– Tonterías. Si eso fuera posible, ¿crees que no lo habría hecho alguien a estas alturas? -Miró a su alrededor y añadió-: Todos realizamos análisis cuantitativos, todos aplicamos las matemáticas, pero ellos llevan años sermoneando con esas historias, esos rollos de cajas negras, y son estupideces. Es como intentar convertir metal base en oro. Es imposible. No puedes revolucionar los mercados, pero siempre habrá algún idiota con demasiados títulos universitarios y coleta que crea que sí puede.
– Con el debido respeto -intervino Kevin, dirigiéndose a Frank Pierce, pero a la vez tratando de apartarme de la conversación-. Hay ejemplos de personas que han revolucionado los mercados, o parecen haberlo hecho.
– ¿Revolucionado los mercados? ¿Cómo?
Kevin volvió la mirada hacia mí, pero no pensaba morder el anzuelo. Estaba solo en aquello.
– Bueno -dijo-, no siempre hemos tenido la tecnología de la que disponemos ahora, no siempre hemos tenido la capacidad de procesar cantidades tan enormes de información. Si analizamos suficientes datos, aparecen patrones, y algunos de esos patrones podrían tener un valor predictivo.
– Tonterías -exclamó Frank Pierce otra vez. Kevin se sentía un tanto abatido, pero siguió al pie del cañón:
– Si utilizas complejos sistemas y análisis de series temporales puedes… puedes identificar ventanas de probabilidad. Luego las unes en un mecanismo de reconocimiento de patrones… -en ese momento hizo una pausa, menos seguro de sí mismo, pero también demasiado enfangado como para callar-, y a partir de ahí creas un modelo para predecir tendencias del mercado.
Kevin me lanzó una mirada de súplica, como diciendo: «Eddie, por favor, ¿estoy en el buen camino? ¿Así es como lo haces?».
– Vete a la mierda -sentenció Pierce-. ¿Cómo te crees que ganamos dinero? -Se inclinó hacia adelante y con su dedo regordete señaló rápidamente a Van Loon y a él-. ¿Eh? -Entonces apuntó a su sien derecha, la golpeó lentamente y dijo-: Entendiendo. Así es como lo hacemos. Los negocios funcionan a fuerza de entender. Entender cuándo una empresa está sobrevalorada o infravalorada. Entender que nunca arriesgarás cuando no puedes permitirte perder.
Van Loon se volvió hacia mí, como si fuera el presentador de un programa de entrevistas, y dijo:
– ¿Eddie?
– Desde luego -respondí en voz baja-, eso es indiscutible…
– ¿Pero? -terció Pierce sarcásticamente-. Con esta gente siempre hay un pero.
– Sí -proseguí, consciente de que Kevin se sentía aliviado por que me hubiese dignado hablar-. Hay un pero. Es una cuestión de rapidez -no tenía ni idea de qué diría a continuación-, porque… ya no hay tiempo para aplicar el criterio humano. Ves una oportunidad, pestañeas y ha desaparecido. Nos adentramos en la era de la toma de decisiones on line y descentralizadas, donde las decisiones las toman millones de inversores, y posiblemente cientos de millones en todo el mundo, gente con capacidad para mover grandes sumas de dinero en menos de lo que uno tarda en estornudar, pero sin consultarse unos a otros. Así que entender no es un factor y, si lo es, no se trata de entender cómo funcionan las empresas, sino de cómo funciona la psicología de masas. Pierce agitó una mano en el aire.
– ¿Qué? ¿Crees que puedes explicarme por qué se producen los auges o las debacles de los mercados? ¿Por qué ocurren hoy, por ejemplo, y no mañana ni ayer?
– No, no puedo. Pero estas son preguntas legítimas. ¿Por qué iban a concentrarse los datos en patrones predecibles? ¿Por qué deberían los mercados financieros tener una estructura? -Hice una pausa, a la espera de que alguien dijese algo, pero, puesto que no fue así, continué-: Porque los mercados son producto de la actividad humana, y los seres humanos siguen tendencias. Así de sencillo.
Llegados a este punto, Kevin había palidecido.
– Y, lógicamente, las tendencias suelen ser las mismas. En primer lugar, la aversión al riesgo y, en segundo lugar, seguir al rebaño.
– Bah -dijo Pierce.
Pero lo dejó ahí. Murmuró algo a Van Loon que no alcancé a oír y miró su reloj. Kevin permaneció inmóvil, contemplando la alfombra, casi desesperado. «¿Eso es todo? -parecía pensar -. ¿La puta naturaleza humana? ¿Y cómo se supone que voy a sacar provecho de ella?»
Yo me sentía sumamente avergonzado. No tenía intención de decir nada, pero no pude rechazar la invitación de Van Loon a participar. ¿Y qué ocurre entonces? Que hablo y acabo convirtiéndome en un idiota condescendiente. ¿Que entender no era un factor? ¿Cómo se me pasó por la cabeza sermonear a dos multimillonarios sobre cómo ganar dinero?
Un par de minutos después, Frank Pierce se excusó y se fue sin despedirse de Kevin y de mí. Van Loon parecía bastante satisfecho, y dejó que la conversación divagara sin rumbo. Hablamos de México y de los efectos que tendría la postura aparentemente irracional del gobierno en los mercados. En un momento dado, todavía con una agitación considerable, me descubrí enumerando una lista comparativa de PIB per cápita de 1960 y 1995, unos datos que debí de leer en algún lado, pero Van Loon me interrumpió, insinuando que estaba siendo estridente. También contradijo algunas cosas que dije, y tenía razón. Lo sorprendí mirándome extrañado una o dos veces, como si estuviese a punto de llamar a seguridad para que me echaran del edificio.
Pero, al rato, cuando Kevin fue al baño, Van Loon me dijo:
– Creo que ha llegado el momento de que nos libremos de este payaso. -Señaló en dirección a los servicios y se encogió de hombros-. Kevin es un gran tipo, no me malinterpretes. Es un excelente negociador, pero a veces… Dios.
Van Loon me miró, buscando complicidad. Le dediqué una sonrisa tímida, pues no sabía muy bien cómo reaccionar. Y allí estaba de nuevo aquella sensación, aquella respuesta ansiosa y necesitada que había desencadenado en todos los demás: Paul Baxter, Artie Meltzer y Kevin Doyle.
– Bien, Eddie, acábate eso. Vivo a cinco manzanas de aquí. Cenaremos en mi casa.
Cuando salíamos los tres del Orpheus Room me percaté de que nadie había pagado la cuenta, ni firmado nada, ni siquiera hecho un gesto a nadie. Pero entonces recordé que Van Loon era el propietario del local. De hecho, era el propietario de todo el edificio, un anónimo tubo de acero y cristal situado en la Calle 54, entre Park y Lexington. Recuerdo haberlo leído cuando lo inauguraron unos años antes.
Ya en la calle, Van Loon rechazó sumariamente a Kevin diciéndole que se verían a la mañana siguiente. Kevin titubeó, pero respondió:
– Claro, Carl. Nos vemos por la mañana.
Establecimos contacto visual por unos instantes, pero ambos nos alejamos avergonzados. Luego Kevin desapareció, y Van Loon y yo recorrimos la Calle 54 en dirección a Park Avenue. Después de todo, no le esperaba una limusina, y luego recordé haber leído algo más en una revista, un artículo que contaba que a Van Loon le gustaba mucho caminar, sobre todo por su «barrio», como si eso significara que era un hombre corriente.
Llegamos a su edificio de Park Avenue. El breve trayecto desde el vestíbulo hasta su piso era justamente eso, un trayecto, con todos los elementos en su sitio: el portero uniformado, el mármol de color turquesa, los paneles de caoba y los radiadores cromados. Me sorprendió lo pequeño que era el ascensor, pero el interior era muy lujoso e íntimo, e imaginé que esa combinación podía infundir a la experiencia, y a la consiguiente sensación de movimiento, cierta carga erótica si te encontrabas con la persona adecuada. A mí me parecía que la gente rica no veía las cosas de esa manera y luego decidía comprarlas; esas cosas, como los accidentes fortuitos del lujo, sólo ocurrían si tenías dinero.
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