Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Hank Atwood tenía glamour , y no porque fuera atractivo, que no lo era. Tampoco porque el producto que trabajaba, el alimento modificado genéticamente de la imaginación del mundo fuese algo con lo que soñaba la gente. Hank Atwood tenía glamour por las inimaginables sumas de dinero que ganaba.

Y así era. El contenido artístico estaba muerto, era algo que decidía un comité. Ahora, el verdadero contenido residía en los números, y los números, grandes números, estaban, por todas, partes… Treinta y siete millones de dólares por un jet privado. Un litigio saldado con 250 millones. Una adquisición con apalancamiento por 30.000 millones de dólares. Una riqueza personal que ascendía a más de 100.000 millones de dólares…

Y fue en ese momento, en mitad de aquella ensoñación de expansiones numéricas infinitas, cuando las cosas empezaron a elucidarse.

Por alguna razón, de repente tomé conciencia de la gente que estaba sentada a la mesa situada detrás de mí. Eran un hombre y una mujer, quizá un constructor y un productor ejecutivo, o dos abogados. No lo sabía, no me fijé en lo que decían, pero hubo algo en el tono de voz de aquel hombre que me atravesó como un cuchillo.

Me recosté un poco en la silla, mirando a Van Loon y a su amigo. Con el revestimiento de nogal de fondo, los dos multimillonarios parecían grandes aves rapaces posadas en un árido cañón, pero aves viejas, con la cabeza gacha y ojos reumáticos, águilas ratoneras ancianas. Van Loon estaba ofreciendo una detallada explicación sobre la insonorización de su jet anterior, un Challenger no sé qué, y durante ese monólogo, algo curioso sucedió en mi cerebro. Como un receptor de radio que cambia de frecuencia automáticamente, desconectó la voz de Carl Van Loon -«… para evitar vibraciones no deseadas, tienes que aislar con silicona la tornillería que conecta el interior con la carrocería. Creo que los llaman…»- y empecé a recibir la voz del hombre que tenía a mi espalda:

– … en una habitación de hotel del centro… Lo han dicho en las noticias hace un rato… Sí, Donatella Álvarez, la mujer del pintor. La han encontrado tendida en el suelo de una habitación de hotel. Al parecer le habían dado un golpe en la cabeza… y ahora está en coma. Por lo visto, ya tienen una pista. Un limpiador del hotel ha visto a alguien abandonando el lugar a primera hora de la mañana, una persona que cojeaba…

Empujé un poco la silla hacia atrás.

Una persona que cojeaba.

La voz seguía murmurando detrás de mí.

– … y, por supuesto, su condición de mexicana no ayuda con todo lo que está pasando…

Me levanté y, por una fracción de segundo, creí que todos los comensales habían dejado lo que estaban haciendo y habían soltado el cuchillo y el tenedor a la espera de que me dirigiese a ellos. Pero no era así. Sólo Carl Van Loon me miraba con un súbito aire de preocupación en sus ojos. Le dije que iba al baño, me di la vuelta y eché a andar. Esquivé las mesas a paso ligero, buscando la salida más próxima.

Pero entonces vi a un hombre calvo de baja estatura enfundado en un traje gris acercándose desde el otro extremo del salón. Era Hank Atwood. Lo reconocí por las fotografías de las revistas. Un segundo después nos cruzamos torpemente entre dos mesas. Por un instante estuvimos tan cerca que pude oler su colonia.

Salí a la calle y respiré hondo. Mientras estaba en la acera, mirando a mi alrededor, tuve la sensación de que, al unirme a la ajetreada multitud, había perdido el derecho a estar en el Grill Room y no me permitirían entrar de nuevo.

Pero ya no tenía ninguna intención de volver, y veinte minutos después estaba deambulando sin rumbo por Park Avenue South, disimulando conscientemente la cojera e intentando recordar algo. Pero no había nada… Había estado en una habitación de hotel, e incluso podía verme recorriendo un pasillo vacío. Pero eso era todo. El resto estaba en blanco. Sin embargo, no me lo creía… No me lo creía… No podía creérmelo…

Caminé durante media hora, girando a la izquierda en Union Square y a la derecha en la Primera Avenida, y llegué a mi edificio completamente aturdido. Subí las escaleras, aferrándome a la idea de que quizá había oído mal en el restaurante, que eran imaginaciones mías, que tan sólo se había tratado de otro accidente, de un fallo del sistema. De todas formas, iba a descubrirlo muy pronto, porque si aquello había sucedido de verdad, las noticias todavía se estarían haciendo eco de ello, así que lo único que debía hacer era encender la radio o poner un canal de televisión…

Pero lo primero que advertí al entrar en casa fue la parpadeante lucecita roja del contestador. Casi me alegré de aquella distracción, y pulsé el play sin demora. Me quedé allí de pie, con el traje puesto, mirando como un idiota la habitación mientras esperaba oír el mensaje.

Escuché cómo rebobinaba la cinta y después un clic.

Biiiip.

«Hola, Eddie. Soy Melissa. Quería llamarte, en serio, pero… Ya sabes… -Su voz sonaba un poco cansada y torpe, pero aun así era la incorpórea voz de Melissa la que llenaba el salón-. Entonces me di cuenta de una cosa. Mi hermano… ¿te dio algo? No quiero hablar de esto por teléfono, pero… ¿te dio algo? Porque… -oí cubitos de hielo en un vaso-… porque si lo hizo, debes saber que… esa cosa -Melissa hizo una pausa, como si estuviese sosegándose-, el MDT-lo-que-sea es muy, muy peligroso. No sabes hasta qué punto. -Tragué saliva y cerré los ojos-. Así que, mira Eddie, no sé, quizá me equivoque, pero… Llámame, ¿vale? Llámame.»

Tercera parte

XV

En las noticias de las dos confirmaron que Donatella Álvarez, la mujer del pintor mexicano, había recibido un duro golpe en la cabeza y estaba en coma. El incidente se había producido en una habitación de la planta 15 de un hotel del centro. Se facilitaron pocos detalles, y no se mencionó a ningún hombre cojo.

Me senté en el sofá con el traje puesto, y esperé más, cualquier cosa, otro boletín, algunas imágenes o un análisis. Era como si, al sentarme en el sofá con el control remoto en la mano, estuviese actuando. Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino? ¿Llamar a Melissa y preguntarle si era eso a lo que se refería?

¿Peligroso? ¿Como un golpe fuerte en la cabeza? ¿Como ingresar en el hospital? ¿Un coma? ¿La muerte?

Por descontado, no tenía intención de llamarla para preguntarle algo así, pero la ansiedad apremiaba. ¿Realmente lo había hecho? ¿Volvería a ocurrir lo mismo o algo similar? Cuando Melissa decía «peligroso», ¿se refería a peligroso para los demás o sólo para mí?

¿Estaba siendo enormemente irresponsable?

¿Qué diablos estaba pasando?

Por la tarde me concentré en todos los boletines de noticias, como si pudiera forzar un cambio en algún detalle crucial de la historia: que no hubiese sucedido en una habitación de hotel, o que Donatella Álvarez no estuviese en coma. Entre un avance informativo y otro veía programas de cocina, emisiones de juicios en directo, telenovelas y anuncios, y me di cuenta de que estaba procesando fragmentos aleatorios de información inútil: «Ponga las tiras de pollo en una bandeja de horno con un poco de aceite y rocíelas con sésamo», «Llame ahora y consiga un quince por ciento de descuento en el aparato de gimnasia doméstica GUTbuster 2000». En varias ocasiones miré el teléfono y pensé en llamar a Melissa, pero siempre se interponía algún mecanismo cerebral que desviaba mis pensamientos hacia otra cosa.

A las seis de la tarde, la historia se había desarrollado de manera considerable. Tras una recepción celebrada en el estudio de su marido en el Upper West Side, Donatella Álvarez se había dirigido al Clifden, un hotel del centro, donde recibió un único golpe en la cabeza con un objeto contundente. Todavía no se había identificado dicho objeto, pero una pregunta seguía en el aire: ¿qué hacía la señora Álvarez en una habitación de hotel? Los agentes estaban interrogando a todos los asistentes a la recepción, y sobre todo les interesaba hablar con un individuo llamado Thomas Cole.

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