Se esforzó en sonreír pese a los tirones de los labios. Marc había adelgazado mucho. Los huesos de la cara sobresalían bajo la piel, acentuando las sombras sobre su piel blanca. La cabeza de un muerto. Al mismo tiempo, era una palidez viva, casi fosforescente bajo los cabellos rubios. Le recordó esas lamparitas que se hacen con la piel de una naranja, cuya pulpa blanca arde sin solución de continuidad.
Se acercó. Sobre cada incisión llevaba un apósito. En las sienes, el cuello, las clavículas, los antebrazos. Ella sabía que la serie continuaba bajo la bata, bajo las sábanas. Había tenido las mismas y el médico no había mentido: habían cicatrizado en unos días. Ironía de la situación: según el doctor, la presencia de la miel, incrustada en las heridas, era lo que había favorecido esa rápida reparación.
La primera frase que Marc pronunció fue:
– No lo tienen. No tienen el cuerpo.
Jadiya sonrió de nuevo, con tristeza. Debía de estar obsesionado con eso desde que había abierto los ojos. Reverdi estaba vivo. Reverdi andaba tras ellos. Reverdi iba a destruirlos…
Comprendió que la psicosis de Marc era desesperada: incluso delante del cadáver del asesino, continuaría temiendo lo peor, prestando al criminal poderes sobrenaturales. Marc había despertado del coma, no de su pesadilla.
No lo haría nunca.
No tenía cura.
Jadiya salió del hospital.
Se alejó de Marc, del médico grisáceo, del policía dorado.
De todo lo que podía vincularla al trauma.
Regresó a su apartamento, en la avenida de Ségur. A su despacho. A su tesis. A sus filósofos. Pero nada le era ya familiar. Después de lo que había vivido, las teorías filosóficas le parecían bastante abstractas. Por no decir absurdas.
En cambio, tuvo la sorpresa de ser requerida de nuevo por el mundo de la moda. No la habían olvidado. Varios agentes se habían presentado para tomar el relevo de Vincent. Fotógrafos, agencias y diseñadores habían telefoneado. ¿Ignoraban acaso que estaba desfigurada? En el mundo de la perfección, ¿quién iba a querer a una chica con los labios perforados?
Se equivocaba. Su maquilladora, Marine, fue la primera en explicarle que esas marcas no se verían en las fotos. Era una cuestión de polvos, de luz. Pero, sobre todo, su físico era «actual», y mientras siguiera siéndolo, aunque llevara una pata de palo los fotógrafos se las arreglarían para que el resultado fuera bueno.
Además, había otro hecho inesperado: el pelo corto había incrementado la fuerza y el hechizo de su rostro. Su belleza acerada cortaba ahora cómo un sílex.
Por último, el caso Reverdi se había comentado mucho y le había dado una pincelada de realidad, un toque vampiresco que pocas chicas poseían en ese oficio. Jadiya nunca había sido transparente. En el invierno de 2003 estaba deslumbrante y era la estrella de la temporada.
Aceptó los contratos como un reto.
Reanudó el camino de la luz.
Pese a las decisiones tomadas, no tardó en ir de nuevo a ver a Marc.
Simplemente por solidaridad, pensaba.
Iba todos los días a visitarlo a su habitación soleada. Después de intercambiar las habituales palabras de cortesía, un silencio cómodo se instalaba entre ellos. Blanco, liso, sin estela. Marc se complacía en su mutismo. Jadiya no intentaba romperlo. Sabía que ese bloqueo ocultaba pensamientos inextricables y ella no tenía ganas de conocerlos.
En los pasillos se encontraba a veces con los médicos, que la tranquilizaban: Marc estaba recuperándose. Muy pronto podría salir. También oía lo que no le decían: estaba en observación. A todos les preocupaba su salud mental.
No hablaba, apenas comía, dormía mucho. Parecía refugiarse en el sueño. Si lo asaltaban las mismas pesadillas que a Jadiya, no debía de ser muy reparador. Pero ella intuía que se sumergía deliberadamente en esas visiones. Como si lo atrajeran sus recuerdos más morbosos. Como si intentara -la sola idea le helaba la sangre- comunicarse con Reverdi por la pasarela de los sueños.
En la superficie, sin embargo, Marc manifestaba una angustia constante. Había exigido, a través de su abogado, la presencia de un policía ante la puerta de su habitación. El juez de instrucción no se había hecho de rogar, revelando así lo que todo el mundo temía: Reverdi había sobrevivido al enfrentamiento de Nogent-sur-Marne.
El 12 de noviembre, Jadiya Consiguió ver al psiquiatra encargado oficialmente de seguir la evolución de Marc Dupeyrat. Bajo, enjuto, muy moreno, llevaba una barba cuadrada y acentuaba determinadas sílabas, como los alemanes.
Mientras limpiaba su pipa, sentenció:
– No hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos mal gestionados.
Jadiya cruzó las piernas y pensó: «Empezamos bien». En ese momento, el hombre la observó con insistencia. Seguramente acababa de fijarse en sus cicatrices. Seis agujeritos sobre el labio superior y otros seis bajo el inferior, rodeando su boca como un tatuaje hecho con henna .
– En materia de conflictos, creo que Marc ha tenido más de la cuenta -replicó.
– Exacto. -El psiquiatra se levantó como propulsado por un resorte-. Exacto… -Se puso a caminar por el despacho mientras encendía la pipa-. Marc no puede asumir toda esa violencia. Su psique, en lugar de integrarla, la rechaza. -Tachó el aire con la pipa-. En el pasado, ese era el papel de sus comas. Un campo negro. Una cinta borrada. Hoy, esa es la razón por la que duerme tanto; su mente se refugia una vez más en la inconsciencia. Su superyó…
Jadiya interrumpió bruscamente aquella jerga de especialista:
– ¿Qué tiene exactamente?
Él sonrió, como si esa pregunta fuera justo la que esperaba.
– Nada. No hay psicosis. Ni tampoco fallo neurológico. Podría decirse que el problema de Marc es la realidad.
– ¿La realidad?
– Un mal ajuste de su psique frente a los acontecimientos. Unos acontecimientos de una violencia excepcional, desde luego.
– Desde luego.
– Eso es lo que pasa -dijo, abriendo las manos-. Actualmente, el proceso se está invirtiendo. Todo esto ha ido demasiado lejos. La agresión de Reverdi ha roto sus barreras mentales, su sistema de protección. Ya no consigue mantener esa violencia a distancia.
– Concretamente, ¿qué significa eso?
El psiquiatra se apuntó la sien con la pipa.
– La violencia ha entrado en su cerebro. Se extiende por todas partes. Marc ya no puede pensar en otra cosa. Algunos animales ven el infrarrojo, pero no la luz corriente. Marc ya no capta la vida cotidiana. Las sensaciones sencillas. Su mente ya no puede distinguirlas. Está totalmente impregnado, aspirado por Reverdi y su crueldad.
Después de oírlo un rato, lo que decía aquel hombre sonaba más bien a italiano. Jadiya había hecho, años atrás, un trabajo sobre la antipsiquiatría italiana. Los años sesenta. La escuela de Franco Basaglia. La época en que se abrían las puertas de todos los manicomios. Ese tipo no habría desentonado en el cuadro.
– Insisto, no hay enfermedades mentales. Solo hay conflictos…
– Se lo advierto: si intenta internarlo…
– No ha entendido nada. Marc necesita llevar una vida normal y corriente. Es su único remedio posible. Sale mañana.
Cuando Marc llegó a su casa, Jadiya estaba esperándolo.
Con su acuerdo, se había trasladado al estudio. La noche anterior había limpiado, despejado, ordenado. Había descubierto un cuchitril, una especie de salita por debajo del nivel del suelo, donde Marc guardaba sus libros especializados y sus «expedientes». No había resistido la tentación. Se había zambullido en esos archivos. Había tenido la sensación de que penetraba en el cerebro de Marc. Decenios de crímenes, de violaciones, de sangre inocente derramada. Testimonios, biografías, estudios psicológicos: todo estaba cuidadosamente clasificado, registrado, especificado. Una taxonomía de la crueldad.
Читать дальше