– ¿Y qué pasó?
– Estuve bien unos días, pero entonces empezó esto -levantó las manos-, y luego experimenté insomnio, náuseas, infecciones de pulmón y senos, pérdida de apetito, diarreas, boca seca, disfunción eréctil…
Levantó de nuevo las manos, esta vez en un gesto de desesperación.
No sabía qué decirle y guardamos silencio unos momentos. Todavía buscaba respuesta a mis dos primeras preguntas, pero tampoco quería parecer insensible.
Al cabo de un momento, Geisler dijo:
– El único culpable de todo esto soy yo. Nadie me obligó a tomar MDT. -Meneó la cabeza y continuó-. Pero supongo que fui un conejillo de indias, porque me encontré con Vernon un año después y me dijo que habían solucionado los problemas con las dosis, que había que ajustarla individualmente, personalizarla, decía. -De repente, parecía colérico-. Incluso me aconsejó que lo intentara otra vez, pero lo mandé a la mierda.
Asentí en un gesto de comprensión.
También esperé que dijera algo más. Cuando vi que no era así, intervine.
– ¿Conoce el apellido del tal Todd o algo sobre él? ¿Para qué empresa trabajaba?
Geisler meneó la cabeza.
– Sólo lo he visto dos o tres veces. Era muy circunspecto, muy cuidadoso. Vernon y él trabajaban juntos, pero, desde luego, Todd era el cerebro.
Jugueteé con el paquete de Camel que tenía sobre la mesa, junto a la taza de café.
– Una pregunta más -dije-. Cuando Todd le comentó que debía combinar el MDT con otra droga para contrarrestar los efectos secundarios y la pérdida de memoria, ¿le dijo de qué droga se trataba?
– Sí.
Me dio un vuelco el corazón. -¿De cuál?
– Lo recuerdo muy bien, porque no dejaba de insistir en que eso solucionaría el problema, que lo había averiguado. Era un producto llamado Dexeron. Es un antihistamínico y se utiliza para tratar ciertas alergias. Contiene un agente que reacciona con un complejo específico de receptores del cerebro y, según él, eso evitaría los desvanecimientos. No sé cómo funcionaba exactamente. No recuerdo los detalles. Creo que en aquel momento no lo entendí. Pero al parecer lo puedes conseguir sin receta.
– ¿No lo ha tomado nunca?
– No.
– Comprendo.
Asentí, como si estuviese meditando sus palabras, pero lo único que quería era largarme de allí lo antes posible e ir a una farmacia.
– Cuando Janine me dejó y me echaron de la compañía -continuó Geisler-, intenté recoger los pedazos, pero no era tan sencillo, porque, por supuesto…
Me terminé el café e intenté desesperadamente formular una estrategia de salida. Aunque lo sentía por Geisler y me horrorizaba lo que le había ocurrido, no necesitaba oír aquella parte de la historia. Pero tampoco podía levantarme e irme, así que acabé fumándome dos cigarrillos más antes de armarme de valor y decirle que tenía que marcharme.
Le di las gracias y le dije que pagaría al salir. Me miró como diciendo: «Vamos, siéntate. Fúmate otro cigarrillo, tómate un café», pero un segundo después agitó la mano en un ademán de desprecio y dijo:
– Está bien, vete de aquí. Y buena suerte, supongo.
Encontré una farmacia en la Séptima Avenida, cerca del bar, y compré dos cajas de Dexeron. Luego me fui a casa en taxi.
Una vez allí, fui directo al armario del dormitorio y saqué las pastillas de MDT. No estaba seguro de cuántas tomar, y deliberé un buen rato. Al final decidí tomar tres. Era mi última oportunidad. O tenía éxito o fracasaba.
Entré en la cocina y me serví un vaso de agua. Tragué las tres pastillas de una tacada y las aderecé con dos de Dexeron. Después, me senté en el sofá y esperé.
Al cabo de dos horas, los compactos volvían a estar ordenados alfabéticamente. Tampoco había cajas de pizza por todas partes, ni latas de cerveza vacías, ni calcetines sucios. Abrillanté hasta el último palmo de casa… Todo estaba reluciente.
Durante el fin de semana mantuve esta nueva dosis y controlé mis progresos de manera bastante exhaustiva. Decidí no moverme de casa por si algo salía mal. Pero no ocurrió nada. No hubo clics, ni saltos ni flashes , y parecía que el Dexeron funcionaba, fuese cual fuese su composición. Eso no significaba que estuviese a salvo, o que no fuese a producirse otro desvanecimiento, pero era agradable estar de vuelta. De pronto me sentía seguro, con la mente despejada, y era un hervidero de ideas y energía. Si el Dexeron seguía surtiendo efecto, se abría ante mí, adoquín a adoquín, el sendero de mi futuro, y lo único que debía hacer era transitarlo sin distracciones. Me pondría al tanto del material de MCL y Abraxas, y arreglaría las cosas con Carl Van Loon. Volvería a las transacciones bursátiles, ganaría un poco de dinero y me trasladaría al Edificio Celestial. A la postre, me desligaría de gente como Van Loon y Hank Atwood y fundaría una estructura de negocio independiente: Corporación Spinola…, Sistemas Spinola…, Edinversión…, lo que fuese.
No podía quitarme a Ginny Van Loon de la cabeza mientras pensaba en todo esto, e intenté ubicarla en algún punto adecuado del camino. Sin embargo, Ginny se resistía -o se resistía la idea que me había formado de ella-, y cuanta más resistencia oponía, más inquieto me sentía. Al final, aparqué estos sentimientos, los compartimenté y me centré en el material de MCL-Abraxas.
Leí todos los documentos, y me sorprendió no haber sido capaz de entenderlos antes. Desde luego no era el material más fascinante del mundo, pero era relativamente sencillo. Repasé el modelo de precios de Black-Scholes y calculé las proyecciones con el ordenador. Allané cualquier dificultad existente, incluida la discrepancia en la tercera opción que me había hecho notar Van Loon aquel día en su despacho.
Además de realizar cien abdominales cada mañana y cada noche, durante el fin de semana volví a consumir muchos noticiarios. Leí los periódicos en Internet y vi los mejores programas de actualidad por televisión. Apenas hubo mención a la investigación del asesinato de Donatella Álvarez, al margen de un breve llamamiento a posibles testigos, lo cual probablemente significaba que la policía no había encontrado ninguna pista sobre Thomas Cole y se agarraba a un clavo ardiendo.
La cobertura de la historia de México fue abundante. Se habían producido varios ataques de relevancia contra turistas y ciudadanos estadounidenses, sobre todo empresarios que vivían en Ciudad de México. Un directivo había sido asesinado y otros dos fueron secuestrados y se hallaban en paradero desconocido. Esos incidentes se relacionaban directamente con el debate sobre política exterior que mantenía la prensa, en el que se utilizaba habitualmente la palabra «invasión». Lo que todavía no se había inoculado en la mentalidad ciudadana, pese a los argumentos sobre la seguridad para los estadounidenses, por no hablar de la expropiación de inversiones extranjeras por parte de México, era un razonamiento para una posible invasión, pero desde luego estaban trabajando en ello.
También estudié el comportamiento de los mercados desde la caída de las acciones del sector tecnológico el martes anterior, y realicé algunas pesquisas para el lunes siguiente, que era cuando planeaba reactivar mi cuenta de Klondike.
El domingo por la noche estaba inquieto y decidí salir un rato. Cuando sentí la cálida brisa y eché a andar me di cuenta de lo mucho que había mejorado mi estado. Ahora percibía físicamente el MDT, un hormigueo en las extremidades y la cabeza, pero no me sentía intoxicado. Había asumido un pleno control de mis facultades. Me sentía más fuerte, más despierto, más agudo.
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