Él intentó atraparla con un gesto torpe y pasó a través del cristal roto. Jadiya estaba en el otro extremo de la habitación; lo observaba, de espaldas, encorvado sobre su propia sangre. En un flash, lo vio arqueado sobre ella, sobre su cuerpo desnudo, como empujado por una burbuja de placer. Esa imagen la electrizó. Gritando, arremetió contra él adelantando el hombro derecho. Notó que la espina dorsal de Marc se tensaba, se arqueaba, se hundía. Notó que la puerta se hacía añicos. Notó que su cuerpo salía disparado hacia delante y ella con él. Marc chocó contra la barandilla del balcón y se irguió. «Una garra de águila», pensó ella, y esas palabras le dieron la última inspiración. Se arrojó a sus pies, le agarró las piernas a la altura de las rodillas y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se levantó, fuera de sí, fuera de todo.
Marc cayó de cabeza, sin conseguir asirse a la barandilla.
Jadiya se desplomó hacia atrás. En estado de choque, sin respiración. Pasó tiempo. Tomó conciencia del sol, del frío, del silencio… Las campanas habían dejado de sonar.
Tenía cristales clavados en la palma de las manos, en las piernas, en las nalgas. Le parecía que sus heridas se concentraban en el fondo del paladar. Notaba la boca como de cobre.
Finalmente se puso en pie y se asomó por encima de la barandilla.
Todo era real. El cuerpo de Marc encogido, con los puños sobre el suelo de lava. Las ancianas que se acercaban. Las paredes estrechas que acentuaban más la profundidad del vacío. Un cuadro en blanco y negro. Con una sola mancha de color: la sangre roja que se extendía sobre los adoquines, entre los toscos zapatos de las viudas.
Jadiya se inclinó más. Las mujeres formaban un círculo alrededor del cadáver, como espectros que reconocieran a uno de los suyos. Algunas dirigían sus rostros en forma de hostia hacia ella.
El suelo osciló. No, era ella la que se tambaleaba. Durante un instante, un brevísimo instante, se sintió tentada de acabar con todo, de saltar para reunirse con la muerte, que había pasado tan cerca de ella, que había destruido todo su universo.
Pero no.
Se agarró a la barandilla y susurró bajo el sol:
– Jadiya.
En el fondo de ese desierto, estaba viva.
Un fragmento de cuarzo. Una rosa del desierto. Una individualidad pura.
Era lo único de lo que estaba segura.
«Jadiya.»
Viva.
***