Visité diversos bares, tomé agua con gas y hablé toda la noche. Allá donde fuera, sólo necesitaba unos minutos para entablar conversación con alguien y unos pocos más para formar un círculo de curiosos a mi alrededor, personas aparentemente fascinadas por mis palabras. Hablaba de política, de historia, de béisbol, de música o de cualquier tema que surgiera. También se me acercaban mujeres, e incluso algunos hombres, pero no mostraba ningún interés sexual en aquellas personas y esquivaba sus acercamientos elevando la intensidad de cualquier discusión en la que estuviéramos participando. Soy consciente de que al decir esto puedo resultar detestable y manipulador, pero en ese momento no lo parecía, y a medida que avanzaba la noche y ellos se emborrachaban más, o estaban más colocados, y al final empezaban a retirarse, me sentía más animado y, francamente, como una especie de dios menor.
Llegué a casa hacia las siete y media de la mañana, y acto seguido me puse a ojear las páginas web de economía. Había retirado todos los fondos de la cuenta Klondike al firmar con Lafayette, excepto el depósito, que hube de conservar para mantenerla abierta. Me alegraba de haberlo hecho, pero cuando empecé a trabajar de nuevo, me di cuenta de que echaba de menos la compañía de otros brokeres y el ambiente de una «sala». No obstante, era sorprendente lo rápido que había recuperado la confianza para realizar grandes transacciones y correr riesgos considerables, y el martes por la tarde, cuando llamó Gennadi, ya había ingresado unos 25.000 dólares en mi cuenta.
Me había olvidado de Gennadi, y estaba ideando una complicada estrategia comercial para el día siguiente cuando se produjo la llamada. Mi optimismo era notable y no quería problemas, así que le dije que tendría las diez píldoras preparadas para el viernes. Quiso saber si las podía conseguir antes. Un tanto irritado por la pregunta, respondí que no, y que le vería el viernes por la mañana. No sabía cómo iba a lidiar con la situación de Gennadi. Podía convertirse en un problema muy grave, y aunque no tenía más opción que darle las diez píldoras esta vez, no me gustaba la idea de que anduviera por ahí, probablemente tramando su ascenso en el organigrama de la Organizatsiya, y posiblemente tramando también algo contra mí. Tenía que idear un plan, y rápido.
El miércoles salí a comprar un par de trajes. No había comido y hacía cientos de abdominales, así que había perdido un poco de peso en los últimos cinco días, y pensé que por fin había llegado el momento de insuflar vida nueva a mi ropero. Compré dos trajes de lana de Hugo Boss, uno gris oscuro y el otro azul marino. También me agencié camisas de algodón, corbatas de seda, pañuelos, calzoncillos, calcetines y zapatos.
Sentado en el taxi de vuelta a casa, rodeado de posmodernas bolsas perfumadas, me sentía pletórico, preparado para todo, pero cuando llegué al tercer piso de mi edificio, experimenté de nuevo aquella sensación de ahogo que me producía el MDT, como si me faltara espacio. Mi piso, dicho llanamente, era demasiado pequeño, y tendría que resolver ese contratiempo.
Aquella tarde escribí una extensa y cuidadosa nota a Carl Van Loon. En ella me disculpaba por mi reciente conducta e intentaba justificarla haciendo referencia a una medicación que había estado tomando, pero que ya había dejado. Concluía pidiéndole que me permitiera hablar con él, y adjuntaba una carpeta con las proyecciones que había esbozado. Al principio pensé en enviar el paquete por mensajería al día siguiente, pero decidí entregarla en persona. Si me lo encontraba en el vestíbulo o en el ascensor, fantástico; si no, esperaría su reacción a la nota.
Pasé el resto de la tarde y buena parte de la noche estudiando un libro de texto, ochocientas páginas sobre economía empresarial que había comprado semanas antes.
A la mañana siguiente hice mis abdominales, bebí un poco de zumo y me di una ducha. Elegí el traje azul, una camisa blanca y una corbata de color rojo. Me vestí delante del espejo del dormitorio y fui en taxi al Edificio Van Loon. Me sentía como nuevo y lleno de confianza cuando entré en el vestíbulo y me dirigí a los ascensores. Había gente por todas partes y me dio la impresión de que estaba abriéndome paso entre una densa neblina de conmoción. Mientras esperaba a que se abrieran las puertas del ascensor, miré hacia el enorme ventanal en el que me había apoyado la semana anterior con Ginny, y me resultaba difícil identificarme con aquella escena de pánico. Tampoco noté atisbo alguno de ansiedad cuando subía en el ascensor hasta la planta 62. Contemplé mi reflejo en los paneles de acero y admiré el corte de mi traje nuevo.
El vestíbulo de Van Loon & Associates estaba tranquilo. Había unos jóvenes charlando y soltando alguna que otra carcajada. La recepcionista parecía absorta en su pantalla de ordenador. Cuando llegué a su mesa, me aclaré la garganta para llamar su atención.
– Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
Pareció reconocerme, pero detecté cierta confusión en ella.
– Quiero ver al señor Van Loon, por favor.
– Me temo que el señor Van Loon está fuera del país. Volverá mañana. Si lo desea…
– Está bien -dije-. Me gustaría dejarle este paquete. Es muy importante que lo reciba en cuanto regrese.
– Por supuesto, señor -respondió, sonriente.
Asentí y también le dediqué una sonrisa. A punto estuve de dar un taconazo, pero me di la vuelta y me dirigí hacia los ascensores.
Cuando llegué a casa me pasé el día realizando transacciones, que sumaron 10.000 dólares más a mis ganancias.
Hasta el momento, la combinación de MDT y Dexeron me había funcionado muy bien, y mantenía los dedos cruzados. La había tomado casi una semana y no había sufrido el más leve desvanecimiento. Pero para la visita de Gennadi decidí desordenar un poco el piso. Quería restar importancia a la intensidad del MDT y convencerlo de que tomar más de una píldora cada dos días era peligroso. De esa manera lo contendría un poco y me daría cierto margen. Sin embargo, no tenía ni idea de qué hacer con él.
Cuando llegó el viernes por la mañana, vi que había empeorado un poco. Sin decir nada, extendió la mano, pidiéndome el material con gestos.
Saqué del bolsillo un pequeño envase de plástico que contenía diez pastillas de MDT y se lo di. Lo abrió de inmediato, y antes de que pudiera pronunciar mi discurso sobre la dosis, ya se había tomado una píldora.
Gennadi cerró los ojos y estuvo quieto unos instantes. Entonces los abrió y miró en derredor. Intenté dar un aire descuidado a la casa, pero no fue fácil, y no había comparación entre el aspecto que tenía ahora y el de la semana anterior.
– ¿Tú también has consumido? -dijo, señalando con la cabeza aquel orden generalizado.
– Sí.
– ¿Has conseguido más de diez? Me dijiste que sólo diez. Mierda.
– He pillado doce -respondí-. He conseguido doce.
Dos más para mí. Pero me han costado mil dólares. No puedo permitirme más.
– De acuerdo. La semana que viene me traes doce.
Iba a negarme. Iba a mandarlo a la mierda. Iba a abalanzarme sobre él y comprobar si los efectos físicos de una triple dosis de MDT eran suficientes para doblegarlo y estrangularlo. Pero no hice nada, porque podía salir mal y ser yo quien acabara estrangulado o, en el mejor de los casos, llamar la atención de la policía, ser fichado y figurar en el sistema. Necesitaba una salida mucho más segura y eficiente a aquella situación. Y tenía que ser permanente.
Gennadi extendió de nuevo la mano y dijo:
– ¿Y los diecisiete mil quinientos? Tenía el dinero preparado y se lo entregué sin mediar palabra.
Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
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