Cinco kilómetros más adelante, consigo ver el lago de Gaube. Una carretera comarcal, a la derecha, se esconde bajo los árboles desnudos. Hago marcha atrás para seguir subiendo. Después de una curva y de algunas casas aisladas no queda nada más, solo una flecha: Genderer.
La carretera se termina bruscamente en un aparcamiento.
Cierro el coche y me dirijo hacia el edificio de la entrada. Una serie de arcos futuristas de acero, integrados en lo alto del acantilado. El frío ha cambiado. Ahora, es una mordedura seca, implacable, un grado más en la escala de dureza. La borrasca hace restallar mi abrigo. Me veo como un ángel redentor, camino de su última batalla.
Bajo las bóvedas, unos escaparates: venta de entradas, tienda de souvenirs, bar-restaurante. Cerrados con una única reja. Sin embargo, cerca de la taquilla, distingo una luz bajo una puerta. Y también, aguzando el oído, el rumor de una radio. Sacudo la reja hasta armar un enorme alboroto.
Un hombre aparece. Hirsuto, mal afeitado, boquiabierto; muy parecido al guardián del ayuntamiento de Sartuis.
– ¿Qué pasa? ¿Se ha vuelto loco?
Le meto mi identificación en la nariz a través de la reja de hierro. Se acerca; su aliento apesta a café.
– ¿Qué quiere?
– Bajar.
– ¿A esta hora?
– Abra.
Refunfuñando, el tipo acciona un sistema con el pie. La reja se abre. Paso por debajo y me pongo de pie frente a él. Su barba reluce como un estropajo metálico.
– Coja una lámpara y lléveme abajo.
– ¿Tiene algún documento, una orden, algo?
Lo empujo delante de mí.
– Vístase. Y no olvide la linterna.
El tío se vuelve y empieza a andar, caminando de lado. Lo sigo para estar seguro de que no llamará a los gendarmes o a quien sea. Desaparece en la portería y vuelve. En la mano lleva una linterna con un cordón en bandolera. Se ha puesto un chubasquero color caqui; me da otro.
– Esta debe de ser su talla. Abajo hay mucha humedad.
Me pongo el poncho; me queda como un sudario.
– He encendido las luces de abajo. Tenemos instalación eléctrica. ¡Todo el año es Navidad!
Da una vuelta a mi alrededor y toma el pasillo que se hunde en la gruta. Al final, aparecen los barrotes negros de otra reja. Un montacargas, como los de los mineros de antaño. Mi guía manipula su juego de llaves y corre el cerrojo de la puerta de hierro montada sobre raíles.
– Por aquí, la visita.
Penetro en la cabina. Mi botones me sigue y cierra la reja. Manipula el cuadro de mando con ayuda de otra llave. Nos llega un soplo de humedad que indica el abismo que tenemos bajo nuestros pies. La plataforma se tambalea y se inclina por el peso. Bajamos con un movimiento fluido, suave, suelto. Pasados los primeros metros, la roca, alisada por una malla metálica, desfila delante de nosotros. Tengo la sensación de hundirme no solo en las profundidades de la tierra, sino también en los estratos olvidados de los tiempos. Las edades glaciares del mundo.
El guardián suelta su discurso de viejo veterano.
– Bajamos a veinte kilómetros por hora. A ese ritmo, dentro de tres minutos llegaremos a una profundidad de mil metros y…
No lo escucho. Mi cuerpo me informa. Mis pulmones se vacían, mis tímpanos están a punto de romperse. La presión. La corteza rocosa sigue pasando, negra, chorreante, a una velocidad vertiginosa. Mi guía insiste:
– Sobre todo, no saque la mano. Ha habido accidentes. La fuerza de aspiración…
– ¿No ha oído algo esta noche?
– ¿Como qué?
– Un intruso. Un visitante.
Me mira con curiosidad. La plataforma ha llegado a la velocidad máxima de bajada. Experimento una especie de ebriedad. Descendemos en estado de ingravidez. Por fin, la máquina disminuye la marcha con un chirrido de cables. Mi cuerpo se comprime. Mis entrañas se retuercen y después vuelven a su sitio, dejándome un sabor nauseabundo en la garganta. El hombre abre.
– Menos mil metros. Fin del trayecto.
Sobre el umbral, vacilo. Un peso misterioso entorpece el ritmo de mi circulación sanguínea. Delante de mí, un cruce da acceso a varias galerías. Los fluorescentes están atornillados en la roca misma. En una de las aberturas hay un letrero: sentido de la visita. Me doy cuenta de que conozco el lugar exacto de la cita, allí DONDE EMPEZÓ TODO.
– ¿Le dice algo el nombre de Nicolas Soubeyras? -pregunto.
– ¿Quién?
– Nicolas Soubeyras. Un espeleólogo. Muerto en esta sima, en 1978.
– Yo ya curraba aquí -gesticula el hombre-. No hablamos de ello. Es mala publicidad.
– ¿Sabe usted qué pasó?
Golpea el suelo con el talón.
– Justo debajo de nosotros. En la sala de baile. Por lo menos quedan todavía quinientos metros.
– ¿Es accesible?
– No. Está reservada a los profesionales.
– ¿Hay alguna entrada?
Sacude la cabeza.
– A partir de aquí, las flechas indican el camino, que desciende doscientos metros. A mitad del trayecto, hay una escalera para el personal, que se hunde todavía cien metros más abajo. Pero de ahí en adelante, es solo para espeleólogos. Hay que pasar por sifones y chimeneas. Un auténtico laberinto.
– ¿Tengo alguna posibilidad de conseguirlo?
– ¿Ha practicado alguna vez espeleología?
– Nunca.
– Entonces, olvídelo. Incluso los profesionales tienen problemas. Un tío como usted, si llega al primer sifón, ahí se quedará.
Dos posibilidades. O me he equivocado y renuncio al primer obstáculo. O Luc me espera en el fondo y ha preparado el camino de una manera u otra. Tomo conciencia de dos sensaciones simultáneamente: la humedad intensa y el ruido de la ventilación artificial.
– Indíqueme el camino.
– ¿Qué?
– El camino para bajar a la sala de baile.
El guardián suspira.
– Al final de la galería, tome la escalera y siga los carteles. Está iluminado. Luego, vaya con cuidado. Encontrará una puerta de hierro a la izquierda. El pasaje del que le he hablado. Si todavía está en condiciones, pase al otro lado. Allí, encienda las lámparas con el interruptor. Y preste atención, porque enseguida topará con un pozo.
– ¿Podré bajar?
– Lo veo difícil. Los escalones están encastrados en la roca, como una via errata. Al fondo encontrará una gran sala; luego un primer sifón, donde el agua cae por todos lados. Después hay otro pozo, muy estrecho, que da a una segunda sala. Ni siquiera estoy seguro, porque nunca he estado. Si por milagro todavía está vivo, más le vale abandonar. Por el liquen.
– ¿Qué liquen?
– Una variedad que despide un gas tóxico. Un chisme luminiscente. Ese tipo de musgo que envenenaba a los egiptólogos y…
– Ya lo conozco. ¿Y después?
– No hay un después. No llegará hasta ahí.
– Digamos que lo consigo.
– Entonces, ya no estará lejos. En aquella época, el desprendimiento empujó a Soubeyras y a su crío dentro de una cámara cerrada. Fue ahí donde quedaron atrapados. Más tarde, se excavó un pasaje para acceder a la sala de baile. Es fantástico. Lo he visto en fotos.
Bajo el poncho, los temblores sacuden mi cuerpo. Terror o impaciencia. No lo sé. El liquen es el indicio. El último elemento que cierra el círculo. Luc me espera en esa sala, exactamente después de la antecámara de su primera muerte.
– Ha mencionado usted una puerta de hierro. ¿Está cerrada con llave?
– ¿Y a usted qué le parece?
– La llave.
El hombrecillo duda. De mala gana, saca su juego de llaves y extrae una. La cojo, así como la linterna; luego meto al guía de nuevo en la cabina del montacargas. Trata de protestar.
– ¡No puedo permitírselo! ¡Usted no está cubierto por el seguro!
– Nunca me cubro -digo, cerrando la reja-. Si no estoy de vuelta dentro de dos horas, llame a este número.
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