Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Me senté junto a la barra y pedí un Bombay con tónica.

No había demasiados parroquianos, aunque, a buen seguro, no tardaría en llenarse. A mi izquierda había dos mujeres sentadas en taburetes, pero mirando en dirección opuesta a la barra, y tres hombres a su alrededor. Dos de ellos llevaban la voz cantante, y los otros bebían, fumaban y escuchaban con atención. El tema de conversación era la NBA y Michael Jordan, y los pingües beneficios que éste había generado para el baloncesto. No sé en qué momento empezó de nuevo esa suerte de cortocircuito, ese mal funcionamiento, como el de un CD rayado, pero, cuando lo hacía, perdía el control y sólo podía observar, presenciar cada segmento y cada flash , como si cada uno de ellos, así como el conjunto, estuvieran sucediéndole a otra persona. El primer salto fue muy abrupto y se produjo cuando me disponía a coger mi copa. Acababa de entrar en contacto con la fría y húmeda superficie del cristal cuando, de súbito y sin previo aviso, me vi al otro lado del grupo, muy cerca de una de las mujeres, una morena de unos treinta años enfundada en una minifalda verde, no excesivamente esbelta y con unos llamativos ojos azules. Mi mano izquierda revoloteaba sobre su muslo derecho y yo estaba a media frase…

– … Sí, pero no olviden que ESPN se fundó en 1979, y con diez millones de capital inicial de Getty Oil, por el amor de Dios…

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Todo. Lo cambió todo. Porque, por una astuta decisión empresarial, los jugadores de la liga universitaria se dieron a conocer de la noche a la mañana…

Por una fracción de segundo fui consciente de que uno de aquellos hombres, un tipo regordete con traje de seda, me estaba mirando. Estaba tenso y sudoroso, y no apartaba la vista de mi mano izquierda, pero entonces… clic, clic, clic… el camarero estaba delante de mí, moviendo los brazos, y me impedía ver. Tenía aspecto de irlandés, sus ojos denotaban cansancio y parecían decirme:

«Ya basta, por favor». Entretanto, detrás de él, el gordito del traje de seda se había llevado una mano a la cara, intentando contener una hemorragia nasal…

– Vete a la mierda, viejo…

– Vete a la mierda tú…

El frío aire de la noche me acariciaba el vello de la nuca cuando me alejé del camarero y salí a la calle. La mujer de la falda verde también estaba allí, al otro lado de la puerta, empujando a alguien. Dijo algo que no alcancé a oír y se dirigió rápidamente hacia el camarero, agitando los brazos, pero, un segundo después, iba agarrada a mi brazo un par de manzanas más abajo.

Luego nos encontrábamos en un cubículo, el cuarto de baño de un club nocturno o un bar, y yo me apartaba de ella. Tenía las piernas abiertas sobre un fondo cromado y unos azulejos blancos y negros. Su camisa estaba rasgada y colgaba de la taza del inodoro; la llevaba abierta, y unas perlas de sudor relucían entre sus senos. Cuando me apoyé en la puerta para abrocharme los pantalones a toda prisa, ella permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y la cabeza oscilando rítmicamente de un lado a otro. De fondo se oía una música atronadora, así como el periódico rumor de los secadores de manos, voces estridentes y risas alocadas y, desde el cubículo contiguo, lo que parecía el chasquido de un encendedor, seguido de rápidas inhalaciones de humo…

En ese momento cerré los ojos, pero cuando los abrí al cabo de un segundo me encontraba en medio de una atestada pista de baile, abriéndome paso a codazos, gritando a la gente. Momentos después, me hallaba de nuevo en la calle, sorteando a la multitud y el denso torrente de vehículos. Poco después, creo recordar que me monté en un taxi amarillo y me hundí en la tapicería de plástico del asiento trasero, observando los carteles de neón que se extendían por toda la ciudad como hilos de chicle multicolor. También recuerdo que era incapaz de hacer caso omiso de mi mano derecha, que palpitaba de dolor por los golpes que había propinado a aquel tipo en el Congo, algo que, dicho sea de paso, me parecía increíble. Cuando me quise dar cuenta, me encontraba en el vestíbulo de un restaurante del Upper West Side, un lugar llamado Actium sobre el cual había leído algo. Me estaba inmiscuyendo en la conversación de otro grupo de desconocidos, en esta ocasión seis empleados de una galería de arte de la zona. Me presenté como Thomas Cole, un presunto coleccionista. Como antes, parecía hallarme perpetuamente a media frase:

– … y ya en 1804, el Buen Salvaje se ha convertido en el Indio Malvado. Está ahí, en El asesinato de Jane McCrea , de Vanderlyn, con la oscura y ondulada musculatura y el hacha del ogro, lista para golpear la cabeza de la mujer…

A buen seguro, yo estaba tan sorprendido de mis palabras como los demás, pero era incapaz de echar el freno. Sólo podía aguantarlo y observar. Entonces se produjo de nuevo aquel clic, clic, clic y, de repente, nos habíamos sentado a una mesa para cenar.

A mi izquierda tenía a un apasionado hombre con barba canosa y una americana de lino cuidadosamente arrugada. Tal vez fuera crítico de arte. A mi derecha había una mujer que parecía salida de «Berenice se corta el pelo», y cada vez que se movía asomaban protuberancias huesudas de su cuerpo. Delante de mí había un grueso latino trajeado que hablaba sin parar. Lo hacía en inglés, pero no paraba de intercalar palabras en español, y su tono era bastante despectivo. Al cabo de un rato me di cuenta de que se trataba de Rodolfo Álvarez, el aclamado pintor mexicano que se había trasladado hacía poco a Manhattan para recrear, a partir de unos cuadernos, el mural de Diego Rivera que fue destruido y que iba destinado originalmente al vestíbulo del Edificio RCA en 1933.

Hombre en la encrucijada mirando con esperanza y firmeza la elección de un futuro mejor .

La hermosa mujer de cabello oscuro y vestido negro que estaba sentada a su izquierda era su mujer, la sensual Donatella. Había leído un artículo dedicado a ellos en Vanity Fair . ¿Cómo diablos había acabado con aquella gente?

– Eso es irónico -dijo el tipo de la barba canosa-. Elegir un futuro mejor.

– ¿Y qué tiene de irónico? -intervine yo, suspirando con impaciencia-. Si no eliges tu futuro, ¿quién demonios lo va a hacer por ti?

– Bueno -terció Donatella Álvarez, sonriéndome desde el otro lado de la mesa-. Es el estilo de vida americano, ¿no, señor Cole?

– ¿Disculpe? -dije, un tanto sorprendido.

– El tiempo -contestó pausadamente-. Para usted es una línea recta. Si mira al pasado, puede obviarlo si así lo desea. Si mira hacia el futuro, puede elegir que sea un futuro mejor. Puede elegir el alcanzar la perfección…

Donatella seguía sonriendo, y lo único que acerté a decir fue:

– ¿Y?

– Para nosotros, los mexicanos -repuso deliberadamente, como si estuviera explicando algo a un niño pequeño-, el pasado, el presente y el futuro coexisten.

Yo continué mirándola, pero al instante pareció entablar conversación con otra persona.

A partir de ese momento, las cosas se volvieron más y más fragmentadas e inconexas. Lo he olvidado casi todo, excepto algunas impresiones sensoriales de gran intensidad. El extraño color y la textura de los mejillones al vino blanco, por ejemplo. Las densas volutas de humo de los puros. Gruesas y brillantes pinceladas. Creo recordar que vi cientos de tubos y pinceles alineados sobre un suelo de madera, y docenas de lienzos, algunos enrollados, otros enmarcados y apilados.

Pronto, aquellas figuras representadas, atractivas y abultadas, se entremezclaban con personas reales en un aterrador caleidoscopio, y hube de buscar un lugar donde apoyarme, pero no tardé en fijar mi atención en los profundos y terrenales ojos de Donatella Alvarez.

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