A partir de ese momento, esa fue la única idea que me mantuvo en pie.
El entierro de Manon tuvo lugar en Sartuis el martes 19 de noviembre, en un cementerio desierto. Solo asistieron algunos periodistas. Chopard, el viejo reportero, hacía de comparsa. El padre Mariotte había aceptado bendecir el ataúd y pronunciar una oración fúnebre. Se lo debía a Manon.
Marilyne Rosarías me acompañaba. Cuando la sepultura quedó sellada, murmuró:
– Nada se acaba.
Volví la cabeza sin reaccionar. Mi cerebro funcionaba en primera.
– El diablo sigue vivo -continuó.
– No entiendo.
– Claro que lo entiendes. Esta carnicería, este desastre es obra suya. No permitas que triunfe.
Su voz apenas me alcanzaba. Mi pensamiento estaba obstruido por Manon. Un destino marcado por una estrella negra. Y algunos recuerdos, para mí tan siniestros como un puñado de huesos en la mano. Señalando la tumba, continuó:
– Lucha por ella. Que el demonio no se lleve su memoria. Prueba que no estaba presente y que solo él asesinó a las niñas. Encuéntralo. Destrúyelo.
Sin esperar respuesta, se volvió. Los bordes afilados de su esclavina dividieron en dos el aire gris. Miré cómo se alejaba. Acababa de decir en voz alta lo que una pequeña voz no cesaba de murmurarme, a pesar de mis votos monásticos.
La cosecha de terrores no había terminado.
Antes de abdicar debía actuar.
No podía permitir que el diablo dijera la última palabra.
Debía encontrarlo y enfrentarme a él.
Viernes 22 de noviembre. Regreso a Paris
La ciudad ya lucía los adornos de Navidad. Guirnaldas, bolas, estrellas, otra ofensa a mis tinieblas. Esas luces, esos destellos, que pugnaban por vencer al día gris, parecían una galaxia miserable en un cielo de cenizas. Ahora conducía un Saab, el nuevo coche alquilado.
Camino de Villejuif, me detuve primero en la porte Dorée. Quería pasar un momento de recogimiento ante las tumbas de Laure y sus niñas, enterradas en el cementerio sur de Saint-Mandé.
No tuve dificultades para encontrar la sepultura de granito, coronada por una lápida más clara. Tres retratos estaban dispuestos formando un triángulo, subrayado con las palabras:
No llores por los muertos. No son más que jaulas de las cuales los pájaros han partido.
Reconocí la cita. Muslah al-Din Saadi, poeta persa del siglo XIII. ¿Por qué un autor profano? ¿Por qué no había ningún símbolo católico? ¿Quién había elegido esa frase? ¿Estaba Luc en condiciones de tomar algún tipo de decisión?
Me arrodillé y recé. Estaba azorado, en un estado que rozaba la inconsciencia; ni siquiera comprendía qué significaban esos retratos sobre la piedra, pero murmuré las palabras:
De ti Señor,
de ti viene nuestra esperanza
cuando nuestros días se oscurecen
y nuestra existencia se desgarra…
Volví a la carretera de Villejuif. Luc Soubeyras. Después de la carnicería, no había hablado con él personalmente. Solo le había dejado un par de mensajes en el hospital, a los que no había respondido. Más que su angustia, temía su cólera, su locura.
A las once de la mañana, llegué al muro ciego del Instituto Paul-Guiraud, a los campos de deporte, a los pabellones en forma de hangares. Me detuve en el pabellón 21, con el temor de que Luc hubiera sido trasladado a Henri-Colin, la unidad para pacientes graves. Pero no. Estaba instalado nuevamente en una habitación normal del pabellón, En realidad, solo había pasado unas horas en Ingreso Forzoso.
– Siento mucho no haber podido asistir al entierro.
– ¿No estabas allí?
Luc parecía sinceramente sorprendido. Vestido con un chándal azul claro, estaba echado en la cama, con una actitud desenfadada. Parecía sumido en sus pensamientos, manipulando unos trozos de cuerda, seguramente del taller de ergoterapia.
– Tuve que encargarme de los funerales de Manon.
– Desde luego.
No apartaba los ojos de su labor con los nudos. Hablaba dulcemente, pero también con un matiz distante, irónico. Había preparado un discurso, una parrafada cristiana sobre el sentido oculto de los acontecimientos, pero lo mejor era abstenerse. No había protegido a su familia. No había prestado la menor atención a su petición. Me arriesgué.
– Luc, no sabes cuánto lo siento. Debí actuar con mayor rapidez. Debí mandar unos hombres, yo…
– No hablemos de ello.
Se levantó y se sentó en el borde de la cama, suspirando. Incapaz de contenerme, volví a mi obsesión.
– No fue ella, Luc. No estaba en París cuando Laure y las niñas fueron asesinadas.
Volvió la cabeza y me miró, sin verme. Sin embargo, sus pupilas doradas no estaban muertas. Temblaban, bajo los breves parpadeos.
Ante su silencio, añadí, casi agresivamente:
– ¡No fue ella y no es culpa mía!
Luc se tumbó de nuevo y cerró los ojos.
– Déjame. Debo descansar.
Eché una ojeada a mi alrededor: la celda blanca, la cama, la mesilla. Ni la libreta negra, ni un libro, ni televisión. Pregunté de un modo absurdo:
– ¿No necesitas nada?
– Tengo que descansar. Antes de llevar a cabo mi misión.
– ¿Qué misión?
Luc volvió a abrir los párpados y mantuvo fija la mirada. Sus pestañas parecían espolvoreadas con azúcar moreno.
Una sonrisa desgarró su rostro.
– Matarte.
De regreso a mi despacho del 36, cerré la puerta con llave y ordené el expediente de mi investigación. Todo lo que había encontrado desde el pasado o 21 de octubre, desde mis notas sobre el asesinato de Larfaoui hasta los recortes de prensa acerca de Moritz Beltreïn, pasando por los artículos de Chopard, el informe de la autopsia de Valleret, las notas tomadas en el Vaticano, los artículos y las fotos de Catania, el expediente de Callacciura, las historias clínicas de los Sin Luz, los informes de Foucault, de Svendsen…
Había una clave oculta entre esos documentos.
El veneno negro de la historia no había sido extraído completamente.
Una del mediodía
Me propuse no salir de allí hasta que encontrara una señal, un elemento que me diera un indicio para explicar cómo habían matado a la familia de Luc si el asesino del caso, Moritz Beltreïn, se encontraba a mil kilómetros del lugar del crimen.
Antes de tomar el tren hacia Besançon, fui a visitar a Corine Magnan. Ella había regresado a sus dominios dos días después de la muerte de Manon. Había cruzado la frontera inmediatamente para tomar declaración a los equipos encargados de las investigaciones en la mansión de Moritz Beltreïn. El asesinato de Sylvie Simonis era caso cerrado. Se había identificado al culpable. Todas las pruebas estaban en su casa: las fotografías, los insectos, el liquen, un alijo de iboga.
La magistrada había expuesto esos elementos durante una conferencia de prensa en Besançon, el martes 19 de noviembre. Yo no había asistido, pero ella me había resumido sus conclusiones. Moritz Beltreïn, especialista en reanimación, había vengado a sus «pupilos» matando a los responsables de que entraran en coma. Paralelamente, y gracias a un arsenal químico, había condicionado a los supervivientes convenciéndolos de que eran los autores del asesinato de sus víctimas. El demente también había eliminado a Stéphane Sarrazin, una amenaza, pues podía descubrirlo y demostrar su culpabilidad.
Corine Magnan no había mencionado a los Sin Luz. Nunca utilizaba ese nombre. Además, en la investigación eludía cualquier referencia a la dimensión metafísica: los milagros del diablo, la evolución maléfica de los «soldados» de Beltreïn, su posesión. Finalmente, la budista se había limitado a una visión cartesiana de los hechos.
Читать дальше