Navegué un rato por la Red y encontré vínculos a una serie de páginas. Había un directorio de religiones marginales, una red de concienciación llamada CultWatch, varias organizaciones de «padres preocupados» y otras webs consagradas a temas como el control mental y la «ayuda a la rehabilitación». Acabé en la página de un asesor cualificado en materia de sectas residente en Seattle, una persona que hacía quince años había perdido a su hijo a manos de un grupo denominado Shining Venusians. Puesto que había mencionado Dekedelia en su página, decidí buscar su número y llamarlo. Hablamos unos minutos y, si bien no me fue de gran ayuda, me facilitó el número de un grupo de padres de Nueva York. Después hablé con el secretario del grupo, un padre preocupado y manifiestamente desequilibrado, que a su vez me proporcionó el nombre de una agencia privada que estaba investigando a Dekedelia por encargo de algunos miembros de la asociación. Tras varios intentos y muchas argucias, conseguí hablar con Kenny Sánchez, uno de los empleados de la agencia.
Le dije que disponía de cierta información sobre Deke Tauber que podía serle de interés, pero que se la daría a cambio de más información. Al principio procedió con reservas, pero al final aceptó citarse conmigo en la pista de patinaje de Rockefeller Plaza.
Dos horas después deambulábamos arriba y abajo por la Calle 47. Luego nos dirigimos a la Sexta Avenida, pasando por el Radio City Music Hall, y pusimos rumbo a Central Park South.
Kenny Sánchez era bajo y barrigudo, y llevaba un traje marrón. Aunque era serio y circunspecto en lo profesional, empezó a relajarse al cabo de diez minutos e incluso parecía tener ganas de hablar. Exagerando un poco, le conté que había sido amigo de Deke Tauber en los años ochenta, pero que habíamos perdido el contacto. Aquello pareció fascinarle y me hizo unas cuantas preguntas. Al responderlas sin tapujos, di la impresión de que estaba dispuesto a compartir cualquier dato que tuviese, lo cual significaba que cuando empecé a formular mis dudas ya me lo había ganado.
– El principio básico de esta secta, Eddie -me dijo con un tono confidencial-, es que cada individuo debe huir de la disfunción inherente de la matriz familiar y, atención a esto, recrearse a sí mismo independientemente en un entorno alternativo. -Se detuvo un momento y se encogió de hombros, como si pretendiera distanciarse de lo que acababa de decir. Luego reemprendió la marcha-. Cuando empezó, Dekedelia no era ni más ni menos escamosa que tantos otros grupos similares. Ya sabe, conferencias, sesiones de medicación y boletines informativos. Como todas las demás, también proyectaba un aura de misticismo barato de segunda mano, pero las cosas cambiaron con bastante rapidez y, de pronto, el líder de este movimiento espiritual, entre comillas, producía libros y videos de gran éxito.
De vez en cuando miraba a Kenny Sánchez de soslayo. Era una persona elocuente y tenía todo aquello grabado en su mente, pero también me pareció que estaba ansioso por demostrarme que dominaba la materia.
– Los problemas empezaron poco después. Varias personas, siempre jóvenes, normalmente atrapadas en trabajos sin futuro, parecieron desaparecer en el seno de la secta. Pero no había nada ilegal en ello, porque los miembros siempre procuraban escribir cartas de despedida a sus familiares, y de ese modo… -levantó el dedo índice de la mano derecha-, impedían muy inteligentemente cualquier investigación policial por la desaparición.
Se estaba concentrando en tres casos concretos, dijo, personas jóvenes que habían desaparecido en el último año, y me dio algunos detalles sobre cada una de ellas, cosas que no necesitaba oír.
– ¿Y cómo se están desarrollando ahora sus investigaciones? -pregunté.
– Eh… Me temo que no muy bien. -No quería decir aquello, pero no parecía tener alternativa. Entonces añadió, para compensar-: Pero parece estar ocurriendo algo extraño. Desde hace un par de semanas corren rumores de que Deke Tauber ha caído enfermo. No se le ha visto, no ha dado conferencias ni ha asistido a ninguna firma de libros. No hay manera de localizarlo. Está incomunicado.
– Hummm.
Me pareció que había llegado el momento de mostrar mis cartas.
Le conté que tenía motivos para creer que Deke Tauber estaba consumiendo una extraña y adictiva droga de diseño, y que si estaba enfermo quizá se debiera a que el único proveedor conocido de la droga había desaparecido recientemente y había dejado plantados a todos sus clientes, por así decirlo. Por supuesto, Kenny Sánchez mostró mucho interés en aquello, pero no le ofrecí más detalles y al momento le expuse lo que necesitaba, que era información sobre un socio de Tauber, un tal Todd. Le dije que, si me ayudaba, le pasaría cualquier dato que averiguase sobre el tema de la droga.
Al tratar de impresionarme, Kenny Sánchez había perdido un poco el norte profesional, pero aun así expuso de manera convincente que no podía revelar a terceras personas información que hubiese recabado en el transcurso de una investigación.
– ¿Información sobre un socio de Tauber? No sé, Eddie, no será fácil. Estamos atados por normas de confidencialidad… -hizo una pausa-, y la ética… y demás…
Me detuve en la esquina de la Sexta Avenida con Central Park South y me volví hacia él, mirándolo directamente a los ojos.
– ¿Cómo consigue usted la información, Kenny? Es una mercancía, como cualquier otra cosa, ¿no? Una divisa. Esto sería un mero intercambio…
– Supongo…
– ¿Qué son las fuentes, al fin y al cabo?
– Sí, pero…
– Ha de ser algo recíproco, desde luego.
Insistí hasta que finalmente aceptó ayudarme. Me dijo que vería lo que podía hacer, y agregó, avergonzado, que si lo intentaba seguramente podría acceder a los archivos telefónicos de Tauber.
Pasé el fin de semana embalando el resto de mis pertenencias y trasladándolas al Celestial. Conocí a Richie, el jefe de recepción. Visité algunas exposiciones de muebles y di un vistazo a lo último en aparatos de cocina y equipos de entretenimiento doméstico. Compré una colección de Dickens que quería desde hacía una eternidad. También aprendí español, otra vieja cuenta pendiente, y leí Cien años de soledad.
Kenny Sánchez me llamó el lunes por la mañana. Me preguntó si podíamos reunimos, y propuso una cafetería de Columbus Avenue a la altura de la Calle 8o. Iba a oponerme y sugerir algo más cerca del centro, pero no lo hice. Si eso de reunirse en lugares públicos, como pistas de patinaje y cafeterías, era una manía propia del investigadorcillo privado, no pasaba nada. Realicé unas cuantas llamadas antes de salir. Quedé con mi casero de la Calle 10 para entregarle las llaves. Intenté citarme sin éxito con el tipo que había de embaldosarme el cuarto de baño. También hablé con la secretaria de Van Loon y programé un par de reuniones a media tarde.
Después bajé hasta la Primera Avenida y cogí un taxi.
Eso fue el pasado lunes por la mañana.
Ahora, envuelto en la fantasmagórica quietud de esta habitación del Northview Motor Lodge, me parece increíble que eso fuera hace sólo cinco días. Igual de increíble, habida cuenta de todo lo ocurrido desde entonces, eran mis actividades: organizar reuniones de negocios, preocuparme por las baldosas de un lavabo, o tomar medidas que me parecían prudentes para solucionar la situación del MDT.
Afuera, la luz ha cambiado de manera sutil. La oscuridad ha perdido ventaja, y no tardará en asomar por el horizonte un matiz azul. Estoy tentado de dejar el ordenador, salir y contemplar el cielo, sentir el gran silencio que rodea esta pequeña extensión al borde de la autopista de Vermont. Pero me quedo donde estoy, dentro, sentado en la butaca de mimbre, y sigo escribiendo, porque lo cierto es que no me queda mucho tiempo.
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