Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Acto seguido, en lo que pareció un flash , me descubrí recorriendo un pasillo vacío de hotel. Había estado en una habitación, de eso no cabía duda, pero no recordaba cuál, ni qué había ocurrido, ni cómo había llegado hasta allí. Entonces sobrevino otro flash , y ya no estaba en el pasillo del hotel, sino cruzando el puente de Brooklyn a toda prisa, al compás de algo. Pronto me di cuenta de que seguía el ritmo de los cables de suspensión que brillaban en patrones geométricos con el azul pálido del alba de fondo.

Me di la vuelta y contemplé la famosa panorámica del centro de Manhattan, sabedor de que no podía rendir cuentas de las últimas ocho horas de mi vida, pero también de que había recobrado la conciencia. Estaba alerta, tenía frío y me dolía todo. Pensé que, fuesen cuales fuesen los motivos para ir a Brooklyn, ahora se habrían atrofiado, paralizado, perdido en una configuración energética fosilizada que nunca podría ser reanimada. Así que recorrí de nuevo el puente en dirección al centro, y fui caminando -cojeando, en realidad- hasta mi casa.

XIV

Digo «cojeando» porque obviamente sufrí un esguince en el tobillo izquierdo en algún momento de la noche. Y cuando me desnudaba para darme una ducha, vi que tenía el cuerpo amoratado. Esto explicaba el dolor, o al menos en parte, pero, además de los hematomas que tenía en el pecho y las costillas, había otra cosa…, algo que parecía una quemadura de cigarrillo en el antebrazo derecho. Me pasé un dedo sobre la pequeña herida rojiza, apreté y, con un gesto de dolor, describí círculos sobre ella. Al hacerlo, me invadió una honda inquietud, un terror incipiente que se aferraba a mi plexo solar.

Pero me resistí, porque no quería pensar en ello, no quería pensar en lo que podía haber sucedido en una habitación de hotel, no quería pensar en nada. En unas horas tenía una reunión con Carl Van Loon y Hank Atwood, y lo que necesitaba por encima de todo era organizarme, concentrarme, y no un ataque de pánico.

Así que me tomé dos píldoras más, me afeité, me vestí y me puse a repasar las notas que había tomado el día anterior.

Había quedado con Van Loon en que me presentaría en su oficina de la Calle 48 hacia las diez de la mañana. Comentaríamos la situación, cotejaríamos notas y quizá idearíamos un plan provisional. Luego comeríamos con Hank Atwood.

En el taxi, de camino a la Calle 48, intenté concentrarme en los vericuetos de la financiación empresarial, pero me horrorizaba lo ocurrido y el grado de temeridad del que era capaz.

¿Un desvanecimiento de ocho horas? ¿No sería una advertencia?

Pero entonces recordé que años atrás había vomitado sangre en un lavabo y que, inmediatamente después, volví al salón para reunirme con el pequeño montón de material que había en el centro de la mesa, y con los cigarrillos, el vodka y la elástica, maleable e incomprensible conversación…

Y, veinte minutos después, sucedió otra vez. Y otra.

Así que… Obviamente no.

Me apeé del taxi en la Calle 47 y fui caminando el resto del trayecto hasta el Edificio Van Loon. Cuando llegué al vestíbulo, había conseguido mitigar la cojera. Me recibió la ayudante personal de Van Loon, y me condujo a unas espaciosas oficinas de la planta 62. Me di cuenta de que el diseño -en los pasillos y en la enorme zona de recepción- era una amalgama impecable aunque un tanto desconcertante de tradición y modernidad, de abigarramiento y sencillez, una suntuosa y perfecta fusión de caoba, ébano, mármol, acero, cromo y cristal. Esto daba a la empresa una pátina de augusta y venerable institución y, a la vez, de pequeño negocio de primera línea, cuyo personal, debo decir, era quince años más joven que yo. No obstante, tuve la agradable sensación de que no se me escapaba nada, de que estaba preparado para el reto, de que la estructura corporativa de un lugar como aquél era delicada y fina como una telaraña y cedería a la más leve presión.

Pero cuando me senté en la recepción, bajo un enorme logotipo de Van Loon & Associates, mi estado de ánimo cambió de nuevo, se asomó un poco más al abismo, y me asaltaron la inquietud y las dudas.

¿Cómo había acabado yo allí?

¿Cómo podía estar trabajando para un banco privado de inversión?

¿Por qué llevaba traje? ¿Quién era yo?

Ni siquiera estoy seguro de conocer ahora la respuesta a estas preguntas. De hecho, hace unos momentos, en el lavabo del Northview Motor Lodge, al mirarme en el espejo que colgaba sobre el sucio lavamanos, mientras el rumor y el traqueteo ocasional de la máquina para hacer hielo penetraba las paredes y mi cráneo, intenté avistar algún rastro del individuo que había empezado a cristalizar a partir de aquella masa de impulsos y contraimpulsos químicos, a partir de aquella irresistible oleada de actividad. En las arrugas de mi rostro busqué también algún indicio del individuo en el que podría haberme convertido -un pez gordo, un destructor, un descendiente espiritual de Jay Gould-, pero lo único que había en mi reflejo, lo único que reconocía, sin ninguna señal de lo que podía depararme el futuro, era yo, aquella cara que había afeitado mil veces.

Esperé en la recepción casi media hora, contemplando lo que me pareció un Goya original en la pared de enfrente. La recepcionista era sumamente amigable y me obsequió alguna que otra sonrisa. Cuando llegó por fin Van Loon, cruzó el vestíbulo con una expresión de alegría. Me dio una palmada en la espalda y me invitó a acompañarlo a su despacho, que era del tamaño de medio Rhode Island.

– Lamento el retraso, Eddie, pero vengo del extranjero.

Después de hojear algunos documentos que tenía sobre la mesa, me contó que había llegado directamente desde Tokio con su nuevo Gulfstream V.

– ¿Le ha dado tiempo a viajar a Tokio y volver desde el martes por la noche? -pregunté.

Van Loon asintió, y dijo que, puesto que había esperado dieciséis meses para recibir el nuevo avión, quería asegurarse de que valía sus más de 37 millones de dólares. Su demora de aquella mañana, añadió, no tenía nada que ver con el avión, sino con los atascos de Manhattan. Parecía importante para él dejar claro ese punto.

Yo asentí para demostrarle que lo era.

– Y bien, Eddie -dijo, indicándome que me sentara-. ¿Has podido echar un vistazo a esos archivos?

– Sí, por supuesto.

– ¿Y?

– Son interesantes.

– ¿Y?

– Creo que no debería tener dificultades para justificar el precio que pide MCL -dije, moviéndome en mi asiento, consciente de lo cansado que estaba.

– ¿Por qué no?

– Porque este acuerdo ofrece opciones muy importantes, aspectos estratégicos que no resultan evidentes en las cifras.

– ¿Por ejemplo?

– Bueno, la mejor opción es la construcción de una infraestructura de banda ancha, que es algo que Abraxas necesita encarecidamente…

– ¿Por qué?

– Para defenderse de la competencia agresiva, de otro portal que estuviese en posición de ofrecer descargas más rápidas, video en tiempo real y ese tipo de cosas.

Mientras hablaba, con la cualidad casi alucinógena de mi agotamiento, fui tomando conciencia de la gran distancia que mediaba entre información y conocimiento, entre la ingente cantidad de datos que había absorbido en las últimas cuarenta y ocho horas y el enhebrar esos datos en un argumento coherente.

– La cuestión -continué- es que construir una infraestructura de banda ancha es una gran inversión, y muy arriesgada, pero como Abraxas ya es una marca consolidada, lo único que precisa es la amenaza creíble de que va a desarrollar un servicio de banda ancha propio.

Van Loon asintió con un lento gesto de cabeza.

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