Mientras Holland respondía a cada uno de mis interrogantes, fue apartándose paulatinamente de las pantallas de ordenador. Se preparó un café, pero cuando estuvo listo y se lo bebió, pareció haberse distanciado lo suficiente de su trabajo como para reparar de nuevo en que sólo llevaba puestos unos calzoncillos y se sintió avergonzado. Bebió el último trago de café, se excusó y se dirigió a lo que supuse era un dormitorio.
En su ausencia, me acerqué a las pantallas una vez más. Era increíble. ¡Había ganado quinientos dólares, el precio de una dosis de MDT, en sólo quince segundos! Desde luego quería aprender a hacer aquello, porque si Bob Holland era capaz de ejecutar treinta órdenes en un día, estaba convencido de que yo podría ocuparme de un centenar o más. Cuando regresó, enfundado en unos vaqueros y una camiseta, le pregunté cómo debía proceder para aprender. Me dijo que la mejor manera de iniciarme en el comercio independiente era limitándome a hacerlo, y que la mayoría de los corredores de Internet lo facilitaban brindando libre acceso a juegos simulados y tutoriales en directo.
– Los juegos de simulación -dijo, en un tono cada vez más afectado- son una excelente manera de desarrollar tus cualidades, Eddie, y de ganar confianza a la hora de realizar operaciones sin correr riesgo alguno.
Conseguí que me recomendara algunos corredores on line y programas de corretaje y, mientras lo anotaba todo, continuaba lanzándole preguntas. Holland respondió a todas, y exhaustivamente, pero percibí que se sentía un tanto alarmado, como si la rapidez y la naturaleza de mis demandas fuesen más de lo que él esperaba, como si sintiera que, al responderlas, al transmitir aquella información, podía arrojar una suerte de monstruo de Frankenstein al ciberespacio, un individuo desesperado y hambriento capaz de sabía Dios qué atrocidades financieras.
Me había llevado cierto tiempo, pero ahora Holland estaba absolutamente concentrado en mi persona. De hecho, parecía más preocupado con cada nueva pregunta y empezó a introducir una nota de cautela en sus respuestas.
– Mira, tú empieza con poca cosa, operando con lotes de cien acciones durante el primer mes, o al menos hasta que te hayas asentado…
– Claro.
– … y no te emociones demasiado si tienes un buen día. Eso no significa que seas Warren Buffet. La siguiente operación podría dejar tranquilamente tu cuenta a cero…
– Claro.
– … y cuando inicies una operación, asegúrate de saber cómo se comportará, y si sucede lo contrario, ¡sal de ahí!
Mi impulso era decir «sí, sí, sí» a todo aquello, y Holland lo sabía. Pero el motivo por el que su mensaje no calaba era que, cuanto más me advertía de los peligros potenciales del corretaje independiente, más me excitaba la idea de llegar a casa y ponerme manos a la obra.
Mientras guardaba la libreta en el bolsillo y me ponía la chaqueta para marcharme. Holland apretó un poco el paso.
– El corretaje puede ser bastante intenso. -Hizo una pausa, y luego dijo con premura-: Jamás pidas dinero prestado a familiares o amigos, Eddie. Ni para realizar transacciones ni para salir de una crisis. -Lo observé, levemente alarmado-. Y no empieces a mentir para ocultar tus pérdidas.
Detecté un atisbo de desesperación en su voz. Tuve la impresión de que no hablaba de mí, sino de sí mismo. También me di cuenta de que no quería que me fuese.
Yo en cambio lo ansiaba, pero titubeé. Me quedé en mitad del salón y escuché la historia de cómo había dejado su trabajo como director de marketing para dedicarse a la Bolsa y que, al cabo de seis meses, su mujer lo había abandonado. Me contó que se ponía inquieto e irritable siempre que no podía trabajar -como los domingos, por ejemplo, o en mitad de la noche- y que, en la práctica, el trabajo era su vida. Llegó a decir que era incapaz de acumular efectivo y que a menudo ni siquiera se molestaba en abrir sus extractos de cuenta.
– ¿Porque no quieres afrontar el alcance de tus pérdidas? -inquirí.
Holland asintió.
Entonces ahondó en su confesión y empezó a hablar de su personalidad adictiva, asegurando que en su vida, cuando no era una cosa, era otra.
Yo sólo podía pensar en lo sublimes que habían sido aquellos quince segundos de comercio electrónico, como un breve pero intrincado solo de jazz. Muy pronto fui incapaz de discernir las palabras de Holland, porque estaba ausente, perdido en una repentina y embriagadora ensoñación de posibilidades. Me di cuenta de que Holland había estado deambulando en la oscuridad, rascando 1/16 de punto aquí y allá y, obviamente, equivocándose más que acertando. Pero eso no me sucedería a mí. Yo me guiaría por mi instinto. Sabría qué acciones comprar, cuándo comprarlas y por qué. Sería bueno en ello.
Cuando por fin me marché y volví a la Calle 10, las ideas seguían arremolinándose en mi cabeza, pero al abrir la puerta del piso y entrar en el salón, me sentí oprimido al instante, superado, como Alicia, como si tuviese que rodear mi cabeza con el brazo y sacar un codo por la ventana para tener espacio allí dentro. También empecé a sentirme un tanto agraviado, como si estuviera impaciente por no haber ganado montones de dinero con las transacciones, agraviado y con una necesidad desesperada y visceral de cosas… Uno o dos trajes nuevos, y zapatos, varios pares, así como camisas y corbatas y quizá más. Un equipo de música de más calidad, un reproductor de DVD, un ordenador portátil, un aire acondicionado decente y más habitaciones, más pasillo, techos más altos. Tenía la persistente sensación de que, a menos que diese un paso adelante, a menos que trepara, a menos que transmutara, metamorfoseara en otra cosa, probablemente explotaría.
Me puse el scherzo de la Novena de Bruckner y vagué por el piso, como una división Panzer de un solo hombre, murmurando para mis adentros, sopesando las opciones. ¿Cómo pensaba actuar? ¿Por dónde iba a empezar? Pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiadas opciones, porque en el armario quedaban sólo unos miles de dólares, que era más o menos lo que había en mi cuenta bancaria. Y, puesto que, afrontémoslo, unos pocos miles de dólares sumados a otros pocos miles de dólares siguen siendo, a todos los efectos, unos pocos miles de dólares, lo único que tenía en este mundo, aparte de una tarjeta de crédito, eran unos pocos miles de dólares.
Cogí el dinero de todos modos y salí de compras. En esta ocasión me dirigí a la Calle 47 y compré dos televisores de catorce pulgadas, un nuevo ordenador portátil y tres programas, dos de análisis de inversiones y uno de comercio en Internet. Desoyendo la idea de Bob Holland de que demasiada información producía indicios contradictorios, compré el Wall Street Journal , el Financial Times , el New York Times , el Los Angeles Times , el Washington Po st y los últimos números de The Economist , Barrons , Newsweek , The Nation , Harper's , Atlantic Monthly , Fortune , Forbes , Wired , Variety y unas diez publicaciones semanales y mensuales más. Me llevé también varios periódicos extranjeros, aquellos a los que al menos podía echar una ojeada: Il Sole 24 Ore y Corriere della Sera , obviamente, pero también Le Fígaro , El País y Frankfurter Allgemeine Zeitung .
De vuelta en casa, llamé a un amigo electricista y le pedí instrucciones para empalmar los cables de los dos televisores nuevos a la conexión ya existente. Parecía incómodo y quiso acudir a hacerlo él mismo, pero insistí en que me lo explicara: «Maldita sea, explícamelo por teléfono y voy tomando notas». No era una tarea que hubiera realizado en condiciones normales, como cambiar un enchufe o un fusible, pero seguí sus instrucciones al pie de la letra, y no tardé en tener los tres televisores en funcionamiento, uno junto al otro. Después, conecté el nuevo portátil al ordenador de sobremesa, instalé el programa y empecé a navegar. Investigué un poco sobre corredores de bolsa en Internet, y utilicé la tarjeta de crédito y una transferencia bancaria para abrir una cuenta en una de las empresas más pequeñas. Luego cogí los periódicos y revistas que había comprado y los extendí cuidadosamente por todo el piso. Coloqué material de lectura, abierto por las páginas relevantes, en cada superficie disponible: escritorio, mesa, sillas, estanterías, sofá y suelo.
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