– ¿Qué… qué ha pa… pasado?
– Tenía que venir a buscarlo a las ocho. Lo he encontrado en su casa. Ha sido… Bueno…, lo han asesinado.
– ¿En su casa?
– Sí, la llamo desde allí. Seguramente lo sorprendieron cuando volvía de su casa.
Puntos. Mordeduras. Quemaduras.
Se esforzó en separar los labios.
– ¿Lo ha matado Reverdi?
Silencio. Finalmente, el policía dijo:
– Es demasiado pronto para…
– ¿Cuál es la dirección?
Él fingió no haberla oído y siguió hablando:
– … pero claro, sí, hay muchos indicios que…
– ¿CUÁL ES LA PUTA DIRECCIÓN?
La luminosidad del hombre había estallado.
Se había desintegrado sobre las paredes, la moqueta, el techo.
Fue lo primero que pensó Jadiya al entrar en el apartamento. El capitán Michel vivía en un edificio moderno de la calle Convention. En un piso de tres habitaciones cuadradas, blancas, con pocos muebles.
Pero una de las habitaciones había sido transformada.
El salón había sido pulverizado de oro.
El asesino había apartado los muebles y colocado a su víctima en el centro del espacio, con el torso desnudo, pegado a una silla con el respaldo de mimbre. A su alrededor, pequeños panes de cera natural, cuyo tamaño oscilaba entre los veinte y los sesenta centímetros, sostenían velas, algunas de las cuales todavía estaban encendidas. Cada llama se reflejaba en los lados de los otros panes y dibujaba surcos rojizos.
Jadiya tenía la sensación de entrar en una colmena gigante. Solo faltaba el zumbido de las abejas. El olor dulzón de la cera lo impregnaba todo, a la manera de una resina perfumada. Las propias llamitas parecían miel líquida, ingrávida, elevándose hacia el techo claro.
El policía tenía la cabeza bajada. Sus cabellos lisos enviaban destellos rubios. Su torso cobrizo entraba también en el cuadro. La sangre, que le cubría todo el pecho, adquiría a la luz de las velas una curiosa tonalidad dorada.
– Es alucinante -susurró el teniente Solin mientras unos técnicos científicos, con mono blanco, trabajaban tomando muestras-. El asesino ha practicado una traqueotomía. Según el forense, primero le ha tapado la boca con cinta adhesiva y luego le ha cortado la garganta. Inmediatamente después, ha cerrado la herida. Con una cera especial, parece ser. A continuación, ha fundido la misma cera en el interior de las fosas nasales. Michel no podía respirar. En su desesperación por encontrar aire, ha hinchado los pulmones, la tráquea, y ha abierto su propia herida. Ha sido él mismo, intentando respirar, quien ha expulsado la sangre de la herida. El asesino ha debido de verlo vaciarse.
A su pesar, Jadiya bajó los ojos: el charco de sangre se extendía sobre un radio de un metro alrededor de la silla. Estaba asombrada de su calma. Quizá era la puesta en escena. La irrealidad del conjunto. Flotaba en ese teatro rosa y oro. Sin creérselo. Se resistía a aceptar la nueva situación: estaba sola. Absolutamente sola frente al asesino. El único policía que le inspiraba confianza estaba muerto. Y Marc, ni muerto ni vivo.
– ¿Hay alguna inscripción en algún sitio?
– No.
– ¿Las rendijas de puertas y ventanas han sido taponadas?
– No. No ha tenido tiempo de preparar la habitación hasta ese extremo. Ya es demencial que haya podido obligar a Michel a sentarse ahí. A pesar de su aspecto angelical, no era fácil doblegarlo. Michel…
El hombre reprimió un sollozo. Tenía una cara, una voz, un aspecto desesperadamente corrientes. En su oficio, seguramente era una ventaja, pero Jadiya jamás habría podido reconocerlo en la calle;
– Lo más demencial -prosiguió, después de haberse sonado- es que los vecinos no han oído nada. Quizá lo drogó. Los análisis nos lo dirán. En cualquier caso, lleva el sello de Reverdi. No cabe duda: el cabrón está vivo.
Jadiya no se movía. Un frío polar le crispaba la punta de los miembros y se extendía hacia el centro de su cuerpo. Se puso a andar para eliminar el entumecimiento. Observaba a los hombres hacer fotos y luego, con precaución, apagar las velas y coger los panes de cera para meterlos en bolsas de plástico.
– Esos pequeños panes son una pista -comentó el policía-. No deben de abundar productos así. Interrogaremos a los apicultores y…
– Solo le pido una cosa -lo interrumpió Jadiya.
– ¿Qué?
– Deje que se lo diga yo a Marc Dupeyrat.
– ¿Qué haces?
– La bolsa. Me largo.
De pie en la habitación del hospital, Marc recogía sus cosas. Se había despertado de su «coma ligero» dos horas antes.
– Me he enterado.
– ¿Cómo?
Señaló la puerta con la cabeza.
– Ahí afuera no hablan de otra cosa.
– Yo…
Marc se acercó a ella y la agarró por los hombros.
– Os había avisado, ¿no? -Bajó un poco el tono de voz-. Os lo había advertido a todos. Dios mío, Reverdi está vivo. No vamos a librarnos ninguno.
– No puedes salir -dijo ella débilmente, desasiéndose.
– Pues voy a hacerlo.
– ¿Para ir adónde?
– Me voy al extranjero.
– ¿Al extranjero? Pero…, pero los médicos no te lo permitirán.
– Los médicos necesitan la cama, y ya he visto al psiquiatra esta mañana. No hay ningún problema. Según él, soy un enfermo de la realidad. Debo sumergirme en el mundo corriente. Así que, mejor no perder el tiempo.
Jadiya jugó otra carta:
– La policía no te dejará salir de Francia. Eres un testigo capital. Y puedes verte sometido a una investigación.
Él cerró la bolsa y se puso la chaqueta.
– No estás al día, Jadiya. Eso ya ha quedado atrás. Mi abogado me ha puesto a cubierto de todas esas complicaciones. Podría haber sido implicado en Malaisia, pero aquí, en Francia, soy una víctima. ¡Una víctima! En cuanto a mi testimonio, la policía tiene mi declaración. No sé qué más podría añadir, aparte de mi acojone actual.
Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Ella le cortó el paso.
– ¿Adónde vas? ¡Tengo derecho a saberlo!
– A Sicilia. -Sonrió con orgullo-. Conozco un sitio adonde ese cabrón no irá a buscarme.
Las miradas son libros abiertos. La de Marc siempre había estado cerrada, pero Jadiya había aprendido a distinguir indicios en ella. Comprendió cuáles eran sus verdaderas intenciones.
Marc no huía de Reverdi.
Quería, por el contrario, atraerlo a un terreno que él conocía.
Tenderle una trampa.
Estupefacta, Jadiya se oyó decir:
– Voy contigo.
Todos los otoños deberían ser como el otoño siciliano.
Jadiya lo comprendió nada más aterrizar, al día siguiente a las cinco de la tarde.
El avión desapareció en las nubes, se enderezó y después penetró en un arco de luz líquida, de una suavidad infinita. A través del ojo de buey, el paisaje se evaporaba en pigmentos cobrizos, dejando entrever, entre dos destellos, la superficie lacada del mar índigo. Más lejos se veía la costa: llanuras verde limón, como aclaradas por haber ardido demasiado todo el verano. Luego, a ras del suelo, se precisaron edificios grises y, sobre todo, rocas. El caparazón de la isla. Una piedra negra, a la vez dura y pulida, emergiendo de las hierbas calcinadas.
Catania.
Ni siquiera había oído nunca el nombre.
Sin embargo, sobre el asfalto, respirando el aire marino, mezcla de sal y algas, se sintió al instante en su casa. Se dijo que, en uno de sus países de origen, el otoño debía de parecerse a esa caricia tibia. No había puesto nunca los pies ni en Argelia ni en Egipto, pero era exactamente ese otoño el que, desde que era pequeña, corría por sus venas.
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