Jean-Christophe Grangé - La línea negra

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Intriga, asesinatos en serie, un criminal obsesionado por la sangre que está dejando un reguero de hermosas mujeres asesinadas mediante un extraño protocolo, y un periodista que pretende llegar hasta el fondo de las motivaciones del asesino, y para ello se presta a un peligroso juego… El actual rey del thirller francés presenta una novela fascinante, de ritmo frenético, que explora los tortuosos recovecos de la mente de un psicópata en un itinerario de infarto a través del sureste asiático.

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Su resolución era más firme que nunca.

Se ocuparía de su hospitalización, pondría la casa en orden y se largaría inmediatamente.

– Se trata de un caso claro de histeria.

El médico de urgencias no se había quitado la parka. Era un joven alto, robusto, que parecía haber dormido completamente vestido, tenía una cabeza enorme y el pelo hirsuto. Jadiya acababa de ofrecerle un café, a él y también al capitán Michel, el policía dorado del hospital, que había acudido en su auxilio. Otros dos hombres se llevaban a Marc en una camilla, enrollado en una manta de supervivencia brillante.

– ¿Histeria? -repitió ella.

El médico se bebió el café humeante de un trago.

– Su marido presenta todos los indicios clínicos de la catatonia, pero ninguno de los síntomas internos. Todo ocurre dentro de su cabeza. En cierto sentido, es una buena noticia. Saldrá de esta sin problemas. Mañana o pasado estará en pie. Lo llevamos al Sainte-Anne. Su caso va a interesar a nuestros amigos psiquiatras.

– No. Ahí ni hablar.

– ¿Por qué?

– Verá, Marc ya ha tenido problemas… psiquiátricos -intentó explicar Jadiya.

– ¿En serio? -bromeó el médico mientras le devolvía la taza vacía.

– ¡Escúcheme! -Casi había gritado. Bajó un poco el tono para continuar-: Si se despierta en el Sainte-Anne, eso puede agravar más su estado. Acaba de estar ingresado en La Salpêtrière. Puedo darle el nombre de los médicos que lo han tratado. Entre ellos hay un psiquiatra.

El hombre suspiró y sacó su teléfono móvil.

– Voy a ver si tienen sitio.

Las once de la noche.

Jadiya estaba sola. No tenía hambre. No tenía sueño. Su mente acumulaba los pensamientos vacíos, mudos. Decidió hacer las maletas.

Pero, primero, limpieza.

Abrió las ventanas para que se fuera el olor de los hombres, colocó los muebles en su sitio y ordenó la mesa de Marc, alineó las notas, las páginas impresas, el teclado del ordenador.

Ese simple gesto bastó para que se encendiera la pantalla.

El estudio empezó a dar vueltas a su alrededor.

Marc había recibido un e-mail.

Ese mensaje era lo que había provocado su nueva crisis.

En la pantalla se podía leer:

No ha acabado todo.

89

– Es lo que nos faltaba.

Jadiya miró el reloj luminiscente. Las dos de la madrugada. Acababa de apagar la luz. Tras su descubrimiento, había llamado al capitán Michel, que había acudido otra vez de inmediato. Le había mostrado el mensaje, y él y sus hombres se habían llevado el ordenador de Marc. Todo eso había sucedido en media hora. Y ya volvía a llamarla.

– Es lo que nos faltaba -repitió.

Ella hizo un gesto reflejo para apartarse el pelo y recordó que ya no le hacía falta. Se concentró en el parquet oscuro.

– ¿Qué pasa?

– Hemos identificado el ordenador y la línea utilizados para enviar el mensaje.

Jadiya sentía un dolor en la parte inferior de la espalda.

– ¿De dónde venía la llamada? ¿Dónde está Reverdi?

Silencio del poli.

– Suéltelo ya: ¿desde dónde lo ha enviado?

– Desde su casa. Desde el estudio.

Un velo de escarcha sobre el rostro. El hombre continuó:

– Ha utilizado la línea telefónica que instaló recientemente. La de su módem. Nuestros especialistas son categóricos. El autor del mensaje ha utilizado su ordenador. Y su propia cuenta de correo. ¿Hace falta una contraseña para utilizarla?

– No.

– ¿No estaba en casa a las tres y diez?

Jadiya le dijo que estaba en una sesión de fotos, pero su propia voz le parecía lejana. Notaba cómo su cuerpo se volvía pesado y cómo se le formaba un vacío en el vientre.

– No cabe duda: es Reverdi -prosiguió el policía-. Es su estilo. Pura provocación. Quiere demostrarles que puede entrar en su casa sin problemas. He enviado a unos hombres para que vigilen su casa. Llegarán de un momento a otro. Irán también unos técnicos; hay que instalar escuchas. Enseguida.

A tientas, sin colgar, buscó el interruptor de la lamparilla, junto a la cama. Al encenderla, le sorprendió descubrir el estudio perfectamente en orden. La realidad estaba ahí, sólida, familiar.

– ¿Quiere que vaya yo?

El policía había preguntado aquello en un tono a la vez serio y tierno que recordaba su pequeño ramo de flores ajadas. Por pura crueldad, ella le hizo repetir la pregunta:

– ¿Cómo?

– ¿Quiere que vaya? Quiero decir… en persona.

– No.

Había jurado que no volvería a tener miedo.

Una promesa muy antigua. Génesis personal.

Se levantó, se puso unos vaqueros y abandonó el campamento espartano que le servía de cama: un simple colchón sobre el suelo, junto a la barra de la cocina. Empezó a ir de aquí para allá, a ordenar cosas otra vez. En cuanto paraba, de los rincones surgían montones de ruidos que revestían un significado funesto.

Jacques Reverdi había ido allí.

De pronto, se detuvo: ¿y si todavía estaba? Tuvo la sensación de que el corazón se le desprendía y chocaba contra las costillas. Emprendió un registro en toda regla haciendo el mayor ruido posible, como cuando de pequeña estaba sola en casa y daba portazos, subía el volumen del televisor para ahuyentar las sombras.

Nadie, por supuesto.

El silencio pareció volver a la carga. A crujir. A gemir. A palpitar. Jadiya se quedó parada ante las ventanas, cubiertas con cortinas blancas. ¿Y si estaba en el patio? ¿Y si la observaba por un resquicio de las cortinas?

Cogió las llaves, buscó una linterna en el armario del contador eléctrico y, sin pensar, salió descalza, con vaqueros y camiseta.

El haz de luz de la linterna temblaba ante ella. Los golpes de su corazón sonaban en el fondo del tórax. Pensaba en Marc. Ya no podía dejarlo. Ahora ya no. Había querido abandonarlo a su locura, pero, si Reverdi estaba vivo, Marc ya no estaba loco; simplemente era lúcido.

Avanzó por el patio. En el edificio, frente al estudio, no había ninguna ventana encendida. Enfocó con la linterna hacia la izquierda, hacia la entrada. Nadie. Solo distinguía el murmullo lejano de la circulación, que no cesa nunca en París. Y ese olor de ciudad, ácido, contaminado, pero más suave, más tenue a esas horas…, un aliento de sueño.

Jadiya bajó la linterna. Había vencido el miedo. Todo estaba en su cabeza. Todo… Gritó al oír los pasos.

La linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo en pendiente.

Para detenerse contra los punteras metálicas de unos grandes zapatos.

– ¿Señorita Kacem? Nos envía el capitán Michel.

Las cinco de la mañana.

La noche más larga de su vida.

Los técnicos habían terminado de equipar los teléfonos fijos, los móviles, los ordenadores y los módems. Ella les había ofrecido de nuevo café -empezaba a dominar la máquina- y los había invitado a marcharse. Dos policías permanecían ahora delante de su puerta.

Rendida, Jadiya apagó las luces y se metió bajo el edredón. Inmediatamente se quedó dormida.

Otra llamada telefónica la arrancó de la nada. Recuperó la lucidez en un segundo. Cogió el auricular:

– ¿Sí?

La ranura que había entre las cortinas era clara. Había amanecido. Mirada al reloj: las nueve y media de la mañana.

– ¿Sí? -repitió, con la voz llena de temor.

– :¿Señora Kacem? Soy Solin, el teniente Solin. Nos vimos en los locales de la policía judicial, no sé si se acuerda…

– Sus hombres ya han venido.

– Lo sé, lo siento. La llamo… Tengo una noticia… En fin, vale más que se entere cuanto antes: el capitán Michel ha muerto.

– ¿Ha… mu… muerto?

No podía hablar. Las grapas sellaban de nuevo sus labios. No podía abrirlos.

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