Me quedé mirando la pantalla con perplejidad y apenas reconocí aquel nombre. El informe continuó. Ofrecieron información personal sobre la víctima, además de fotografías y entrevistas con familiares, lo cual significaba que en breve se formaría una imagen muy humana de la señora Álvarez, de cuarenta y tres años, en la mente del espectador. Al parecer, era una mujer de una belleza física y espiritual poco frecuente. Era independiente, generosa y leal, una esposa amantísima y madre devota de dos gemelas, Pía y Flor. Según dijeron, su marido estaba muy turbado y no hallaba explicación a lo ocurrido. Mostraron una fotografía en blanco y negro de una radiante colegiala uniformada que asistía a un convento dominico de Roma hacia 1971. También pasaron algunos videos domésticos, imágenes parpadeantes y descoloridas de una joven Donatella con un vestido de verano paseando por un jardín de rosas. También aparecía montando a caballo, en una excavación arqueológica en Perú y acompañada de Rodolfo en el Tíbet.
A continuación, el informativo derivó hacia el análisis político. ¿Era un ataque de connotaciones raciales? ¿Guardaba alguna relación con la actual debacle de la política exterior? Un comentarista expresó su temor a que pudiera ser el primero de una serie de incidentes similares y achacó el ataque a la negativa del presidente a condenar los intemperantes comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale, o supuestos comentarios, pues todavía lo negaba. Otro comentarista opinaba que eran daños colaterales a los que tendríamos que habituarnos.
Me pasé la tarde viendo esos reportajes y tuve una desconcertante variedad de reacciones, sobre todo incredulidad, terror, remordimientos y enojo. Por un lado pensaba que quizá era yo el autor del golpe y, por otro, juzgaba absurda la idea. Sin embargo, al final, y después de haber tomado una dosis de MDT, lo único que podía discernir era un ligero aburrimiento.
A media tarde me había despreocupado bastante de todo, y cada vez que oía una referencia a aquella historia, mi impulso era decir: «Ya basta», como si estuviesen hablando de una miniserie de un canal por cable, una adaptación de una chapuza mágico-realista… El espantoso sufrimiento de Donatella Álvarez…
Pasadas las ocho y media, llamé a Carl Van Loon a su casa de Park Avenue.
Aunque la incredulidad y el terror habían imperado casi toda la tarde, otra parte de mí se veía invadida por una ansiedad de distinta índole, la ansiedad por haber echado a perder mi oportunidad con Van Loon, por el grado en que aquel mal funcionamiento operativo iba a interferir en mis planes de futuro.
Por ello, mientras esperaba que Van Loon cogiera el teléfono, estaba bastante nervioso.
– ¿Eddie?
– Señor Van Loon -dije después de aclararme la voz.
– Eddie, no entiendo nada. ¿Qué ha pasado?
– Me encontraba mal -dije, excusándome con lo primero que me vino a la cabeza-. No he podido evitarlo. He tenido que marcharme de esa manera. Lo siento.
– ¿Que te encontrabas mal? ¿Qué eres, un niño de parvulario? ¿Te largas corriendo sin decir nada y no vuelves? Me he quedado allí como un idiota intentando justificarme ante el puto Hank Atwood.
– Tengo una enfermedad de estómago.
– ¿Y luego ni siquiera te molestas en llamar?
– Tenía que ir al médico, Carl, y rápido.
Van Loon guardó silencio unos instantes, y entonces suspiró.
– Bueno, ¿y cómo te encuentras ahora?
– Estoy bien. Se han ocupado de ello.
Carl suspiró de nuevo.
– ¿Estás…? No sé… ¿Estás siguiendo un tratamiento como es debido? ¿Quieres nombres de buenos médicos? Puedo…
– Estoy bien. Mire, eso ha sido un caso aislado. No volverá a ocurrir. -Hice una pausa-. ¿Cómo ha ido la reunión?
Ahora era Van Loon quien callaba. Me había quedado solo.
– Bueno, ha sido un poco embarazoso, Eddie -respondió al final-, no te engañaré. Me gustaría que hubieses estado allí.
– ¿Parecía convencido?
– En general, sí. Dice que es algo que puede plantear, pero tú y yo tendremos que sentarnos con él y repasar los números.
– Fantástico. Por supuesto. Cuando quiera.
– Hank se ha ido a la costa, pero volverá a la ciudad… el jueves, creo. Sí. ¿Por qué no te pasas por la oficina el lunes y organizamos algo?
– Fantástico. Y escuche, Carl, lo lamento de veras.
– ¿Seguro que no quieres ver a mi médico? Es…
– No, pero gracias por el ofrecimiento.
– Piénsatelo.
– De acuerdo. Nos vemos el lunes.
Me quedé junto al teléfono un par de minutos después de la llamada a Van Loon, contemplando una página abierta de la agenda. Sentía una punzada de nervios en el estómago.
Entonces cogí el auricular y marqué el número de Melissa. Mientras esperaba respuesta me pareció que estaba de nuevo en el apartamento de Vernon en la planta 17, al principio de todo aquello, momentos antes de grabar un mensaje en su contestador automático y hurgar en la habitación de su hermano.
– ¿Diga?
– ¿Melissa?
– Hola, Eddie.
– He recibido tu mensaje.
– Sí. Mira… Eh… -Me dio la impresión de que estaba recobrando la compostura-. Lo que te decía en el mensaje se me ha ocurrido hoy. No sé. Mi hermano era un imbécil. Llevaba bastante tiempo traficando con esa droga rara de diseño. Y pensé en ti y empecé a preocuparme.
Si Melissa ya había bebido ese día, ahora parecía contenida, resacosa quizá.
– No tienes de qué preocuparte, Melissa -dije, tras decidir in situ que aquélla sería mi actitud en adelante-. Vernon no me dio nada. Lo vi el día anterior…, eh…, el día anterior a que ocurriera. Sólo charlamos de cosas, de nada en particular.
– Vale -repuso Melissa con un suspiro.
– Pero gracias por preocuparte. -Hice una pausa-. ¿Cómo estás? -Bien.
Incómodo, incómodo, incómodo.
– ¿Y tú?
– Estoy bien. Ocupado.
– ¿A qué te has dedicado?
Aquélla era la conversación que podíamos mantener en tales circunstancias.
– Los últimos años he trabajado de redactor para Kerr & Dexter, los editores.
Técnicamente era la verdad.
– ¿Ah sí? Es fantástico.
No era fantástico, ni tampoco cierto. Mis días como redactor para Kerr & Dexter de repente parecían lejanos, irreales y ficticios.
No me apetecía seguir hablando con Melissa. Desde que habíamos retomado el contacto, por fugaz que fuera, me daba la sensación de que le mentía constantemente. Proseguir con la conversación no haría más que empeorarlo.
– Sólo quería llamarte para aclarar eso… Pero… Ahora tengo que colgar -dije.
– De acuerdo.
– No es que…
– ¿Eddie?
– ¿Sí?
– Esto tampoco es fácil para mí.
– Claro.
No sabía qué decir.
– Adiós, entonces.
– Adiós.
Ante la necesidad de distraerme de inmediato, busqué el teléfono móvil de Gennadi en la agenda. Marqué y esperé.
– ¿Sí?
– ¿Gennadi?
– Sí.
– Soy Eddie.
– ¿Qué quieres Eddie? Estoy ocupado. Miré la pared que tenía enfrente durante unos instantes.
– He preparado un borrador de unas veinte…
– Pásamelo por la mañana. Le echaré un vistazo.
– Gennadi… -Ya no estaba-. ¿Gennadi?
Colgué el teléfono.
Al día siguiente era viernes. Lo había olvidado. Gennadi vendría por el primer pago del préstamo.
Mierda.
El dinero que debía no era el problema. Podía extenderle allí mismo un cheque por el valor total, además de los intereses y un extra por el mero hecho de ser Gennadi, pero no sería suficiente. Le había dicho que había preparado un borrador. Ahora tenía que idear uno y tenerlo por la mañana. De lo contrario, probablemente me cosería a puñaladas hasta que le saliera una lesión de codo de tenista.
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