El Clifden era una torre de cuarenta y cinco plantas que se elevaba sobre un emblemático edificio de la Calle 56, frente a Madison Avenue. Era un hotel de lujo con más de ochocientas habitaciones, además de instalaciones para negocios y conferencias. El vestíbulo conducía a un salón rodeado de vidrio, y al fondo se hallaba la sala de recepción en la que ofreceríamos la rueda de prensa.
Mientras Van Loon atendía una llamada, escruté atentamente el vestíbulo, pero no reconocí nada. Aunque todo aquello me provocaba cierta intranquilidad, llegué a la conclusión de que nunca había estado allí.
Van Loon colgó el teléfono. Entramos en el atrio, y en el tiempo que nos llevó atravesarlo, Carl fue abordado en tres ocasiones por los periodistas. Les respondió con amabilidad, pero no les dijo nada que no hubiesen oído antes o leído en la nota de prensa. La sala de conferencias era un hervidero de actividad. Los equipos técnicos montaban las cámaras y probaban sonido al fondo. Un poco más atrás, el personal del hotel colocaba hileras de sillas plegables, y en la parte frontal había un podio con dos largas mesas a cada lado. Detrás se erguían dos atriles con los logos de MCL-Parnassus y Abraxas.
Me quedé un rato al fondo de la sala mientras Van Loon realizaba unas consultas a sus trabajadores habituales. Detrás de mí, oí a dos técnicos hablando mientras manipulaban cables.
– Te lo juro por Dios. La golpearon en la nuca.
– ¿Aquí?
– Con un objeto contundente. ¿No lees los periódicos? Era mexicana. Estaba casada con un pintor.
– Sí, ahora lo recuerdo. Mierda. ¿Fue aquí?
Me dirigí hacia la puerta para no oírlos. Después salí lentamente de la sala de conferencias y volví al atrio.
Una de las cosas que recordaba con bastante claridad de aquella noche, o al menos de sus últimos compases, era un pasillo vacío. Aún podía reproducirlo mentalmente: el techo bajo, la alfombra con motivos carmesí y azul marino, las paredes en tono magnolia, las puertas de roble a ambos lados…
No recordaba nada más.
Crucé el atrio y me adentré en el vestíbulo. En ese momento llegó más gente y reinaba un ambiente de expectativa en el lugar. Vi a un conocido al que quería evitar, de modo que fui hacia los ascensores, que se encontraban frente al mostrador de recepción. Pero entonces, como si me arrastrara una fuerza irresistible, seguí a dos mujeres que se metieron en el ascensor. Una de ellas pulsó un botón y se me quedó mirando, haciendo oscilar el dedo delante del panel.
– Quince -dije-. Gracias.
En el aire se mezclaban libremente mi ansiedad, el aroma a perfume caro y la intimidad siempre cargada, pero nunca reconocida, de un viaje en ascensor. En el trayecto se me revolvió el estómago y tuve que apoyarme para recobrar el equilibrio. Cuando la puerta se abrió en la planta 15, miré con incredulidad la pared magnolia. Esquivando a una de las dos mujeres, salí tambaleándome y vi la alfombra carmesí y azul marino.
– Buenas tardes.
Me di la vuelta, y cuando las puertas se cerraban y las dos mujeres desaparecían de mi campo de visión, farfullé algo a modo de respuesta.
Solo en aquel pasadizo vacío, experimenté algo cercano al terror. Había estado allí. Era exactamente como lo recordaba. Aquel pasillo amplio de techos bajos… colores vivos, lujoso, profundo como un túnel. Pero eso era todo. Di unos pasos y me detuve. Contemplé una de las puertas y traté de imaginar cómo sería la habitación, pero no ocurrió nada. Seguí andando, dejando a un lado una puerta tras otra hasta que al final del pasillo divisé una que estaba entreabierta.
Allí erguido, con fuertes palpitaciones, observé lo que alcanzaba a ver de la habitación: el extremo de una cama doble, unas cortinas y una silla, todo en tonos crema.
Abrí suavemente la puerta con el pie y di un paso atrás. Ya en el umbral tuve una perspectiva más amplia de aquella habitación genérica de hotel, Pero, de repente, vi a una mujer alta de cabello oscuro con un vestido largo de color negro. Se agarraba la cabeza y le corría un reguero de sangre por la mejilla. Me dio un vuelco el corazón y retrocedí hasta tocar la pared. Me incorporé y volví hacia los ascensores tambaleándome.
Momentos después, oí un ruido detrás de mí y me di la vuelta. De la habitación que acababa de abandonar salieron un hombre y una mujer. Cerraron la puerta y echaron a andar hacia mí. La mujer era alta, tenía el pelo oscuro y llevaba un abrigo con cinturón. Ambos debían de rondar los cincuenta años. Iban charlando, y me ignoraron por completo al pasar. Los vi recorrer el pasillo y desaparecer en un ascensor.
Transcurrieron un par de minutos sin que pudiera hacer nada. Todavía notaba el corazón fuera de su sitio, como si estuviese a punto de detenerse. Me temblaban las manos. Apoyado en la pared, miré la alfombra. Sus colores parecían latir y los dibujos cobrar vida.
A la postre me incorporé y fui hacia los ascensores, pero seguía temblándome la mano cuando pulsé el botón de bajada.
Cuando entré en la sala de conferencias había llegado mucha gente y la atmósfera era frenética. Fui hacia la parte delantera, donde se había reunido el personal de MCL, que charlaba animadamente.
De repente, oí a Van Loon acercándose desde atrás.
– Eddie, ¿dónde estabas?
Me di la vuelta. Su expresión era de sorpresa.
– Dios mío, Eddie, ¿qué ha pasado? Parece…, parece que hayas visto…
– ¿Un fantasma?
– Pues sí.
– Esto me estresa un poco, Carl, eso es todo. Necesito un poco de tiempo.
– Eddie, tómatelo con calma. Si alguien se ha ganado un descanso, ese eres tú. -Cerró el puño y lo levantó en un gesto de solidaridad-. De momento ya hemos cumplido nuestra labor, ¿verdad?
Asentí.
Entonces, un asistente se llevó a Van Loon para que hablara con alguien que se encontraba al otro lado del estrado.
Durante dos horas floté en una especie de neblina semiconsciente. Me moví y hablé con algunos asistentes, pero no recuerdo ninguna conversación en concreto. Todo parecía coreografiado y automático.
Cuando dio comienzo la rueda de prensa, me encontraba al frente de la sala, detrás de la gente de Abraxas, que estaba sentada a la mesa situada a la derecha del estrado. En la parte posterior, sobre un mar de trescientas cabezas, se agolpaba una multitud de periodistas, fotógrafos y cámaras. El acto se retransmitía en directo por varios canales, además de una conexión por Internet y vía satélite. Cuando Hank Atwood subió al estrado, se escuchó una ráfaga de cámaras fotográficas, que continuó ininterrumpidamente hasta que terminó la rueda de prensa, y de manera intermitente durante el turno de preguntas y respuestas posterior. No escuché con atención ninguno de los discursos, algunos de los cuales había coescrito, pero reconocí alguna que otra frase y expresión, si bien la incesante reiteración de términos como «futuro», «transformar» y «oportunidad» sólo acrecentaban la sensación de irrealidad que me causaba cuanto sucedía a mi alrededor.
Justo cuando Dan Bloom terminaba en el estrado, sonó mi teléfono móvil. Lo saqué rápidamente del bolsillo de la americana y respondí.
– Hola. ¿Es usted… Eddie Spinola?
Apenas oía nada.
– Sí.
– Soy Dave Morgenthaler, de Boston. He recibido su mensaje de esta mañana.
Me tapé la otra oreja.
– Espere un segundo.
Me moví a la izquierda por el lateral de la sala y franqueé una puerta que conducía a una zona tranquila del atrio.
– ¿Señor Morgenthaler?
– Sí.
– ¿Cuándo podemos vernos?
– Pero ¿quién es? Estoy ocupado. ¿Por qué iba a perder el tiempo reuniéndome con usted?
Le expuse la historia tan brevemente como pude; un fármaco potente, no contrastado y potencialmente letal de los laboratorios a los que se iba a enfrentar en un tribunal. No ofrecí demasiados detalles ni describí los efectos del medicamento.
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