Alan Glynn - Sin límites

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La vida de Eddie Spinola toma un inesperado giro cuando prueba el MDT-48, una droga sintética desarrollada por un misterioso laboratorio. Sus efectos le permitirán experimentar una inusitada actividad intelectual y física que lo llevarán a alcanzar el éxito con el que siempre soñó. Sin embargo, al mismo tiempo que comienza a vivir en un mundo de lujos exorbitantes y multimillonarias transacciones, Spinola padece los nefastos efectos secundarios de la droga y un terrible síndrome de abstinencia cuando empiezan a escasear sus suministros del fármaco. La búsqueda por conseguir nuevamente las dosis y evitar su propia muerte, lo conduce a rastrear el pasado del MDT-48 y a verse envuelto en una intensa trama de oscuros experimentos científicos y una difusa cadena de asesinatos. Este es, sin duda, un apasionante y cinematográfico thriller que dejará sin aliento a todos los lectores.

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Cuando hubo servido a unos cuantos clientes y limpiado dos o tres mesas, volvió hacia donde yo me encontraba, pasó una bayeta y dijo:

– Antes eran italianos, ¿eh? En su mayor parte italianos hasta que… Bueno…

Hizo una pausa.

¿Hasta qué? ¿Hasta que a John Gotti le dieron una patada en el culo y Sammy el Toro entró en el programa de protección de testigos? ¿Qué? ¿Se suponía que debía adivinarlo? Esa era otra de las peculiaridades de Néstor. Tendía a suponer que yo sabía más de lo que sabía en realidad. O quizá se olvidaba de con quién estaba hablando.

– ¿Hasta qué? -dije.

– Hasta que John Junior se hizo con el control. De un tiempo a esta parte es un puto caos. Me estaba acercando.

– ¿Y ahora?

– Los rusos. De Brighton Beach. Antes, los italianos y ellos trabajaban juntos, o al menos no estaban enfrentados, pero ahora las cosas han cambiado. Por lo visto, la banda de John Junior empezaba a flojear.

Nunca acabé de entender a Néstor: ¿era tan sólo una mosca que revoloteaba por el barrio o estaba relacionado de alguna manera? Lo ignoraba. Pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Quién diablos era yo?

– De modo que, últimamente -prosiguió-, merodea un tal Gennadi por aquí. Viene casi todos los días. Habla como un inmigrante, pero no te dejes engañar por eso. Es duro, tan duro como cualquiera de sus tipos, que salieron de los gulags soviéticos. Se toman este país en broma.

Me encogí de hombros.

Néstor me miró fijamente.

– Esos tipos están locos, Eddie. En serio. Te partirán por la mitad, te despellejarán hasta la cabeza, harán un nudo y entonces dejarán que te ahogues.

Dejó que la idea calara.

– Hablo en serio. Eso es lo que hacían los muyahidines a algunos soldados rusos que capturaron en Afganistán. Esas cosas se transmiten. La gente aprende. -Néstor hizo una pausa y limpió un poco más-. Eddie, cuando venga Gennadi hablaré con él, pero espero que sepas dónde te metes.

Entonces se apartó un poco del mostrador y dijo:

– ¿Has estado yendo al gimnasio? Estás estupendo.

Le dediqué una media sonrisa, pero no dije nada. Con un gesto de confusión, Néstor fue a atender a otro cliente.

Estuve allí más o menos una hora y tomé cuatro tazas de café. Hojeé un par de periódicos y pasé un rato navegando por la creciente base de datos que tenía alojada en mi cabeza, eligiendo material que había leído sobre la mafia rusa: la Organizatsiya, Brighton Beach, la pequeña Odessa junto al mar.

Intenté no prestar demasiada atención a lo que me había contado Néstor.

Hacia la hora de comer, el lugar se abarrotó y empecé a pensar que estaba perdiendo el tiempo, pero justo cuando me disponía a marcharme, Néstor me hizo un gesto desde el otro lado del mostrador. Miré en derredor con discreción y vi a un hombre de unos veinticinco años que entraba por la puerta. Era esbelto y enjuto y llevaba una chaqueta de cuero marrón y gafas de sol. Se sentó a una mesa vacía situada al fondo del restaurante. Yo me quedé donde estaba y observé de soslayo mientras Néstor le llevaba una taza de café y charlaba con él unos instantes.

Luego Néstor regresó, no sin antes recoger unos cuantos platos. Los colocó sobre el mostrador, junto a mí, y susurró:

– He respondido por ti, ¿de acuerdo? Así que vete a hablar con él. -Entonces me señaló con el dedo y me dijo-: No me jodas, Eddie.

Asentí, me dirigí a la parte trasera del local, me senté a la mesa frente a Gennadi y saludé asintiendo con la cabeza.

Se había quitado las gafas y las había dejado a un lado. Tenía unos ojos azules que impresionaban y una cuidada barba, y estaba alarmantemente flaco y cincelado. ¿Heroína? ¿Vanidad? De nuevo, ¿qué sabía yo? Esperé a que él tomara la iniciativa.

Pero no abrió la boca. Tras una pausa absurda, hizo un ademán casi imperceptible con la cabeza, que interpreté como una autorización para hablar.

– Estoy buscando un préstamo a corto plazo de setenta y cinco mil dólares.

Gennadi se toqueteó el lóbulo de la oreja izquierda unos momentos y luego negó con la cabeza.

Esperé a que añadiera algo más, pero eso fue todo.

– ¿Por qué no? -inquirí.

Gennadi resopló sarcásticamente.

– ¿Setenta y cinco mil dólares?

Meneó de nuevo la cabeza y bebió un sorbo de café. Tenía un marcado acento ruso.

– Sí -respondí-, setenta y cinco mil dólares. ¿Tan difícil es? Madre mía.

Si se daba la circunstancia, sabía que aquel tipo probablemente no tendría reparos en clavarme un cuchillo en el corazón, y si Néstor estaba en lo cierto, eso sería sólo el comienzo, pero su actitud me resultaba irritante y no me apetecía seguirle el juego.

– Sí -dijo-, es un puto problema. No te veo antes. Y no me gustas ya.

– ¿Gustarte? ¿Y qué diablos tiene que ver eso? No te estoy pidiendo una cita.

Gennadi vaciló, se movió, puede que incluso pretendiera echar mano de algo, un cuchillo o una pistola, pero se lo pensó mejor y se limitó a mirar su alrededor, por encima del hombro, seguramente cabreado con Néstor.

Decidí forzar la situación.

– Creía que todos los rusos eran peces gordos. Ya sabes, tipos duros, que tienen el control.

Él se volvió hacia mí con una mirada de incredulidad. Entonces se recompuso y, por alguna razón, decidió responder.

– ¿Qué? ¿Yo no tiene control? Te rechazo.

Ahora era yo quien resoplaba sarcásticamente.

Gennadi hizo una pausa y entonces gruñó:

– Que te jodan. ¿Qué sabes tú de nosotros?

– La verdad es que bastante. Conozco a Marat Balagula y el timo de los impuestos del gas, y ese acuerdo con la familia Colombo. Luego está… Michael… -Hice una pausa fingiendo intentar recordar el nombre- ¿Shmushkevich?

Por su mirada me percaté de que no sabía muy bien de qué le hablaba. Probablemente era sólo un niño cuando las compañías petroleras fantasma estaban en pleno apogeo en los años ochenta, transportando gas desde Sudamérica y falsificando justificantes de pago de impuestos. Y, en cualquier caso, a saber de qué hablaba la gente joven cuando se juntaba. Probablemente no comentaban los grandes timos de la generación anterior, eso estaba claro.

– Y… ¿qué? -dijo-. ¿Eres policía?

– No.

Al ver que yo no mediaba palabra, hizo ademán de marcharse.

– Vamos, Gennadi -dije-. Cálmate un poco.

El ruso se apartó de la mesa y me miró, sopesando si debía matarme allí mismo o esperar a que saliéramos. No podía creerme lo temeraria que era mi conducta, pero en cierto modo me sentía seguro, como si nada pudiera afectarme.

– La verdad es que estoy investigando para un libro sobre ustedes -dije-. Pero busco un hilo conductor, alguien cuyo punto de vista pueda utilizar para la historia… -Guardé silencio unos instantes y proseguí-. Alguien como tú, Gennadi.

El ruso cambió la pierna de apoyo y en ese momento supe que era mío.

– ¿Qué tipo de libro? -dijo en voz baja.

– Una novela -repuse-. Ahora mismo sólo la estoy perfilando, pero yo la veo como una historia de dimensiones épicas, el triunfo sobre la adversidad y ese tipo de cosas. Desde los gulags hasta… -En ese momento titubeé, consciente de que podía perderlo-. Si lo piensas -añadí rápidamente-, los espaguetis lo han tenido todo de cara hasta ahora, pero esa mierda de las cinco familias y los hombres de honor se ha convertido en un tópico. La gente quiere algo nuevo. -Mientras Gennadi meditaba mis palabras, decidí dar la estocada final-: Y, además, mi agente cree que también se podrán vender los derechos cinematográficos.

Mi interlocutor vaciló por un momento, pero entonces se sentó de nuevo y esperó más explicaciones.

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