Garabateo las señas de Foucault sobre uno de los recibos de la autopista y se lo paso a través de la malla.
– Dígale que Durey tiene problemas. Durey, ¿entendido?
El hombre no deja de menear la cabeza.
– Si tiene la suerte de llegar al sifón, cuidado con el liquen. O bien pasa en menos de diez minutos o ahí se queda.
– Me acordaré.
– ¿Está seguro de lo que hace?
– Espéreme arriba.
Todavía duda. Finalmente, por fin se decide a accionar el cuadro de mando.
– Le mandaré de vuelta el ascensor. ¡Suerte!
La cabina desaparece en medio de un temblequeo de chatarra. El vacío se cierne sobre mí, impregnado del ruido de la ventilación y el goteo del agua. Me vuelvo, lámpara al hombro, y me pongo en marcha.
A cincuenta metros, una escalera en picado. Cientos de escalones, prácticamente en vertical. Me agarro a la baranda. Las gotas caen brillando sobre los muros; el agua hace centellear el techo; hay humedad por todas partes, una humedad penetrante, que empapa el aire como si fuera una esponja.
Abajo, otro letrero: sentido del recorrido. El ritmo regular de los fluorescentes, fijados en el techo, recuerda al túnel de un metro. Después de andar cien metros, localizo la puerta, a la izquierda. Uso la llave y busco el interruptor. Una serie de bombillas, unidas entre sí por un solo cable, se enciende débilmente. Cada vez más lúgubre, la galería es oscura, en suave pendiente. Dejo a un lado mi temor y sigo, sin ver realmente dónde pongo los pies. Mis hombros topan con las lamparillas, que oscilan a mi paso.
De pronto, la pendiente se quiebra en ángulo recto. El pozo. Enciendo la linterna y veo los peldaños de hierro en la pared opuesta. Pruebo con el tacón del zapato los primeros barrotes, apago la linterna, me la coloco en bandolera y luego empiezo a bajar mirando los escalones.
Un centenar de peldaños más abajo, piso suelo firme. No veo nada pero el aire fresco me dice que me encuentro en un gran espacio. «La primera sala.» Cojo la linterna y la enciendo nuevamente. Estoy en una galería. A mis pies, una cueva inmensa. Un valle circular, que recuerda un anfiteatro romano.
Los volúmenes de la roca dibujan miríadas de ornamentos. Los picos se elevan, las puntas se bajan, formando franjas, pilares, encajes. Es absurdo, pero vuelve a mi mente una vieja lección de Sèze. «Estalactitas: solidificaciones calcáreas que se forman en el techo de una cueva por evaporación de gotas de agua.» «Estalagmitas: solidificaciones que surgen en columnas desde el suelo.»
Me desplazo hacia la izquierda, de espaldas a la pared de roca. Sostengo la linterna delante de mí y tengo cuidado de no bajarla para no iluminar el vacío.
Otra galería. Avanzo, encorvado, a veces casi en cuclillas. Las piedras de los desprendimientos ruedan debajo de mis zapatos. Mis tobillos se tuercen en las salientes, se hunden en los charcos. Mi campo de visibilidad se limita al haz de mi linterna. Los ruidos de la corriente de agua me confirman que estoy en el buen camino. El guía ha mencionado un sifón.
Por fin, delante de mí, el torrente. Dudo un instante. Luego vuelvo a colocarme la linterna en el hombro, afianzo los pies en los lados de la galería, casi rozando el agua. Otro descenso. El agua está por todas partes. El agua es la sangre de la cueva. Sus galerías son sus venas, sus arterias. Y yo estoy en el corazón de esta circulación.
Por fin, una superficie plana. Enfoco con la linterna, una cámara de rocas negras. Los bloques cubren el suelo, las estalactitas lamen los muros, ninguna salida. Todavía algunos pasos. De repente, una boca. El segundo pozo que ha mencionado el guardián. Pero esta vez no hay ningún escalón, ningún amarre. Imposible bajar sin equipo.
En ese momento, percibo un destello. Dirijo el haz luminoso y descubro un arnés atado a una cuerda. La confirmación. Luc me ha preparado el camino. Está ahí, muy cerca, esperando el último enfrentamiento.
Me coloco el arnés enredándome con mi ropa mojada. No tengo ninguna experiencia en alpinismo, pero a pesar del miedo encuentro algunos restos de sentido práctico. Una vez amarrado, me dejo caer de espaldas al vacío. Primero no pasa nada. Me mantengo suspendido, girando sobre mí mismo, con las dos manos aferradas a la cuerda. Luego, empieza a desplazarse hundiéndome lentamente en la oscuridad. Ya no pienso en nada. Planeo con los ojos cerrados. Estoy cayendo, físicamente, en el infierno de Luc.
Mis pies pisan suelo firme. Me libero del arnés y enfoco con mi linterna. La segunda sala. El mismo arco de círculo, las mismas estalactitas. Pero el halo de mi lámpara adquiere una tonalidad verde. Con un gesto la apago. El resplandor verdoso continúa. Un olor fosfórico me produce picor en las fosas nasales. El liquen. Por todas partes a mi alrededor.
Semanas de análisis, de investigaciones, de conjeturas para establecer el origen de este musgo. Y ahí está. He llegado a la fuente del misterio, como los egiptólogos cuando descubrieron la tumba de Tutankamón, dejándose el pellejo.
Todavía algunos metros. No he vuelto a encender mi linterna. La noche vuelve a cambiar. Ahora distingo un halo rojizo. Pienso en las visiones de los Sin Luz. La escarcha incandescente. La linterna palpitando. ¿Se me aparecerá el diablo?
El resplandor proviene de una de las galerías. Sigo sin encender la linterna y avanzo a gatas hacia el interior. Mis palmas me envían una nueva señal: la piedra está caliente. Una lignita, algún otro mineral, que guarda el recuerdo del magma inmemorial. Tengo la sensación de acercarme al corazón incandescente de la tierra.
Otro nicho.
Una cavidad circular, de algunos metros cuadrados, muy baja.
Aquí se ha levantado un altar, rodeado de faros de espeleólogo.
Pero no es la puesta en escena lo que me fascina.
Son los dibujos sobre los muros.
Los pictogramas apretujados, como surgidos de la prehistoria.
Adivino que me encuentro delante de los bocetos que Luc mencionó: las figuras que supuestamente Nicolas Soubeyras bosquejó antes de morir. Ahora sé que estas obras son del mismo Luc. Nunca fueron dibujadas en una libreta, sino sobre las paredes de la cueva. Los dibujos de un Luc de once años de edad, muerto de miedo, emparedado vivo, asfixiándose cerca del cadáver de su padre.
Me acerco. Los motivos tienen reminiscencias de los de Lascaux o los de Cosquer. El niño utilizó rotuladores a los que les aplastó las puntas. Rojos, ocres, algunos negros. Los colores de los primeros artistas de la historia del hombre.
El fresco repite siempre la misma escena. Una silueta, dibujada con algunos trazos, una especie de Y. Una criatura. A su lado, otra figura, echada. El padre. Encima, una cúpula erizada de estalactitas. Las imágenes repiten siempre la misma escena: el niño, el padre, la bóveda.
El único elemento que cambia es la forma de las estalactitas que, poco a poco, se alargan, se distorsionan, se transforman en zarpas. En las últimas variantes, las garras de piedra forman un rostro: los rasgos de un anciano, acentuados con blanco y rojo. De modo que, incluso antes de hundirse en el coma, Luc ya había visto que el Príncipe de las Tinieblas venía a llevárselo.
Una voz detrás de mí.
– Es aquí donde nos encontró la muerte, a mi padre y a mí.
Me vuelvo. Luc está ahí, vestido con un mono azul de espeleólogo. El mismo que llevaba su padre en el exultante retrato de su escritorio. Sentado en el suelo, rodeado por las lámparas. No va armado. Nuestro combate se sitúa más allá de las armas, de la sangre, de la violencia.
Nuestro combate es escatológico.
Los dos estamos ya muertos.
Muertos y enterrados.
– ¿Qué te parece mi fresco? -me pregunta-. ¡La pasión según san Lucas!
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