Se me aceleró el pulso.
Dio un beso a su padre en la mejilla. Luego Hank Atwood levantó los brazos.
– Ginny.
La joven fue hacia él y se fundieron en un abrazo.
– ¿Te lo has pasado bien?
Ginny asintió, con una amplia sonrisa.
– Genial.
¿Dónde había estado?
– ¿Probaste esa osteria de la que te hablé?
Italia.
– Sí, es fantástica. Me encantó esa cosa. ¿Cómo se llama? ¿Baccalá? Nordeste.
Siguieron charlando un minuto, y Ginny puso todos sus sentidos en Atwood. Mientras esperaba que terminara su conversación y me viera, la observé atentamente, y me di cuenta de algo que no había advertido antes.
Estaba enamorado de ella.
– …y me encanta que bauticen las calles con una fecha.
Llevaba una minifalda gris, una chaqueta azul grisáceo, una camiseta a juego y zapatos negros de piel, prendas que tal vez se había comprado en Milán a su regreso de Vicenza o Venecia, o de dondequiera que hubiese estado. Ahora no llevaba el pelo puntiagudo, sino liso. El flequillo le tapaba un poco los ojos y no dejaba de echárselo hacia atrás.
– … Calle Veinte de Septiembre, calle Cuatro de Noviembre, no se te olvida.
Entonces pareció sorprenderse al verme.
– Supongo que para ellos la historia es muy importante -intervino Van Loon.
– Ah, ¿y qué somos nosotros? -respondió Ginny, volviéndose de pronto hacia su padre-. ¿Una de esas alegres naciones que no tienen historia?
– Yo no he dicho…
– Sólo hacemos cosas y esperamos que nadie se dé cuenta.
– A lo que…
– O nos lo inventamos para que se ajuste a lo que la gente sí ha visto.
– ¿Y eso mismo no sucede en Europa? -terció Hank Atwood-. ¿Es lo que pretendes decirnos?
– No, pero… Bueno, no lo sé. Por ejemplo, mira lo que está pasando con México ahora mismo. Allí la gente no puede creerse que estemos hablando de una invasión.
– Mira, Ginny -dijo Van Loon-, es una situación complicada. Estamos hablando de un narcoestado…
Continuó exponiendo lo que había aparecido recientemente en una docena de editoriales y artículos de opinión: un vasto y enardecido mural de inestabilidad, desorden y catástrofe inminente.
Jim Heche, que había estado escuchando con atención, dijo:
– No sólo nos conviene a nosotros, Ginny. También a ellos.
– Oh, ¿invadir el país para salvarlo? -dijo Ginny con exasperación-. No me puedo creer lo que estoy oyendo.
– A veces es…
– ¿Y qué hay de la resolución aprobada en 1970 por la ONU? -espetó-. Según esto, ningún estado tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, por ninguna razón, en los asuntos internos de otro.
Ahora se hallaba en el centro de la sala, dispuesta a repeler los ataques que le llegaran desde cualquier flanco.
– Ginny, escúchame -dijo Van Loon con paciencia-. El comercio con Centroamérica y Sudamérica siempre ha sido crucial para…
– Dios mío, papá, esa es una visión sesgada de las cosas.
Cuando se vio arrinconado, Van Loon alzó las manos.
– ¿Quieres saber qué opino? -continuó.
Van Loon vaciló, pero Hank Atwood y Jim Heche mostraron interés y esperaban que Ginny continuara con su exposición. Yo había retrocedido hasta el panel de roble y observaba la escena con sentimientos encontrados: diversión, deseo y confusión.
– Aquí no hay un plan maestro -dijo-, ni estrategia económica, ni conspiración. No se lo han planteado de ese modo. De hecho, es sólo otra manifestación irracional de… no exuberancia exactamente, sino…
– ¿Qué significa eso? -repuso Van Loon, que empezaba a impacientarse.
– Creo que Caleb Hale llevaba un par de copas de más aquella noche, o quizá mezcló alcohol con Triburbazina o lo que sea y ha perdido el norte. Ahora intentan restar importancia a sus palabras, tapar sus huellas y fingir que esto es una política real. Pero lo que están haciendo es absolutamente irracional…
– Eso es ridículo, Ginny.
– Hace un momento estábamos hablando de historia. Creo que así es como funciona casi siempre la historia, papá. La gente que ostenta el poder se la inventa sobre la marcha. Es chapucero, accidental y humano…
El motivo por el que me sentí tan confuso durante esos instantes, mientras contemplaba a Ginny, era que, pese a todo, pese a lo distintas que eran, podría haber estado contemplando a Melissa.
– Ginny empezará a ir a la universidad en otoño -explicó Van Loon a los demás-. Estudios internacionales. ¿O era estudios irracionales? Así que no le hagan ni caso, está calentando motores.
Realizando un rápido paso de baile con sus zapatos nuevos, Ginny espetó:
– Que le den, señor Van Loon.
Entonces se dio la vuelta y acudió a mi lado. Hank Atwood y Jim Heche se encontraron de nuevo y uno de ellos se puso a hablar con Van Loon, que estaba sentado de nuevo a su mesa.
Ginny hizo un gesto desdeñoso, y cuando estuvo delante de mí, me dio un suave golpecito en la barriga.
– Mírate.
– ¿Qué?
– ¿Adónde han ido esos kilos?
– Ya te dije que fluctúa.
– ¿Eres bulímico…?
– No, ya te dije…
Hice una pausa.
– ¿… o esquizofrénico, tal vez?
– ¿De qué va esto? -dije, riéndome-. Porque no irás a la Facultad de Medicina, ¿no? Me encuentro bien. Me pillaste en un mal día.
– ¿Un mal día?
– Sí.
– Hummm.
– Lo era.
– ¿Y hoy?
– Hoy es un buen día.
Sentí el impulso de añadir un comentario ñoño del tipo «y todavía es mejor ahora que estás aquí», pero mantuve la boca cerrada.
Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos el uno al otro, sin decir nada.
Entonces alguien me llamó desde el otro extremo de la sala.
– ¿Sí? -Era Van Loon-. ¿De qué estábamos hablando antes? De cable de cobre y… ¿AD qué?
Me incliné ligeramente a la izquierda para poder ver a Van Loon.
– ADSL -respondí-. Línea Digital Asimétrica de Abonado.
– ¿Y…?
– Permite transmitir una única señal de video comprimido de alta velocidad a una velocidad de 1,5 megabytes por segundo, además de una conversación telefónica normal.
– Bien.
Van Loon se volvió hacia Hank Atwood y Jim Heche y siguió hablando.
Ginny me miró y arqueó las cejas.
– Perdona.
– Salgamos de aquí y vayamos a tomar una copa a algún sitio -dije apresuradamente-. Vamos, di que sí.
Aquella brizna de incertidumbre volvió al rostro de Ginny. Antes de que pudiera responder, Van Loon dio una palmada y dijo:
– De acuerdo, Eddie. Vámonos.
Ginny se dio la vuelta y preguntó a su padre:
– ¿Adónde van?
Me apoyé de nuevo en la pared de roble.
– Al Orpheus Room. Tenemos que seguir hablando de negocios, si te parece bien.
– Vamos de paseo.
– ¿Qué vas a hacer tú?
La joven consultó su reloj. Entretanto, yo observaba su espalda y el suave azul de su chaqueta de cachemir.
– Tengo cosas que hacer más tarde, pero ahora me marcho a casa.
– De acuerdo.
Ginny se dirigió a la puerta, me despidió con un gesto, sonrió y se fue.
Cuando nos dirigíamos al Orpheus Room unos minutos después, tuve que reprimir mi gran decepción y concentrarme otra vez en el negocio que teníamos entre manos.
Mi oferta por el piso del Edificio Celestial fue aceptada al día siguiente, y veinticuatro horas más tarde estaba firmando toda la documentación. La carta de Van Loon había silenciado cualquier pregunta sobre mis impuestos, y merced a la discreción con la que se llevó el aspecto económico, debo decir que fue todo muy sencillo. No lo fue tanto decidir la decoración. Llamé a un par de interioristas, visité algunas tiendas de muebles y leí varias revistas, pero estaba indeciso y me sumí en un ofuscado ciclo de planes y contraplanes, distribuciones y contradistribuciones de color. ¿Quería algo diáfano e industrial, por ejemplo, con superficies grises y armarios modulares, o algo exótico y recargado, con sillas Luis XV, grabados japoneses y mesas rojas lacadas?
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