Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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– Somos un pequeño banco de inversión -dijo-, con unos doscientos cincuenta empleados. Nos dedicamos al capital de riesgo, la gestión de fondos, el sector inmobiliario y ese tipo de cosas. De un tiempo a esta parte hemos cerrado varios acuerdos bastante importantes.

El año pasado nos encargamos de la compra de Cableplex por parte de MCL-Parnassus, y el propio Carl van Loon ha iniciado conversaciones sobre otro negocio con Hank Atwood, el presidente de MCL. -Kevin hizo una pausa y añadió, como quien anuncia que acaban de ficharlo para el equipo de fútbol-: Yo soy director ejecutivo.

Pero cuando entró en detalle y me contó que era uno de los siete u ocho directores ejecutivos de la empresa que se encargaban de sus propios negocios y se embolsaban jugosas comisiones, me di cuenta de que Kevin no era un don nadie de Wall Street. De sus palabras inferí que tal vez ganara dos o tres millones al año.

Ahora sí que estaba impresionado.

– ¿Qué hay de Van Loon? -pregunté sin ninguna intención en particular. Obviamente, había sucumbido un poco al magnético atractivo de celebridad que todavía rodeaba al jefe de Kevin.

– Carl está bien. Se ha calmado mucho con los años, pero trabaja tanto como siempre.

Asentí, pensando hasta qué punto trabajaría en realidad.

– Sin él, la empresa no sería lo que es hoy.

Aquel hombre tal vez se embolsara dos o tres millones a la semana.

– Ya.

– Y tú, ¿qué tal?

– ¿Yo? Bien.

No recordaba gran cosa de nuestro anterior encuentro, pero estaba convencido de que había mencionado mi libro, seguramente sin decir que formaba parte de una colección barata para un editor de segunda fila. Hasta donde yo sabía, Kevin me tenía por una especie de escritor, un comentarista, una persona que estaba al caso del espíritu de su época, con quien podía mantener una conversación inteligente y congratulatoria, pero no amenazadora, sobre temas como la nueva economía, las megatendencias y la digitalización. Pero fui al grano bastante rápido.

– ¿Qué opinas de las transacciones electrónicas intradía, Kevin?

– Es sólo ruido -dijo tras pensárselo unos segundos-. Esos tipos no son especuladores, ni siquiera inversores. Son jugadores o unos pobres freaks que creen haber democratizado los mercados. Cuando estalle la burbuja van a correr regueros de sangre.

Kevin dio un trago.

Yo levanté mi vaso.

– Lo he estado haciendo en casa con el PC, utilizando un programa que compré en la Calle 47. He ganado alrededor de un cuarto de millón en dos días.

Kevin me miró horrorizado, intentando asimilar la información. Pero también se sentía confuso y no sabía qué decir. Entonces cayó en la cuenta.

– ¿Un cuarto de millón?

– Aja.

– ¿En dos días? Eso está bastante bien.

– Sí, eso creo. Pero, curiosamente, me siento… ¿Cómo te diría? Insatisfecho. Me siento limitado. Necesito expandirme.

Mientras intentaba comprender lo que le decía, Kevin se agitó en su taburete, y puede que incluso se retorciera un poco. Era un tipo que confiaba en sí mismo, un triunfador, y se hacía raro verlo sumido en la incertidumbre.

– Esto… A lo mejor… -se rascó la nariz-, podrías… ¿Por qué no pruebas con una de esas empresas que se dedican al comercio intradía?

Le pregunté qué cambiaría eso.

– Bueno, no estás aislado. Ocupas una sala con otros corredores y el principio es que, en un entorno como ese, nadie quiere ver a otros fracasar. Se ayudan unos a otros y comparten información. La mayoría de las empresas ofrecen un endeudamiento elevado, entre cinco y diez veces tu depósito. También captas mejor el comportamiento de los mercados -volvía a tomárselo con calma-, porque a menudo es sólo cuestión de calibrar la atmósfera colectiva y decidir luego si te sumas a ella o…, no sé… -se encogió de hombros-, vas contra ella.

Le pregunté si podía recomendarme alguno de esos lugares.

– He oído hablar de un par que están bien. Se encuentran en la misma Wall Street o alrededores. Aunque, en mi opinión, Eddie, parece que te va bastante bien a ti solo.

Anoté los nombres que me facilitó y le di las gracias de todos modos. Entonces bebimos de nuestros respectivos vasos.

– Conque un cuarto de millón en dos días. -Lanzó un silbido de admiración-. ¿Cuál es tu estrategia?

Estaba a punto de obsequiarle una versión editada de los hechos cuando aparecieron dos hombres trajeados y uno de ellos dio una palmada en la espalda a Kevin.

– Eh, Doyle, ¿qué pasa, viejo?

Eran yuppies que apestaban a billetes, y cuando Kevin me presentó pero no dijo que fuese director ejecutivo o vicepresidente en funciones de tal o cual compañía, me hicieron caso omiso. Mientras conversaban sobre los mercados emergentes de Latinoamérica y la burbuja tecnológica, noté que Kevin estaba atemorizado por si empezaba a hablar de operaciones intradía con un PC delante de aquellos tipos, así que, cuando me levanté, creo que se sintió un tanto aliviado.

Le dije que le llamaría al cabo de unos días para contarle cómo me había ido con aquello que habíamos hablado.

Lafayette Trading se encontraba en Broad Street, a sólo unas manzanas de la Bolsa de Nueva York. En la sala principal de un conjunto de oficinas escasamente amueblado de la cuarta planta había veinte mesas que formaban un gran rectángulo. En cada mesa había suficientes terminales y ordenadores para al menos tres corredores, y de la cincuentena que vi allí mi primera mañana -todos hombres, sentados en cómodas sillas de directivo-, diría que más de la mitad tenían menos de treinta años, y de ellos, la mitad lucían vaqueros y gorras de béisbol.

Las condiciones te obligaban a dar un depósito mínimo de 25.000 dólares y Lafayette proporcionaba todo el hardware y software necesario para realizar las transacciones. A cambio, cobraban una comisión de dos centavos por acción en cada operación que llevaras a cabo. Si querías, como ocurría con casi todos, también ofrecían un endeudamiento bastante elevado de tu depósito. Me registré, aboné 200.000 dólares y pacté un endeudamiento que superaba en dos veces y media esa cantidad, lo cual significaba, en la práctica, que comenzaría esa nueva fase de mi carrera profesional con medio millón de dólares a mi disposición.

Por la mañana tuve que asistir a un breve curso introductorio. Luego pasé casi toda la tarde hablando con algunos corredores y observando la sala. El ambiente en Lafayette era, como pronosticó Kevin, amigable y cooperativo. La idea era que todos participábamos de aquello, que trabajábamos contra los grandes actores del mercado. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que había facciones en la sala, grandes personalidades, y que la dinámica no siempre sería tan fácil de interpretar. También había distintos estilos de corretaje. El tipo que se sentaba a mi izquierda, por ejemplo, tecleaba como un maniaco y no parecía investigar ni analizar nada.

– ¿Qué son esas acciones? -le pregunté, señalando un símbolo que aparecía en su pantalla una vez me hube sentado.

– Ni idea -farfulló, sin apartar los ojos de lo que tenía entre manos-. Tiene mucha difusión y se está moviendo. Eso es todo lo que necesito saber.

Otros corredores parecían más cautos e indagaban bastante, observando los televisores atornillados a la pared lateral, dirigiéndose a una terminal de Bloomberg situada al otro extremo de la sala, o simplemente cerniéndose sobre interminables gráficas de valores que tenían en pantalla. En cualquier caso, cuando consideré que había calibrado la sala y su ambiente, empecé a trabajar en el espacio que se me había asignado, buscando posibles operaciones. Pero, como era mi primer día de trabajo, me lo tomé con bastante calma, y al cerrar mis posiciones antes de que sonara la campana del cierre sólo había conseguido cinco mil dólares más. Habida cuenta de mi breve historial, no me pareció gran cosa, pero algunos de los allí presentes no estaban de acuerdo con esa apreciación. El chico nuevo había despertado cierta curiosidad en la sala, por no decir desconfianza. Alguien me preguntó con bastante indecisión si quería unirme a un grupo que iba a tomar una copa en un local de Pier 17 Pavilion, pero rechacé la oferta. Todavía no quería formar ninguna alianza.

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