En el taxi, de camino a la cafetería, pasamos por delante de Actium, el restaurante de Columbus Avenue en el que estuve con Donatella Álvarez. Lo vi fugazmente. Estaba cerrado y, de una manera extraña, resultaba monótono e irreal, como un decorado abandonado. Reproduje mentalmente lo que podía recordar de la cena y la recepción en el estudio de Rodolfo Álvarez, pero aquellas figuras pintadas, atractivas y protuberantes eran lo único que podía ver. Me distraje leyendo la carta de derechos del pasajero colgada en la parte posterior del asiento.
Cuando llegué a la cafetería, Kenny Sánchez estaba sentado a una mesa, comiendo un plato de jamón con huevos. Junto a la taza de café descansaba un gran sobre marrón. Me senté delante de él y asentí a modo de saludo.
Se limpió la boca con la servilleta y dijo:
– Eddie, ¿qué tal? ¿Te apetece comer algo?
– No, tomaré un café.
Llamó a una camarera que pasaba por allí y pidió.
– Tengo algo para ti -dijo, y dio unos golpecitos al sobre con los dedos.
El corazón se me aceleró un poco.
– Fantástico. ¿De qué se trata?
Dio un trago al café.
– Ya llegaremos a eso, Eddie. Pero primero tienes que ser sincero conmigo. El tema de la droga de diseño, ¿hasta qué punto es real? ¿Cómo te has enterado?
Obviamente, Kenny, después de nuestra primera cita, había reflexionado y llegado a la conclusión de que intentaba jugársela, arrancarle información sin darle nada relevante a cambio.
– Es totalmente real -dije. En ese momento llegó la camarera con el café, lo cual me dio margen para pensar. Pero no había nada que pensar. Necesitaba la información.
Cuando la camarera se hubo marchado dije:
– ¿Conoces todos esos fármacos que mejoran el rendimiento? Los periódicos hablan de ellos, y están empañando el mundo del deporte. La natación, el atletismo, la halterofilia… Pues bien, ésta es una de esas drogas, pero es para el cerebro, una especie de esteroide para el intelecto.
Sánchez me miró sin saber cómo reaccionar, esperando más.
– Alguien a quien conocí se las proporcionaba a Tauber. -Señalé el sobre-. Si esos son los archivos telefónicos de Tauber, lo más probable es que su nombre figure en ellos también. Vernon Gant.
El investigador dudó, pero entonces cogió el sobre, lo abrió y sacó un montón de papeles. Vi que se trataba de números telefónicos impresos, acompañados de nombres, horas y fechas, y Sánchez buscó algo en concreto.
– Aquí está -dijo al cabo de un momento, mientras me mostraba una página-. Vernon Gant.
– ¿Aparece también un tal Todd?
– Sí. Sólo tres o cuatro llamadas. Se realizaron en un espacio de dos días.
– Y después de eso tampoco hay más llamadas de Vernon Gant.
Kenny Sánchez repasó las páginas una por una, comprobando lo que acababa de decir. Al final asintió y dijo:
– Sí, tienes razón. -Guardó de nuevo los papeles en el sobre-. ¿Y qué significa eso? ¿Desapareció?
– Vernon Gant está muerto.
– Oh.
– Era mi cuñado.
– Lo siento.
– No lo sientas. Era un cretino.
Ambos guardamos silencio, y decidí correr un riesgo calculado. Cogí los documentos, y cuando los tenía agarrados con firmeza, arqueé las cejas con aire interrogativo.
Kenny Sánchez asintió.
Estudié las páginas unos instantes, escrutándolas al azar. Entonces llegué a las llamadas de Todd. Su apellido era Ellis.
– Eso es un teléfono de Nueva Jersey, ¿verdad?
– Sí, lo he comprobado. Las llamadas iban dirigidas a un lugar llamado United Labtech, que está cerca de Trenton.
– ¿United Labtech?
– Sí. ¿Quieres ir?
Kenny tenía el coche aparcado en la misma calle, así que en unos minutos nos dirigíamos a la autovía Henry Hudson. Tomamos el túnel Lincoln hacia Nueva Jersey y nos metimos en la autopista. Kenny Sánchez me había pedido que aguantara el sobre al montarnos en el coche, y cuando llevábamos unos minutos de trayecto saqué las páginas y empecé a estudiarlas. Era obvio que Sánchez se sentía un poco incómodo, pero no dijo nada. Me las arreglé para distraerlo hablando y preguntándole acerca de casos en los que había trabajado, anomalías legales, su familia o lo que se me ocurriera. De repente, empecé a interrogarlo sobre la lista. ¿Quién era aquella gente? ¿Había rastreado todas las llamadas? ¿Cómo funcionaba?
– La mayoría de los números están relacionados con la vertiente empresarial de Dekedelia: editores, distribuidores y abogados -respondió-. Podemos dar cuenta de ellos, y por ese motivo los hemos eliminado. Pero también hemos aislado una lista de otros veinticinco nombres que no hemos comprobado.
– ¿Para quién trabajan? ¿De dónde salen?
– Viven todos en ciudades importantes del país. Ocupan cargos de dirección en una amplia gama de empresas, pero ninguno parece tener contactos con Dekedelia.
– Como…, eh… -dije, centrándome en uno de los pocos números de fuera del estado que pude encontrar-, una tal… ¿Libby Driscoll? ¿De Filadelfia?
– Sí.
– Hummm.
Miré por la ventana, y mientras pasaban por delante de mis ojos gasolineras, fábricas, Pizza Huts y Burger Kings, me preguntaba quiénes podían ser aquellas personas. Sopesé varias teorías, pero pronto me distrajo el hecho de que Kenny Sánchez parecía mirar por el retrovisor cada dos segundos. Sin motivo aparente, cambió de carril hasta tres veces.
– ¿Pasa algo? -pregunté.
– Creo que nos están siguiendo -repuso mientras cambiaba de carril otra vez y pisaba el acelerador.
– ¿Seguirnos? -dije-. ¿Quién?
– No lo sé. Y quizá no sea así. Tan sólo estoy siendo cauteloso.
Volví la cabeza. El tráfico que llevábamos detrás discurría por tres carriles, y la autopista serpenteaba por un ondulante paisaje industrial. No comprendía cómo podía haberse fijado en un coche en particular. No dije nada.
Al cabo de unos minutos tomamos la salida de Trenton, y después de lo que me pareció una eternidad, llegamos por fin a un extenso edificio anónimo de una sola planta que parecía un almacén. Enfrente había una gran zona de aparcamiento con la mitad de las plazas llenas. El único rótulo identificativo de aquel lugar era un pequeño cartel situado a la entrada del aparcamiento que decía «United Labtech», y debajo un logotipo con una especie de hélice sobre una rejilla azul curvada. Entramos en el aparcamiento y detuvimos el coche.
De súbito fui consciente de lo poco que faltaba para conocer al socio de Vernon Gant y sentí una oleada de adrenalina.
Cuando me disponía a abrir la puerta, Sánchez me lo impidió agarrándome del brazo.
– Quieto ahí. ¿Adónde vas?
– ¿Qué?
– No puedes entrar así como así. Necesitas algún pretexto. -Extendió el brazo por delante de mí y abrió la guantera-. Déjamelo a mí. -Sacó un taco de tarjetas de visita y cogió una-. Los seguros siempre funcionan en estos casos.
Indeciso, me mordí el labio inferior un momento.
– Voy a asegurarme de que está ahí dentro -dijo Sánchez-. Es el primer paso.
Vacilé.
– De acuerdo.
Vi a Sánchez bajarse del coche, dirigirse a la entrada del edificio y desaparecer en su interior.
Tenía razón, por supuesto. Debía acercarme a Todd Ellis con suma cautela, porque si decía algo inadecuado nada más conocerlo, sobre todo si él trabajaba allí, podía asustarlo o desenmascararlo.
Mientras esperaba en el coche sonó mi móvil.
– ¿Sí?
– Eddie, soy Carl.
– ¿Qué tal?
– Creo que ya lo tenemos. Encaje de visiones. Hank y Dan. Los he invitado a cenar en mi casa esta noche, y parece que por fin llegaremos a un acuerdo.
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