– Conque -dijo Ginny mirando a su alrededor- aquí es donde se reúne la cábala, los que manejan los hilos en secreto desde una sala llena de humo.
Sonreí.
– Creía que estábamos en tu comedor.
Ella se encogió de hombros.
– Sí, pero nunca he cenado aquí. Lo hago en la cocina. Este es el centro de mando.
Saludé a Ray Tyner inclinando la cabeza. Atwood, Bloom y los demás revoloteaban a su alrededor, y el recién llegado parecía estar contando una historia.
– ¿Y quién dirige el centro de mando ahora mismo?
Ginny se dio la vuelta para mirarlo. Contemplé su perfil, la curva de su cuello y los hombros desnudos.
– Ray no es así -dijo, volviéndose otra vez-. Es un encanto.
– ¿Son pareja?
Echó la cabeza hacia atrás, un poco sorprendida por mi pregunta.
– ¿Qué pasa, estás pluriempleado en una revista del corazón?
– No, es pura curiosidad. Por referencias futuras.
– Como le he dicho, señor Spinola, yo no pienso en el futuro.
– ¿Por él no quieres ir a tomar una copa conmigo?
– No te entiendo.
Su respuesta me dejó confuso.
– ¿Qué es lo que no entiendes?
– No lo sé… -Su expresión cambió, y trató de buscar las palabras adecuadas-. Lo siento, será algo instintivo, pero me da la sensación de que cuando me miras, ves a otra persona.
No sabía qué decir. Miré con incomodidad el vaso de coñac. ¿Tan obvio era? Ginny se parecía a Melissa, era cierto, pero hasta ese momento no fui consciente de la honda impresión que me había causado esa semblanza.
De repente se oyeron carcajadas desde el otro lado de la sala y el grupo empezó a diseminarse.
Miré de nuevo a Ginny.
– Yo no pienso en el pasado -dije, intentando parecer inteligente.
– ¿Y en el presente?
– Tampoco.
– Sí, ya me figuro -dijo, y se echó a reír-. Pasa muy rápido.
– Algo así.
En ese momento se acercó Ray Tyner. Ella se dio la vuelta y extendió el brazo. Él la cogió de la mano y se levantó de la silla.
– Ray, este es Eddie Spinola, un amigo mío. Eddie, Ray Tyner.
Nos dimos la mano.
Me alegré enormemente de que me describiera como un amigo.
De cerca, Ray Tyner desprendía un atractivo casi sobrenatural. Tenía unos ojos increíbles y una sonrisa con la que probablemente podía encandilar a todos los ocupantes de una sala sin tan siquiera abrir la boca.
Podía pedirle que saliera conmigo a hacer footing .
Regresé al Celestial pasadas las doce. Sería mi primera noche en el piso nuevo, pero no tenía dónde dormir. De hecho, no tenía muebles, ni cama, ni sofá, ni estanterías, nada. Había encargado algunas cosas, pero no habían llegado todavía.
Tampoco iba a dormir demasiado, así que poco importaba. En lugar de eso, deambulé de habitación en habitación, recorriendo aquel piso enorme y vacío, tratando de convencerme de que no estaba molesto, ni preocupado, ni ofendido. Ginny Van Loon y Ray Tyner hacían una pareja fabulosa, y al lado de unos vejestorios fumando puros y hablando de porcentajes, todavía más.
¿Por qué había de molestarme?
Al rato saqué el ordenador de la caja y lo coloqué sobre un baúl de madera. Me conecté a Internet e intenté ponerme al día de la actualidad financiera.
A la mañana siguiente estaba de regreso en la Calle 48 hacia las siete y media, redactando discursos y dando las últimas pinceladas a la nota de prensa. Puesto que faltaban sólo un par de horas para el anuncio y el secretismo ya no era un inconveniente, Van Loon había podido llamar a algunos colaboradores habituales para que pusieran en marcha la maquinaria publicitaria. Aunque aquello fue de gran ayuda, el lugar estaba más abarrotado que Grand Central Station.
Antes de salir de casa, había tomado mi dosis habitual de cinco pastillas -tres de MDT y dos de Dexeron-, pero en el último minuto revolví el petate y tomé dos más, una de cada. Ahora funcionaba a pleno rendimiento, pero advertí que mi acelerado ritmo intimidaba a algunos colaboradores de Van Loon, gente que tal vez tenía mucha más experiencia que yo. Para evitar roces, monté una oficina improvisada en una sala de juntas y trabajé a solas.
Hacia las diez y media, Kenny Sánchez me llamó al móvil. Yo estaba sentado en una larga mesa oval con un ordenador portátil y docenas de páginas esparcidas delante de mí.
– Tengo malas noticias, Eddie.
Al oír eso, me dio un vuelco el estómago.
– ¿Qué?
– Un par de cosas. He localizado a Todd Ellis, pero me temo que está muerto.
Mierda.
– ¿Qué ha pasado?
– Atropello y fuga. Hace una semana. Cerca de su casa, en Brooklyn. Demonios.
Aquello era un jarro de agua fría. Sin Todd Ellis, ¿qué posibilidades tenía? ¿Adónde podía ir? ¿Por dónde empezar?
Kenny Sánchez guardaba silencio.
– Has dicho que había un par de cosas. ¿Qué más?
– Me han dado otro caso.
– ¿Qué?
– Me han asignado otro caso. No sé por qué. He armado una buena gresca, pero no puedo hacer nada al respecto. Es una agencia grande. Este es mi trabajo.
– Y… ¿quién se ocupa de esto ahora?
– No lo sé. Quizá nadie.
– ¿Estas interferencias son normales?
– No.
Parecía muy enojado.
– Ayer estuve investigando los números de teléfono toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Entonces, esta mañana me llaman para presentar un informe y me comunican que me necesitan en otro caso y que debo entregar toda la documentación.
Pensé en ello unos instantes, pero ¿qué podía decir?
– ¿Qué más has averiguado?
Sánchez suspiró, y me lo imaginé meneando la cabeza.
– Bueno, tenías razón sobre la lista -dijo a la postre-. Fue increíble.
– ¿Por qué?
– Esos números de fuera del estado… Tenías razón. Todos parecen ser miembros de la secta y responden a un nombre falso. La mayoría están enfermos, pero conseguí hablar con algunos. -Hubo una breve pausa, durante la cual lo oí suspirar otra vez-. De los tres que buscaba al principio, dos están en el hospital y otro en casa aquejado de graves migrañas.
Por su tono adiviné que, pese a que le habían asignado otro caso, estaba satisfecho de sus progresos.
– Me llevó cierto tiempo conseguir que hablaran conmigo, pero cuando lo hicieron fue increíble. La conversación más larga que mantuve fue con una chica llamada Beth Lipski. Parece que la transformación habitual de Dekedelia conlleva una identidad completamente nueva: una alteración química del metabolismo, cirugía plástica y nuevos familiares «designados». Y, como tú decías, la progresión profesional es la medida de una nueva identidad de éxito, donde un sesenta por ciento de los ingresos vuelven a la organización. Es como una mezcla entre los francmasones y el programa de protección de testigos.
– ¿Por qué habló Lipski?
– Porque tiene miedo. Tauber ha cortado cualquier contacto con ella, y está nerviosa, se siente perdida. Tiene un dolor de cabeza permanente y no puede trabajar. No sabe qué le ocurre. Dudo que sepa que está tomando una droga, y no quise empujarla al abismo mencionándolo. Estaba paranoica y le costó aceptar hablar conmigo, pero cuando empezó, ya no había quien la parara.
– ¿Por qué crees que les da la droga?
– Al parecer, los somete a todos a un programa de vitaminas y suplementos dietéticos especiales. Supongo que se lo administra sin que ellos lo sepan. Obviamente, esa es la fuente de su poder sobre estas personas y de su supuesto Carisma. -Hizo una pausa. Lo oí dar un pisotón o un puñetazo a algo-. ¡Maldita sea! No me lo puedo creer. Nunca había trabajado en un caso tan interesante.
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