Durante nuestra entrevista, tampoco me habló de los Siervos de Satán. Por una razón muy sencilla: ignoraba la existencia de dicha secta. En ese sentido, las desapariciones de Cazeviel y de Moraz no formaban parte del sumario. Dos víctimas caídas en el olvido, marginadas de un caso mal cerrado.
Pero persistía una pregunta: ¿quién era el asesino de Moritz Beltreïn?
Magnan no tenía ninguna respuesta. Por lo menos oficial. El estado del cadáver, medio devorado por los insectos, no había permitido determinar las circunstancias exactas de su muerte. No obstante, me parecía que la juez tenía una vaga idea de la identidad del culpable. Pero yo sabía, de un modo implícito, que jamás me molestarían. De hecho, una sola persona podía establecer una relación entre ese cadáver y yo: Julie Deleuze, la ayudante de Beltreïn. Y, evidentemente, la señorita Tic-Tac no había hablado.
Quedaba aún otro enigma.
¿Quién había asesinado a Laure Soubeyras y a sus dos hijas?
A Magnan no le preocupaba ese misterio, por lo menos en el plano profesional. El caso ya no le concernía, un juez de París estaba a cargo de la instrucción del sumario. Yo me había puesto en contacto con él cuando todavía estaba retirado en Bienfaisance. Le di la dirección del conductor del taxi que yo había identificado: el que condujo a Manon hasta Sartuis cerca de las ocho de la tarde del 15 de noviembre. Ya era oficial. Manon Simonis era inocente.
Magnan y yo nos despedimos con un largo silencio; ambos sabíamos que un elemento crucial se nos había escapado. Sin duda, era el epicentro de todo el caso. Un asesino seguía libre, a la sombra de Moritz Beltreïn. Tal vez fuera una ilusión pero había sentido que ella me pasaba, tácitamente, el relevo.
A mí me correspondía encontrarlo.
A mí me correspondía juzgarlo, de un modo u otro.
Ahora estaba frente a mi expediente, que también ofrecía una vaga coherencia. Pero esta coherencia era una ilusión. Había, entre esas páginas, esas líneas, esas fotos, un secreto, una entrada oculta.
Volví a repasar la cronología, ordenando cada documento. Lo apunté todo, tracé diagramas, relacioné cada hecho, cada fecha, cada lugar.
Luego empecé a hacer una lista de los detalles que no encajaban.
A las cuatro, ya tenía una serie de anomalías.
Los granos de arena que bloqueaban toda la máquina.
Primer grano de arena: el asesinato de Massine Larfaoui.
Según mi teoría, había sido Moritz Beltreïn, el cliente misterioso, quien había matado al cabileño tras un enfrentamiento del cual ignoraba el motivo. Quizá Larfaoui había hecho cantar a Beltreïn, creyendo que utilizaba la iboga negra con sus pacientes. Quizá había descubierto sus actividades criminales. Podía imaginar un móvil de este tipo pero quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué Gina, la prostituta, había tomado al asesino por un sacerdote? Ella había hablado de un tipo «muy alto y delgado». Nada que ver, físicamente, con Beltreïn.
El modus operandi también creaba un problema. El suizo era un asesino que usaba técnicas singulares, pero habría sido incapaz de manipular un arma automática de combate, no tenía ninguna formación militar. Por otra parte, no se había encontrado en su casa ningún material de ese tipo.
Segundo grano de arena: las apariciones psíquicas.
Siempre según mi teoría, Beltreïn drogaba a sus víctimas y luego se les aparecía con distintos disfraces: sus representaciones del «demonio». Pero incluso caracterizado, incluso en pleno trance, ¿cómo ese médico regordete había podido hacerse pasar por un anciano luminiscente, un ángel muy alto o un niño desfigurado?
Tercer grano de arena: la movilidad del asesino.
Había apuntado la fecha y el lugar de cada asesinato, no solo los de los «descompuestos», sino también los de Larfaoui y Sarrazin. Desde Arturas Rihiimäki, en 1999, hasta la muerte del capitán de gendarmería, la lista de asesinatos parecía demasiado extensa para atribuírselos a un solo hombre. Sin contar que había habido otras víctimas, las fotos encontradas en casa de Beltreïn así lo atestiguaban. ¿Eran compatibles con las responsabilidades del profesor todo; esos viajes, esos preparativos? Rozaba el don de la ubicuidad.
Cuarto grano de arena: la concentración de los hechos.
Que yo supiera, los crímenes del Visitante del Limbo habían empezado en 1999. Por lo tanto, Beltreïn había iniciado su actividad criminal a la edad de cincuenta y siete años. ¿Por qué tan tarde? Un asesino en serie suele revelar su naturaleza asesina entre los veinticinco y los treinta años. Jamás rayando los cincuenta. ¿Acaso Beltreïn había llevado a cabo desde los años ochenta una actividad criminal que ignorábamos? ¿O quizá no actuaba solo?
Quinto grano de arena: Beltreïn no había confesado.
Aunque se disponía a ejecutarme, el médico aún pretendía ser un «abastecedor», un «intermediario». Había dado a entender que él no hacía más que ayudar a los Sin Luz en su venganza. Mentía. Ni Agostina ni Raïmo habrían sido capaces de sacrificar a sus víctimas de esa manera. En cuanto a Manon, yo sabía que no había matado a su madre. Pero si no eran ni Beltreïn ni los salvados por un milagro, entonces, ¿quién era?
La idea de un cómplice iba tomando forma. Más que de un cómplice, del verdadero asesino. Quizá Beltreïn no había sido más que un comparsa. Ayudaba, sostenía, proveía al que se caracterizaba en ángel o en anciano. Al que torturaba a sus víctimas durante días enteros. Al que estaba en la treintena a finales de los años noventa.
Seis de la tarde
Había caído la noche. Solo tenía encendida la lámpara del escritorio, que proyectaba una luz rasante sobre mis notas, los informes, las fotos. Estaba completamente inmerso en mis reflexiones. Tenía la sensación visceral de la inminencia de un hallazgo capital, que obtendría solo gracias a la fuerza de mi concentración.
Pensé en un último grano de arena y descolgué el teléfono.
– ¿Svendsen? Soy Mathieu.
– ¿Dónde estabas? Habías vuelto a desaparecer.
– He regresado esta mañana.
– Nadie comprendió que estuvieras ausente en el entierro de…
– Tenía mis razones. No te llamo por eso.
– Dime.
– ¿Hiciste tú las autopsias de Laure y las pequeñas?
– No. No pude. Esas niñas habían jugado sobre mis rodillas, ¿comprendes?
No reconocía a mi Svendsen. Ese no era su estilo. Pero fuera cual fuese su estado de ánimo, necesitaba que me ayudara inmediatamente.
– El caso no está cerrado -dije con voz firme-. ¿Podrías…?
– La respuesta es no.
– Oye. Hay algo que no funciona en toda esta historia.
– No.
– Te comprendo, pero el tipo que mató a las pequeñas sigue en libertad. No puedo aceptarlo. Y tú tampoco.
Breve silencio. El sueco preguntó:
– ¿Qué buscas, exactamente?
– Por lo que sé, las niñas fueron degolladas. Si estos asesinatos forman parte de la misma historia, como dice Luc, tiene que haber otra cosa. Un símbolo satánico. O algún juego con la descomposición de los cuerpos.
– ¿Tú también crees que existe una relación con los otros?
– Creo que se trata del mismo asesino.
– ¿Y Beltreïn?
– Quizá Beltreïn no era el asesino de los insectos. O no actuaba solo. Criaba los bichos, preparaba los productos para otro: el tipo que degolló a la familia y que debió de dejar su firma.
Otro silencio. Svendsen reflexionaba. Aproveché la ventaja.
– Si tengo razón, y el asesino de las Soubeyras es también el del ritual de los insectos, entonces tuvo que colocar un secreto en sus cuerpos. Algún elemento que tenga que ver con la cronología. Una descomposición acelerada. Algo que represente su firma.
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