Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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El ojo del sueño, el punto de vista, la cámara, se deslizaba por encima del suelo de pino y recorría las distintas estancias del piso como si fuera una vía de tren, captándolo todo: el grano de la madera, cada línea ondulante y cada nudo… montoncitos de polvo, una copia de The Nation , una botella vacía de Grolsch, un cenicero. Luego, elevándose poco a poco, enfocaba el pie descalzo de Melissa, las piernas cruzadas y la camiseta de seda azul marino, que se arrugaba cuando ella se inclinaba hacia adelante y dejaba entrever sus senos. Su larga y brillante cabellera negra cubría sus hombros y brazos y parte de su rostro. Estaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y rumiando algo. Tenía un aspecto fabuloso. Yo estaba sentado en el suelo, y mi aspecto, imagino, no era tan espléndido. Después de unos segundos me puse en pie, y el punto de vista se levantó conmigo en un efecto vertiginoso. Al darme la vuelta, todo giró también, y en una especie de barrido por la habitación, vi las fotografías en blanco y negro colgadas de la pared, las imágenes del viejo Nueva York que a Melissa siempre le habían gustado tanto; vi la repisa de piedra de la olvidada chimenea y, encima de ella, el espejo, y en él vi fugazmente mi imagen, luciendo aquella vieja chaqueta de pana que tenía, muy delgado, muy joven. Moviéndome aún, vi las puertas abiertas que conectaban aquella sala con el dormitorio de la parte frontal y, luego, flanqueado por las puertas, vi a Vernon, con todo el cabello y su piel suave, enfundado en la chaqueta de cuero que siempre llevaba. Lo contemplé un buen rato, observé sus brillantes ojos verdes y sus pómulos altos, y por unos segundos pareció hablarme. Sus labios se movían, pero no alcanzaba a oír nada de lo que decía…

Pero, de súbito, todo había terminado. La alarma del coche ululaba lastimera en la calle y yo sacaba las piernas de la cama, respirando hondo, con la sensación de haber visto un fantasma.

Inevitablemente, la siguiente imagen que se alojó en mi cabeza fue también de Vernon, pero era él diez u once años después, un Vernon casi calvo, con unos rasgos faciales desfigurados y magullados, un Vernon desparramado en el sofá de otro piso, en otra zona de la ciudad.

Miré la alfombra tendida junto a mi cama, sus intrincados y repetitivos motivos y, muy lentamente, meneé la cabeza de un lado a otro. Desde que había empezado a tomar las pastillas de MDT unas semanas antes, apenas había pensado en Vernon Gant, aunque, se mirara por donde se mirara, mi comportamiento hacia él había sido espantoso. Después de hallarlo muerto, sólo se me ocurrió registrar su habitación, por el amor de Dios, y luego le robé dinero y propiedades que le pertenecían. Ni siquiera había asistido a su funeral, convenciéndome, sin constatación alguna, de que ese era el deseo de Melissa.

Me levanté de la cama y fui a paso ligero hacia la sala de estar. Cogí dos pastillas del bol de cerámica que descansaba sobre la estantería -que había estado rellenando a diario-, y me las tomé. También era cierto que lo que acababa de consumir pertenecía por derecho a la hermana de Vernon, y probablemente también le habrían venido bien esos 9.000 dólares.

Con un nudo en el estómago, extendí el brazo por detrás de los ordenadores y los encendí. Entonces consulté el reloj. Eran las 4:58.

No obstante, ahora podría darle sin problemas el doble de esa cifra, y quizá mucho más si mi segunda jornada de trabajo marchaba bien. Pero ¿en cierto sentido no sería como saldar una deuda con ella?

De repente me entraron ganas de vomitar.

Desde luego, no era como yo había pensado renovar mi relación con Melissa. Fui corriendo al cuarto de baño y cerré la puerta de golpe. Me incliné al borde de la taza del váter, pero no ocurrió nada. No podía devolver. Me quedé allí unos veinte minutos, respirando fuertemente, pegando la mejilla a la fría y blanca porcelana, hasta que aquella sensación desapareció. Porque lo extraño fue que, al levantarme para regresar al salón y ponerme a trabajar adelante de mi escritorio, ya no tenía ganas de vomitar, pero tampoco me sentía culpable.

Aquel día, mis operaciones comerciales fueron animadas. Elegí otra cartera de acciones con la que trabajar, cinco empresas de mediana envergadura, casi desconocidas y más o menos saneadas. Antes, mientras tomaba café, había visto referencias en varios artículos periodísticos e innumerables menciones en páginas web a US-Cova y su extraordinario rendimiento en los mercados el día anterior. Digicon y una o dos empresas más también eran mencionadas de pasada, pero no obtuve una panorámica coherente que pudiera explicar lo que había ocurrido, o que pudiera relacionar de algún modo las diversas empresas implicadas. El consenso generalizado parecía ser un sonoro «a saber», así que, aunque las posibilidades de que alguien eligiera de una tacada siete empresas ganadoras eran verdaderamente ínfimas, en aquel momento todavía era posible, en ausencia de otros indicios, que mi racha hubiera sido una mera cuestión de suerte.

Sin embargo, pronto resultó evidente que había algo más. Porque, al igual que el día anterior, siempre que encontraba unas acciones interesantes me ocurría algo físico. Notaba lo que sólo puedo describir como una descarga eléctrica, normalmente por debajo del esternón, una pequeña oleada de energía que recorría mi cuerpo a toda velocidad y que luego parecía desbordarse en la atmósfera de la sala, agudizando la definición del color y la resolución del sonido. Tenía la sensación de estar conectado a un gran sistema, enchufado, como una fibra diminuta pero activa palpitando en un tablero de circuitos. Las primeras acciones que elegí, por ejemplo -llamémoslas V-, empezaron a moverse cinco minutos después de que enviara la orden de compra. Realicé el seguimiento, al tiempo que husmeaba en varias páginas web buscando otras cosas que comprar. Con creciente confianza en mí mismo, rastreé acciones buena parte de la mañana, saltando de unas a otras, vendiendo V con beneficios e invirtiéndolos todos inmediatamente en W, que a su vez se vendieron en el momento justo para financiar una incursión en X.

Pero a medida que ganaba confianza, se apoderaba de mí la impaciencia. Quería más pasta con la que jugar, más capital, más endeudamiento. A media mañana había ganado, paso a paso, casi 35.000 dólares, lo cual estaba bien, pero para dejar huella en el mercado, lo más probable es que necesitara al menos el doble -y probablemente el triple o el cuádruple- de esa cifra.

Llamé a Klondike, pero me ofrecieron un endeudamiento que no rebasaba el cincuenta por ciento. Puesto que carecía de un historial bancario extenso, no creí apropiado probar con el director de mi sucursal bancaria. Supuse también que ningún conocido dispondría de 75.000 dólares de más, y que ninguna empresa de préstamos legítima me facilitaría una cifra tan elevada inmediatamente, así que, como quería el dinero al momento y estaba bastante convencido de lo que podía hacer con él, sólo parecía haber una alternativa.

XI

Me puse una chaqueta y salí de casa. Recorrí la Avenida A, pasé junto a Tompkins Square Park y me dirigí a un restaurante de la Calle 3 que solía frecuentar. Néstor, el camarero, era de allí y estaba al tanto de todo lo que sucedía en el barrio. Llevaba veinte años sirviendo café, panecillos, hamburguesas con queso y atún a la plancha, y había sido testigo de todos los cambios radicales que habían tenido lugar, las limpiezas, el aburguesamiento y la furtiva intrusión de los rascacielos de apartamentos. La gente iba y venía, pero Néstor seguía allí. Era un vínculo con el antiguo vecindario que hasta yo recordaba de mi niñez. Loisaida, el barrio latino de clubes sociales a pie de calle, de ancianos jugando al dominó, del estruendo de la salsa y el merengue que emanaba de las ventanas, y después la Alphabet City de edificios quemados, traficantes de droga e indigentes que vivían en refugios de cartón en Tompkins Square Park. Había conversado a menudo con Néstor sobre esos cambios, y me había contado historias -un par de ellas bastante espeluznantes- acerca de varios personajes locales, residentes de toda la vida, tenderos, policías, concejales, prostitutas, camellos y usureros. Pero así era Néstor; conocía a todo el mundo, incluso a mí, un soltero blanco y anónimo que había vivido unos cinco años en la Calle 10 y se dedicaba al periodismo o algo por el estilo. De modo que cuando entré en su local, me senté junto al mostrador y le pregunté si conocía a alguien que pudiera adelantarme algo de dinero, y rápido -unos tipos de interés exorbitantes no serían obstáculo-, ni siquiera pestañeó. Tan sólo me llevó una taza de café y me pidió que aguardara un rato allí sentado.

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