Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Se me revolvió el estómago.

– Así que, básicamente, usted dice que fue la Triburbazina y ellos dicen que fue ella.

– Sí, ese sería el resumen. Determinismo químico contra albedrío moral.

Era sólo mediodía, pero el cielo estaba tan encapotado que la luz resultaba extraña, casi biliosa.

– ¿Cree que eso es posible? -dije-. ¿Que una droga pueda borrar quienes somos e incitarnos a hacer cosas que normalmente no haríamos?

– Lo que yo crea no importa. Lo importante es lo que crea el jurado. A menos que Eiben-Chemcorp llegue a un acuerdo, en cuyo caso da igual lo que opine nadie. Pero le diré una cosa: no me gustaría formar parte de ese jurado.

– ¿Por qué no?

– Bueno, te llaman para ejercer de jurado y piensas: «De acuerdo, unos días de descanso en mi trabajo de mierda»…, ¿y acabas tomando una decisión de esta magnitud? Olvídalo.

Después continuamos en silencio. Cuando regresamos a la Grand Army Plaza reiteré que lo llamaría pronto.

– Un día o dos, ¿no? -respondió-. Hágalo, por favor, porque esto podría cambiarlo todo. No quiero presionarle, pero…

– Lo sé -dije con firmeza-. Lo sé.

– Bien. Llámeme.

Morgenthaler buscó un taxi.

– Una última pregunta -dije.

– Sí.

– ¿Por qué me ha citado al aire libre, en un banco?

Me miró y esbozó una sonrisa.

– ¿Tiene la menor idea de la estructura de poder a la que me enfrento con Eiben-Chemcorp y de cuánto dinero se juegan?

Me encogí de hombros.

– Es mucho en ambos aspectos. -Extendió el brazo y detuvo un taxi-. Esta gente me observa constantemente. Vigilan todo lo que hago, los teléfonos, el correo electrónico y los itinerarios de viaje. ¿Cree que no nos están vigilando ahora mismo?

El taxi se detuvo junto a la acera. Cuando se montaba en él, Morgenthaler se volvió hacia mí y sentenció:

– Señor Spinola, puede que no disponga de tanto tiempo como usted cree.

Vi el taxi desaparecer entre el tráfico de la Quinta Avenida. Luego tomé esa misma dirección, caminando a paso lento, sintiendo náuseas, sobre todo porque creía que mi plan era inviable. Morgenthaler quizá fuese un tanto paranoico, pero estaba claro que amenazar a una enorme compañía farmacéutica no era buena idea. ¿Con quién pensaba hablar de todos modos? ¿Con el hermano del secretario de Defensa? Aparte de la complejidad de la situación, supuse que una empresa como Eiben-Chemcorp no iba a tolerar un chantaje, sobre todo con los recursos que tenía a su disposición. A su vez, eso me hizo pensar en la muerte de Vernon, y recordé que Todd Ellis había dejado United Labtech y había sido atropellado de manera muy oportuna. ¿Qué había ocurrido? ¿Habían descubierto el pequeño negocio de Vernon y Todd? Al fin y al cabo, tal vez Morgenthaler no fuese un paranoico, pero si así eran las cosas realmente, tendría que idear un plan menos audaz.

Llegué a la Calle 57, y al cruzar miré a mi alrededor. Recordé que uno de mis primeros desvanecimientos se había producido allí, tras aquella primera noche en la biblioteca de Van Loon. Fue un par de manzanas más allá, en Park Avenue. Me había mareado y tropecé, y de repente me encontré inexplicablemente en la Calle 56. Pensé también en el gran desvanecimiento que sufrí la noche siguiente, cuando propiné un puñetazo a aquel tipo en el Congo de Tribeca, después aquella chica en el cuarto de baño, luego Donatella Álvarez y por fin la planta 15 del Clifden.

Aquella noche había sucedido algo terrible, y el mero hecho de pensar en ello me provocaba punzadas en lo más hondo del estómago. Entonces me di cuenta de que toda la secuencia -MDT, mejora cognitiva, desvanecimientos, pérdida del control de los impulsos, conducta agresiva, Dexeron para contrarrestar los desvanecimientos, más MDT, más mejora cognitiva- era un juego de química cerebral. Quizá la visión reduccionista del comportamiento humano que Morgenthaler iba a exponer al jurado era correcta. Quizá todo era una cuestión de interacción molecular. Quizá fuésemos sólo máquinas.

Si eso era así, si la mente era tan sólo un software químico que gestionaba el cerebro, y productos farmacéuticos como la Triburbazina y el MDT una mera reprogramación, ¿qué me impedía averiguar cómo funcionaba? Si utilizaba el suministro de MDT-48 que me quedaba, durante las siguientes semanas podía invertir mis energías en la mecánica del cerebro humano. Podía estudiar neurociencia, química, farmacología e incluso neuropsicofarmacología.

¿Qué me impediría entonces fabricar MDT? En los días del LSD hubo montones de químicos clandestinos que suplieron la necesidad de cultivar suministros en las comunidades médicas o farmacéuticas creando laboratorios propios en cuartos de baño y sótanos de todo el país. Yo no era químico, desde luego, pero antes de consumir MDT tampoco era broker. Entusiasmado con la idea de ponerme manos a la obra, apreté el paso. Había un Barnes & Noble en la Calle 48. Compraría unos libros de texto y volvería en taxi directo al Celestial.

Al pasar frente a un quiosco vi un titular que hacía referencia a la fusión de MCL y Abraxas y recordé que mi teléfono seguía apagado. Lo saqué y comprobé si había mensajes. Tenía dos de Van Loon. En el primero parecía confuso, en el segundo un poco irritado. Tendría que hablar pronto con él y salir al paso con alguna excusa para ausentarme las próximas semanas. No podía hacerle caso omiso. Al fin y al cabo, le debía casi diez millones de dólares.

Pasé una hora en Barnes & Noble hojeando libros de texto universitarios, tomos enormes en letra pequeña, con gráficas, diagramas y montones de terminología latina y griega en cursiva. Al final elegí ocho libros, con títulos como Bioquímica y conducta, vol. I., Principios de neurología y La corteza cerebral. Pagué con tarjeta y salí de la tienda con dos bolsas extremadamente pesadas. Encontré un taxi en la Quinta Avenida, justo cuando empezaba a llover. Al llegar al Celestial diluviaba, y en los diez segundos que tardé en cruzar la plaza y llegar a la entrada principal del edificio quedé empapado. Pero no me importaba. No veía el momento de empezar a leer aquellos libros.

Una vez dentro, Richie, el recepcionista, me llamó.

– Señor Spinola… He dejado entrar a unos hombres.

– ¿Qué?

– Que los he dejado entrar. Se han ido hace veinte minutos.

Fui hacia el mostrador.

– ¿De qué estás hablando?

– Esos hombres que dijo que tenían que entregarle una cosa. Han estado aquí. Dejé las bolsas en el suelo.

– Yo no he dicho nada de que tuvieran que entregarme… una cosa. ¿De qué estás hablando?

El recepcionista tragó saliva y empezó a ponerse nervioso.

– Señor Spinola, usted… Usted me llamó hace una hora y me dijo que unos hombres venían a entregarle algo y que debía darles una llave…

– ¿Que yo te llamé?

– Sí.

El sudor empezó a deslizárseme por la nuca y el cuello de la camisa.

– Sí- repitió, intentando reafirmarse-. No se oía bien. Lo dijo usted mismo, era su móvil…

Recogí las bolsas y me dirigí a toda prisa hacia los ascensores.

– ¿Señor Spinola?

Le hice caso omiso.

– ¿Señor Spinola? ¿Hay algún problema?

Me metí en un ascensor, pulsé el botón y, mientras subía a la planta 68, el corazón me latía con tal fuerza que tuve que respirar hondo y dar un par de puñetazos a los paneles laterales para tranquilizarme. Me pasé una mano por el pelo y meneé la cabeza. Caían gotas de sudor por todas partes. Cuando llegué a mi destino, cogí las dos bolsas y salí del ascensor antes de que las puertas se abrieran del todo. Corrí por el pasillo hacia el piso, dejé las bolsas en el suelo y busqué la llave en el bolsillo de la americana. Cuando la encontré, me costó meterla en la cerradura. Al final conseguí abrir la puerta, pero nada más entrar en casa supe que todo estaba perdido.

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