez solitario, amante de llevar una vida al estilo de Robinson Crusoe en calas alejadas de los lugares habitados. ¿Qué pasó el 7 de febrero de 2003? ¿Cómo se explica la presencia del cadáver de una mujer en la cabaña donde él vivía desde hacía varios meses? ¿Por qué los pescadores malayos quisieron tomarse inmediatamente la justicia por su mano?
Jacques Reverdi ya había sido detenido en 1997 en Camboya por el asesinato de una joven turista alemana, Linda Kreutz, y puesto en libertad por falta de pruebas. Pero el caso había armado mucho revuelo en el Sudeste Asiático. Al instalarse en Papan, todo el mundo lo había reconocido. Y todo el mundo estaba pendiente de él. Cuando vieron que albergaba en su cabaña a una danesa llamada Pernille Mosensen, el recelo y el miedo aumentaron. Hacía varios días que se había dejado de ver a la europea en el pueblo. Un hecho suficiente para levantar sospechas y alimentar la imaginación de todos.
Según los primeros comunicados, los médicos del Hospital General de Johore Bahru han encontrado veintisiete heridas de «arma blanca perforadora y cortante» en el cuerpo de Pernille Mosensen. Heridas situadas en las extremidades, la cara, el cuello, los costados y la zona genital. Un «ensañamiento» patológico, precisaron los expertos durante una conferencia de prensa el 9 de febrero.
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