Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Al cierre de las cuatro de la tarde, la sala era mía.

Durante los dos días posteriores, el «foso» de operaciones de Lafayette estaba abarrotado, y asistieron todos los habituales, además de algunas caras nuevas. Me ceñí a mi estrategia de venta en descubierto y dirigí una ofensiva contra una serie de acciones sobrevaloradas. Mi instinto para identificarlas parecía infalible, y era un placer verlas comportarse exactamente como yo había predicho. Al mismo tiempo, la gente me vigilaba de cerca y, obviamente, quería saber cómo lo hacía, pero como esa misma gente ganaba mucho dinero con mis recomendaciones, nadie cometía la temeridad de venir directamente a preguntar. Eso estaba bien, porque lo cierto es que no les podía dar ninguna respuesta.

No obstante, yo lo consideraba una cuestión de instinto, pero instinto informado, un instinto basado en una intensa investigación, que, por supuesto, gracias al MDT-48, llevaba a cabo con una rapidez y una exhaustividad que nunca estarían al alcance de los miembros de Lafayette.

Pero eso no bastaba para explicarlo, porque había muchos departamentos de investigación con buenos recursos y financiación, desde las salas sin ventanas de los bancos de inversión y las casas de corretaje de todo el país, atestadas de «exprimenúmeros» pálidos y anónimos barajando cifras hasta el amanecer, hasta lugares llenos de matemáticos y economistas ganadores de premios Nobel, lugares como el Santa Fe Institute y el MIT. Para tratarse de un individuo, yo procesaba una cantidad ingente de información, era cierto, pero aun así no podía competir con empresas de esa índole.

Entonces, ¿por qué?

Nada más comenzar mi segunda semana en Lafayette, intenté evaluar las diversas posibilidades. Quizá era una información de más calidad, un instinto aguzado, química cerebral o una suerte de sinergia misteriosa entre lo orgánico y lo tecnológico; pero allí, sentado a mi mesa, con la mirada perdida en la pantalla, aquellas reflexiones se unieron poco a poco para formar una abrumadora visión de la grandeza y la belleza del mercado de valores. Mientras intentaba comprenderlo, no tardé en darme cuenta de que, pese a su susceptibilidad a una metáfora predecible -era un océano, un firmamento celeste, una representación numérica de la voluntad de Dios-, el mercado de valores era algo más que eso. En su complejidad y su incesante movimiento, la red internacional de sistemas de transacciones, que permanecía en activo veinticuatro horas al día, era nada menos que un modelo de la conciencia humana en el que el mercado electrónico quizá formaba la primera versión de la humanidad en un sistema nervioso colectivo, un cerebro global. Asimismo, sea cual fuere la combinación interactiva de cables, microchips, circuitos, células, receptores y sinapsis necesaria para conseguir esa gran convergencia de banda ancha y tejido cerebral, parecía que en ese momento había dado con ella, que estaba conectado. Mi cerebro era un fractal viviente, un reflejo del todo en funcionamiento.

También era consciente de que, siempre que un individuo es el receptor de semejante revelación, dirigida sólo a él (y escrita, digamos, en el cielo nocturno, como diría Nathaniel Hawthorne), la revelación sólo puede ser el resultado de un mórbido y alterado estado mental, pero aquello era distinto, aquello era empírico, demostrable. Después de todo, al final de mi sexta jornada en Lafayette había concatenado una serie de apuestas acertadas y tenía más de un millón de dólares en mi cuenta.

Aquella noche fui a tomar algo con Jay y otros a un garito de Fulton Street. Después de mi tercera cerveza y una docena de cigarrillos, por no hablar de un torrente de batallitas de mis nuevos colegas, resolví poner algunas cosas en su sitio, realizar unos cambios que juzgaba necesarios. Decidí dar un depósito para un departamento más grande y en una zona distinta de la ciudad, quizá Gramercy Park, o incluso Brooklyn Heights. Decidí también tirar toda mi ropa y mis muebles viejos y las cosas que había acumulado, y reemplazar sólo lo que fuera absolutamente necesario. Sin embargo, mi decisión más importante fue abandonar el comercio intradía y dar el salto a un terreno de juego más grande, pasarme a la gestión de cuentas, los fondos de cobertura o los mercados globales.

Llevaba poco más de una semana en el sector, así que naturalmente no tenía ni idea de cómo iba a ejecutar semejante plan, pero cuando regresé a casa, como caído del cielo había un mensaje de Kevin Doyle en el contestador.

Clic.

Biiiip .

«Hola Eddie. Soy Kevin. ¿De qué va eso que me han contado? Llámame.»

Sin quitarme la chaqueta, cogí el teléfono y marqué su número.

– Hola.

– ¿Y qué te han contado?

– En Lafayette, Eddie. Todo el mundo habla de ti.

– ¿De mí?

– Sí. Da la casualidad de que hoy he comido con Carl y otros, y alguien mencionó los rumores sobre una empresa de comercio intradía de Broad Street, y a un corredor que estaba obteniendo unos resultados fenomenales. Hice algunas pesquisas después de comer y salió tu nombre.

Sonreí para mis adentros y dije:

– ¿Ah, sí?

– Y, Eddie, eso no es todo. Luego he estado hablando con Carl otra vez y le he dicho lo que había descubierto. Le interesó mucho, y cuando dije que en realidad se trataba de un amigo mío me dijo que le gustaría conocerte.

– Eso es fantástico, Kevin. Me encantaría conocerlo cuando le parezca bien.

– ¿Estás libre mañana por la noche?

– Sí.

Kevin hizo una pausa.

– Ya te llamaré.

Después de colgar, me senté en el sofá y miré a mi alrededor. Saldría de allí muy pronto, y no veía el momento. Imaginé un salón espacioso y elegantemente decorado en una casa de Brooklyn Heights. Me vi a mí mismo junto a una ventana en saliente, contemplando una de esas calles jalonadas de árboles por las que Melissa y yo habíamos paseado a menudo en nuestro trayecto desde Carroll Gardens hasta la ciudad en los días de verano, y en las que incluso habíamos dicho que viviríamos algún día. Cranberry Street. Orange Street. Pineapple Street.

Sonó de nuevo el teléfono. Me levanté y fui al otro lado de la habitación.

– Eddie, soy Kevin. ¿Unas copas mañana por la noche en el Orpheus Room?

– Fantástico. ¿A qué hora?

– A las ocho. Pero ¿por qué no quedamos tú y yo a las siete y media y así te pongo al día de algunas cosas?

– Claro.

Colgué el teléfono.

Mientras me encontraba allí de pie, con la mano apoyada todavía sobre el auricular, empecé a marearme y todo se oscureció por un segundo. Entonces, sin ser consciente de que me había movido -y de que me había movido hasta el otro extremo del comedor-, me descubrí extendiendo el brazo hacia el borde del sofá, buscando un punto de apoyo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no había probado bocado en tres días.

XII

Llegué al Orpheus Room antes que Kevin. Me senté junto a la barra y pedí un agua con gas.

No sabía qué esperar de aquella reunión, pero desde luego sería interesante. Carl van Loon era uno de esos nombres que había visto en periódicos y revistas en los años ochenta, y era sinónimo de esa década y de su aplaudida devoción por la avaricia. Puede que últimamente estuviese tranquilo, a punto de jubilarse, pero, por aquel entonces, el presidente de Van Loon & Associates había estado involucrado en varios acuerdos inmobiliarios bien célebres, incluida la construcción de un gigantesco y controvertido edificio de oficinas en Manhattan. También había intervenido en importantes compras con endeudamiento, y en innumerables fusiones y adquisiciones.

A la sazón, Van Loon y su segunda mujer, la interiorista Gabby De Paganis, frecuentaban las galas benéficas y su fotografía copaba las páginas de sociedad en las revistas New York , Quest y Town and Country . Para mí, era miembro de esa galería de personajes de dibujos animados -al lado de gente como Al Sharpton, Leona Helmsley y John Gotti- que componían la vida pública de la época, una vida pública que todos habíamos consumido con gran voracidad a diario y luego debatido y diseccionado a la mínima provocación.

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