Como si lo intuyeran, Hank Atwood y Dan Bloom me preguntaron, por separado y con discreción, si me interesaba (en un futuro, por supuesto) un cargo en su mastodóntica empresa de comunicación. Mi respuesta a sus acercamientos fue circunspecta, afirmando que la lealtad a Van Loon era mi máxima prioridad, pero, como es natural, me sentí halagado. En cualquier caso, no sabía cuál era ese plan, excepto que tendría que ser distinto de lo que había hecho hasta ese momento. Quizá podía dirigir un estudio de cine o trazar una nueva estrategia internacional para la empresa.
O quizá podía diversificarme del todo. Meterme en política. Presentarme a las elecciones al Senado.
Entramos en una sala contigua y nos sentamos a una larga mesa, y al tiempo que elaboraba mentalmente la idea de mi carrera política, entablé con Dan Bloom una conversación sobre whisky escocés. Aquel estado onírico y ausente persistió durante la cena (tagliatelle con liebre y guisantes, seguidos de carne de venado con castañas), y debía de parecer bastante ausente. En una o dos ocasiones vi a Van Loon observarme con semblante confuso y preocupado.
Cuando estábamos con el primer plato, y después de bebernos dos botellas de Cháteau Calon-Ségur de 1947, la conversación derivó hacia los negocios. No nos llevó mucho tiempo, porque una vez que salió el tema, quedó claro que los detalles y la fiebre de cálculos de las últimas semanas eran pura estética y que lo que verdaderamente contaba era un acuerdo de principios. Van Loon & Associates lo había propiciado, y ahí radicaba la verdadera mediación, en orquestar los acontecimientos, precipitarlos. Pero ahora que todo funcionaba con el piloto automático, era como contemplar la escena desde lo alto o a través de un cristal tintado.
Cuando retiraron los platos, se impuso una calma tensa en la sala. La conversación había realizado las maniobras pertinentes, y al parecer había llegado el momento. Me aclaré la garganta y, como si ello les hubiera dado pie, Hank Atwood y Dan Bloom se estrecharon la mano.
Hubo aplausos y puños al aire, y al momento aparecieron sobre la mesa una botella de Veuve Clicquot y seis copas. Van Loon se levantó y descorchó la botella con gran ceremonia. Hubo varios brindis, y al final me dedicaron uno a mí. Eligiendo cuidadosamente sus palabras, Dan Bloom alzó su copa y me agradeció mi generosa dedicación. Van Loon esperaba que él y yo, que habíamos mediado en la fusión más importante de la historia de Estados Unidos, no consideráramos que aquella experiencia limitaba en modo alguno nuestros horizontes.
Su observación fue recibida con sonoras carcajadas. También sirvió para distender el ambiente y llevarnos a la siguiente fase de la velada: el postre (turrón de almendras glaseado), los puros y una hora o dos de cordialidad sin límites. Participé en todo momento en la conversación, que era variada y un tanto confusa, pero bajo la superficie, como un zumbido, mi fantasía de representar a Nueva York en el Senado de Estados Unidos había cobrado vida propia, hasta el punto de que juzgaba inevitable aspirar a la candidatura demócrata a la presidencia en un futuro.
Era una fantasía, ni que decir tiene, pero cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea de entrar en política, porque lo que en apariencia se me daba bien era poner a la gente de mi lado, infundirle energía y conseguir que hiciera cosas para mí. Al fin y al cabo, tenía a aquellos multimillonarios con camisa Polo compitiendo entre sí por llamar mi atención. ¿Cuánto me costaría concitar también el interés de la ciudadanía estadounidense? ¿Cuánto me costaría atraer al porcentaje de votantes necesario para salir elegido? Si seguía un plan cuidadosamente elaborado, podía entrar a formar parte de subcomités y comités electorales en un plazo de cinco años. Y después, ¿quién sabía?
En todo caso, un plan quinquenal era justo lo que necesitaba para quemar la increíble energía y ambición que el MDT engendraban con tanta facilidad.
Sin embargo, era muy consciente de que no dispondría de un suministro continuo de MDT. El que tenía era alarmantemente finito, pero estaba convencido de que, de un modo u otro, y más pronto que tarde, solventaría el problema. Kenny Sánchez daría con Todd Ellis. Él contaría con un suministro constante. Me las arreglaría para tener acceso permanente a dicho suministro. De algún modo, todo encajaría.
Hacia las once de la noche se disolvió la reunión. Con anterioridad se había decidido que al día siguiente se convocaría una rueda de prensa para anunciar la fusión. La noticia se filtraría estratégicamente por la mañana, y la rueda de prensa tendría lugar a última hora de la tarde. La cobertura mediática sería intensa, pero a la vez, todo el mundo la esperaba con ansia.
Hank Atwood y yo seguíamos sentados a la mesa, volteando con aire contemplativo el coñac que había en nuestros respectivos vasos. Los demás estaban charlando de pie, y el ambiente estaba cargado de humo.
– ¿Estás bien, Eddie?
Me volví hacia él.
– Sí. ¿Por?
– Por nada. Te veo…, no sé…, apagado.
Sonreí.
– Pensaba en el futuro.
– Bueno… -Extendió el brazo y rozó suavemente su copa contra la mía-. Brindo por eso…
Justo entonces, alguien llamó a la puerta, y Van Loon, que estaba cerca, la abrió.
– …a medio y largo plazo…
Van Loon seguía junto a la puerta, y con un gesto invitaba a alguien a entrar, pero quienquiera que fuese aquella persona, no quería hacerlo.
Entonces oí su voz.
– No, papá, no me parece…
– Es sólo un poco de humo, por el amor de Dios. Entra a saludar.
Miré hacia la puerta con la esperanza de que entrara.
– Sea lo que sea -decía Atwood-, es la tierra prometida.
Bebí un trago de coñac.
– ¿El qué?
– El futuro, Eddie, el futuro.
Volví la cabeza. Ginny estaba franqueando tímidamente el umbral. Una vez dentro, besó a su padre en la mejilla. Llevaba una camiseta de tirantes y pantalones de pana, y en la mano izquierda un bolso de terciopelo. Cuando se apartó de su padre me dedicó una sonrisa, levantando la mano derecha y aleteando los dedos, un saludo que me pareció destinado también a Hank Atwood. Ginny se adentró un poco más en la sala. Fue entonces cuando vi que Van Loon tendía la mano para saludar a otra persona. Al cabo de unos segundos, apareció un joven de unos veinticinco o veintiséis años después de dar un vigoroso apretón de manos al anfitrión.
Ginny estrechó la mano educadamente a Dan Bloom y los otros dos hombres y se dio la vuelta. Se plantó junto a la mesa y apoyó la mano en el respaldo de una silla situada justo frente a mí.
Ahora, el joven y Van Loon estaban hablando y riendo, y aunque me costaba no mirar a Ginny, no les quitaba el ojo de encima. El joven llevaba una sudadera con capucha, una camiseta negra y vaqueros. Tenía el pelo oscuro y una pequeña perilla. No estaba seguro, pero creía conocerlo. En cualquier caso, había algo en él, algo en su aura, que reconocí. Él y Van Loon parecían conocerse bastante bien.
Miré de nuevo a Ginny. Retiró la silla y se sentó. Dejó el bolso encima de la mesa y juntó las manos, como si estuviese a punto de realizar una entrevista.
– Y bien, caballeros, ¿de qué estamos hablando?
– Del futuro -dijo Atwood.
– ¿Del futuro? Ya saben lo que decía Einstein al respecto.
– No. ¿Qué?
– Decía que no pensáramos nunca en el futuro, que llega muy pronto. -Me miró fijamente y añadió-: Suelo estar de acuerdo con él.
– Hank.
De súbito, Van Loon pidió a Atwood que fuese.
– Discúlpame, Cariño -dijo, y torció el gesto al levantarse. Bordeó la mesa y entonces caí en la cuenta de quién era aquel joven: Ray Tyner. Como suele ocurrir con las estrellas de cine, era un poco distinto en la vida real. Había leído algo sobre él en el periódico del día anterior. Acababa de regresar de un rodaje en Venecia.
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