Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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– Nada de lo que ha dicho me convence -respondió-. ¿Cómo sé yo que no es un chiflado? ¿Cómo sé yo que no se está inventando toda esa mierda?

En aquella zona del atrio la luz era tenue y cerca de mí sólo había dos ancianos enfrascados en una conversación. Estaban sentados a una mesa junto a unas palmeras enormes. A mi espalda, oía el eco de las voces que llegaba desde la sala de conferencias.

– Uno no se puede inventar algo como el MDT, señor Morgenthaler. Esto es real, créame.

Hubo una pausa bastante larga y luego dijo:

– ¿Qué?

– He dicho que uno no puede…

– No, el nombre. ¿Qué nombre ha dicho?

No debería haberlo mencionado.

– Bueno, eso es…

– MDT… Ha dicho MDT. -Se detectaba cierta urgencia en su voz-. ¿Qué es eso, una droga inteligente?

Vacilé antes de agregar nada. Sabía qué era, o al menos sabía algo al respecto. Y sin duda quería saber más.

– ¿Cuándo podemos vernos?

Esta vez no tardó en responder.

– Puedo tomar un vuelo a primera hora de la mañana. ¿Quedamos… a las diez?

– De acuerdo.

– En un lugar al aire libre. ¿ La Calle 59? ¿Delante de la Grand Army Plaza?

– Bien.

– Soy alto y…

– He visto su foto en Internet.

– Perfecto. Nos vemos mañana por la mañana, entonces.

Colgué el teléfono y regresé a la sala de conferencias. En ese momento, Atwood y Bloom ocupaban el estrado y estaban atendiendo preguntas. Todavía me era difícil concentrarme en lo que acontecía, porque aquel pequeño incidente de la planta 15 -alucinación, visión o lo que fuese- seguía vivo en mi mente y bloqueaba todo lo demás. No sabía qué había ocurrido aquella noche entre Donatella Álvarez y yo, pero sospechaba que, como una manifestación de culpabilidad e incertidumbre, era sólo la punta de un enorme iceberg.

Una vez concluido el turno de preguntas y respuestas, la multitud empezó a dispersarse, pero entonces el lugar se tornó más caótico que nunca. Periodistas de Business Week y Time merodeaban en busca de gente a la que sonsacar algún comentario, y los directivos se felicitaban entre risas. En un momento dado, Hank Atwood pasó junto a mí y me dio una palmadita en la espalda. Entonces se dio la vuelta y, con el brazo extendido, me señaló.

– El futuro, Eddie, el futuro.

Esbocé una media sonrisa y Atwood desapareció.

La gente de Van Loon & Associates propuso ir a cenar a algún sitio para celebrarlo, pero la idea se me antojaba insoportable. Con los avatares del día, había desarrollado los posibles desencadenantes de un ataque de ansiedad, y no quería cometer ninguna estupidez que precipitara uno.

Sin mediar palabra, abandoné la sala de conferencias. Crucé el atrio y el vestíbulo y salí del hotel. La noche era calurosa, y el aire denso a causa del rumor sordo de la ciudad. Fui a la Quinta Avenida y me detuve a los pies de la Torre Trump, contemplando las tres manzanas que faltaban para llegar a la Calle 59, la Grand Army Plaza y la esquina de Central Park. ¿Por qué me había citado Dave Morgenthaler en un lugar al aire libre?

Miré en dirección opuesta al reguero del tráfico y las líneas paralelas que describían los edificios, enfocando hacia un punto de fuga invisible.

Eché a andar en esa dirección. Pensé que Van Loon quizá intentaría contactar conmigo, de modo que apagué el teléfono móvil. Mantuve el rumbo por la Quinta Avenida, y al final llegué a la Calle 34. Cuando hube recorrido unas manzanas me hallaba en mi supuesto nuevo barrio. ¿Cuál era? ¿Chelsea? ¿El Distrito de la Moda? ¿Quién sabía a esas alturas?

Hice un alto en un sucio bar de la Décima Avenida. Me senté junto a la barra y pedí un Jack Daniel's. El local estaba prácticamente vacío. El camarero me sirvió la copa y volvió a ver la televisión. Estaba adosada a lo alto de una pared, justo encima de la puerta del lavabo de hombres, y emitían una telecomedia.

A los cinco minutos, durante los cuales se rió sólo una vez, el camarero cogió el control remoto y empezó a hacer zapping. Me pareció ver el logotipo de MCL-Parnassus y dije:

– Espere, déjeme ver esto.

Cambió de canal de nuevo y me miró, apuntando todavía con el control al televisor. Era un boletín informativo con imágenes de la rueda de prensa. -Déjelo un minuto -añadí.

– Primero era un segundo, y ahora un minuto -repuso con impaciencia.

– Sólo esta noticia, ¿de acuerdo? Gracias.

Dejó el control sobre la barra y levantó las manos.

Dan Bloom estaba sobre el estrado, y mientras la voz en off describía la envergadura e importancia de la fusión, la cámara se desviaba ligeramente hacia la derecha para abarcar a todos los directivos de Abraxas sentados a la mesa. Al fondo se veía claramente el logo de la empresa, pero no era eso lo único que se apreciaba. Había varias personas de pie, y una de ellas era yo. Cuando la cámara se desplazó de izquierda a derecha, yo lo hice en sentido inverso y desaparecí. Pero en esos escasos segundos se me veía claramente, como en una rueda de reconocimiento policial: mi rostro, mis ojos, mi corbata azul y mi traje gris marengo.

El camarero me miró. Se había percatado de algo. Luego volvió a mirar la pantalla, pero ya habían devuelto la conexión al estudio. Me miró de nuevo con una expresión estúpida. Alcé el vaso y me terminé el whisky de un trago.

– Ya puede cambiar de canal -dije. Luego dejé un billete de veinte sobre la barra, me levanté del taburete y me fui.

XXVI

A la mañana siguiente fui en taxi a la Calle 59, y de camino ensayé mi discurso para Dave Morgenthaler. A fin de despertar su interés y ganar tiempo, tendría que prometerle que le facilitaría un poco de MDT para probarlo. Entonces estaría en posición de citarme con algún empleado de Eiben-Chemcorp. También esperaba que, al hablar con Morgenthaler, podría hacerme una idea de quién era el contacto idóneo en Eiben-Chemcorp. Llegué a la Grand Army Plaza cuando faltaban diez minutos para la hora acordada y di un paseo, observando de vez en cuanto el hotel. Para mí, Van Loon y la fusión ya eran cosa del pasado, al menos de momento.

A las diez y cinco un taxi se detuvo junto al bordillo y se apeó un hombre alto y delgado de poco más de cincuenta años. Lo reconocí de inmediato por las fotos que había visto en varios artículos colgados en Internet. Me dirigí hacia él y, aunque me vio acercarme, buscó en derredor algún posible candidato. Entonces me miró de nuevo.

– ¿Spinola? -dijo.

Asentí, tendiéndole la mano.

– Gracias por venir.

– Espero que haya valido la pena.

Tenía el cabello negro como el azabache y llevaba unas gafas de sol de montura gruesa. Parecía cansado y daba la sensación de sentirse avergonzado. Iba enfundado en un traje oscuro cubierto con un impermeable. El cielo estaba encapotado y soplaba viento. Estaba a punto de proponer que fuéramos a una cafetería, o incluso al Oak Room, que estaba muy cerca de allí, pero Morgenthaler tenía otros planes.

– Venga, vámonos -exhortó y echó a andar hacia el parque. Yo dudé, pero le seguí.

– ¿Un paseo por el parque? -pregunté.

Morgenthaler asintió, pero no dijo nada ni me miró.

Caminando al trote, descendimos la escalinata que daba al parque, bordeamos el estanque, pasamos junto a la pista de patinaje Wollman y llegamos a Sheep Meadow. Morgenthaler eligió un banco y nos sentamos de cara a los edificios que rodean Central Park South. Estábamos a la intemperie y el viento resultaba incómodo, pero no era momento de protestar.

Morgenthaler se volvió hacia mí y dijo:

– Muy bien, ¿de qué se trata todo esto?

– Como le he dicho, del MDT.

– ¿Qué sabe del MDT y dónde ha oído hablar de él?

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