Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Recuerdo, por ejemplo, un día de 1985 o 1986. Yo estaba en el Caffe Vivaldi del West Village con Melissa, y ella se encaramó a su pedestal para soltar una diatriba sobre el proyecto del Edificio Van Loon. Hacía tiempo que Van Loon quería que Nueva York recuperara el título de poseedora del edificio más alto del mundo, y había propuesto una caja de cristal en el lugar que ocupaba el viejo St. Nicholas Hotel de la Calle 48. Según el diseño, tendría más de 450 metros de altura, pero tras incesantes objeciones, se quedó en unos trescientos. «¿Qué es esta mierda de los rascacielos?», dijo Melissa, sosteniendo su taza de café. ¿No lo habíamos superado ya? De acuerdo, en su día el rascacielos fue el símbolo supremo del capitalismo corporativo y del propio país, lo que Ayn Rand llamaba «el dedo de Dios» en referencia al Edificio Woolworth visto desde la bahía de Nueva York, pero ya no lo necesitábamos. Ya no necesitábamos que gente como Carl Van Loon intentara imprimir sus fantasías de adolescencia sobre la línea del horizonte de la ciudad. En cualquier caso, prosiguió, la cuestión de la altura era irrelevante, un señuelo, porque los rascacielos eran sobre todo carteleras para fabricantes de máquinas de coser, comercios, marcas de coches y periódicos. Así pues, ¿qué sería aquél? ¿Una cartelera para los dichosos bonos basura? Por Dios.

En ocasiones como aquélla, Melissa movía su taza de café con una rara elegancia, indignada pero sin derramar ni una gota, y siempre estaba preparada para reírse de sí misma si cambiaban las tornas.

– Eddie.

Siempre se calmaba de la misma manera, por animada que estuviese. Inclinaba ligeramente la cabeza hacia adelante, sorbiendo el café que quedara, y enmudecía, con mechones de cabello diáfanos tapándole parte de la cara.

– ¿Eddie?

Me di la vuelta y allí estaba Kevin, mirándome.

Le tendí la mano.

– Kevin.

– Eddie.

– ¿Qué tal?

– Bien.

Mientras nos dábamos la mano intenté desterrar aquella imagen de Melissa de mi cabeza. Le pregunté si le apetecía algo -un Absolut con hielo-, y aceptó. Tras unos minutos de conversación banal, Kevin empezó a prepararme para el encuentro con Van Loon.

– Es… voluble. Un día es tu mejor amigo y al día siguiente ni te mira a la cara, así que no te desanimes si su comportamiento es un poco raro.

Asentí.

– Ah, y estoy seguro de que no hace falta que te lo diga, pero no hagas pausas ni dudes al responder. Lo odia.

Asentí de nuevo.

– Ahora mismo está envuelto en ese asunto de MCL-Parnassus con Hank Atwood y… No sé.

MCL-Parnassus, uno de los mayores grupos de comunicación del mundo, con estudios cinematográficos y sellos editoriales, era el tipo de empresa que a los periodistas especializados en negocios les gustaba describir como «un megalito» o «un gigante».

– ¿Qué pasa con Atwood? -pregunté.

– No lo sé a ciencia cierta. Lo llevan en secreto. Y no le preguntes, pase lo que pase.

Vi que Kevin se estaba arrepintiendo de haber organizado la cita. No dejaba de consultar su reloj, como si hubiese un plazo límite y se estuviese agotando el tiempo. Bebió el último trago de vodka cuando faltaban unos diez minutos para las ocho, pidió otro y dijo:

– Entonces, Eddie, ¿qué le vas a contar exactamente?

– No lo sé -respondí, encogiéndome de hombros-. Supongo que le hablaré de mis aventuras en el comercio intradía, y le resumiré las posiciones importantes que conservo.

Kevin parecía esperar algo más, pero ¿qué? Puesto que no podía ofrecerle ninguna explicación satisfactoria sobre mi índice de éxito, salvo citar una habilidad inexplicable que parecía haber desarrollado, acabé diciendo:

– He tenido suerte, Kevin. No me malinterpretes, me lo he trabajado, he investigado mucho, pero… Sí, las cosas me han venido de cara.

Sin embargo, a Kevin aquellas sandeces no le bastaban, aunque no tuviera valor para decirlo en voz alta. Fue entonces cuando me di cuenta de que en cada una de sus palabras subyacía cierta ansiedad, el temor de que, a menos que le diera algunas claves sobre mi estrategia y, en consecuencia, algo de ventaja sobre Van Loon, acabaría entregándome a él y entonces desaparecería de escena.

Pero yo no podía hacer mucho al respecto.

Me encontraba bastante bien. Había comido un plato de pasta in bianco después de mi inquietante episodio de mareos de la noche anterior. Luego había tomado vitaminas y suplementos dietéticos y me había acostado. Dormí unas seis horas, que era más de lo que había descansado en un mes. Todavía tomaba dos dosis de MDT al día, pero ahora me notaba más fresco y controlado, con más confianza que nunca.

Van Loon entró en el Orpheus Room como si lo estuviesen filmando en un elaborado traveling y aquélla fuese la última fase de una secuencia que lo había llevado desde su limusina aparcada en la calle. Van Loon, alto, esbelto y algo encorvado, todavía era una figura imponente. Rondaba los sesenta años, estaba bronceado y los pocos mechones de cabello que le quedaban eran de un distinguido blanco plateado. Me estrechó la mano con fuerza y nos invitó a sentarnos a su mesa habitual, que se ubicaba en un rincón.

No le vi pedir nada o tan siquiera cruzar miradas con el camarero, pero unos segundos después de que nos sentáramos -yo con mi agua con gas y Kevin con su Absolut-, a Van Loon le sirvieron lo que parecía el Martini perfecto. El camarero llegó, dejó el vaso sobre la mesa y se retiró, todo ello con una ligereza -silencio y casi invisibilidad- que la dirección reservaba sin duda alguna para cierto tipo de clientes.

– Entonces, Eddie Spinola -dijo Van Loon mirándome directamente a los ojos-, ¿cuál es tu secreto?

Noté la rigidez de Kevin, que estaba sentado a mi lado.

– Medicación -dije al instante-. Llevo una medicación especial.

Van Loon se echó a reír. Entonces cogió su Martini, lo alzó hacia mí y dijo:

– Bueno, espero que sea un tratamiento continuado.

En esta ocasión fui yo quien se rió y levanté mi agua con gas.

Pero eso fue todo. No insistió más en el tema. Para enojo de Kevin, Van Loon se puso a hablar de su nuevo Gulfstream V y de los problemas que le ocasionaba. Nos contó que había pasado dieciséis meses en lista de espera para conseguir el cacharro. Dirigía todos sus comentarios a mí, y tenía la impresión -porque era demasiado obvio para ser accidental- que estaba excluyendo deliberadamente a Kevin. Por ello, di por sentado que no volvería a mencionar mi posible «secreto», y hablamos -o más bien lo hizo Van Loon- de otras cosas. De puros, por ejemplo. No hacía mucho, había intentado comprar el humidificador de JFK sin éxito. O de coches. El más reciente era un Maserati que le había costado casi «doscientos de los grandes».

Van Loon era insolente y vulgar, y se ajustaba exactamente a la imagen que me había formado de él una década antes por su perfil público, pero lo extraño del caso es que me caía bien. Su manera de pensar única y exclusivamente en el dinero y en diversas maneras de gastarlo, todas ellas imaginativas y exuberantes, tenía cierto atractivo. Kevin sólo parecía poner énfasis en cómo ganar dinero, y cuando un amigo de Van Loon que ocupaba otra mesa se unió a nosotros al cabo de un rato, Kevin, fiel a su estilo, consiguió desviar la conversación hacia el tema de los mercados. El amigo de Van Loon era Frank Pierce, otro veterano de los años ochenta que había trabajado para Goldman Sachs y dirigía ahora un fondo de inversión privado. Sin demasiada sutileza, Kevin mencionó el uso de las matemáticas y programas informáticos avanzados para revolucionar los mercados. Yo no abrí la boca.

Frank Pierce, que era bastante corpulento y tenía unos ojos redondos y brillantes, espetó:

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