Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Pasados unos momentos levantó la mano y se la miró. La palma tenía manchas de sangre y un mechón de pelo negro pegado. Se la olió y descubrió una fragancia a sótanos mohosos mezclada con hierba de estío. El olor le interesó, hablaba de cazar ratones en rincones subterráneos y de buscar una gata con quien aparearse entre la hierba crecida.

Bajó la vista al regazo y miró impasible al gato. Estaba sentado de nuevo entre el maíz, aunque no recordaba cómo había llegado hasta allí y había recuperado su tamaño normal, aunque tampoco recordaba el proceso. El gato era un despojo dislocado. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como si fuera una bombilla que alguien hubiera tratado de desenroscar, y sus ojos abiertos de par en par miraban el cielo nocturno sorprendidos. Tenía el cráneo destrozado y deforme y los sesos se le salían por una oreja. El pobre desgraciado yacía junto a un trozo de pizarra manchada de sangre. Lee notaba un ligero escozor en el brazo derecho y cuando se lo miró vio que la muñeca y el antebrazo estaban cubiertos de arañazos dispuestos en tres líneas paralelas, como si se hubiera pasado las púas de un tenedor por la carne. No entendía cómo se las había arreglado el gato para arañarle, tan grande como era él en ese momento, pero estaba cansado y le dolía la cabeza, así que pasado un rato dejó de darle vueltas al asunto. Era agotador esto de ser como Dios, lo suficientemente grande como para arreglar las cosas que necesitaban ser arregladas. Se puso en pie con esfuerzo, pues le temblaban las piernas, y emprendió el camino de vuelta a casa.

Sus padres estaban en la habitación de la entrada discutiendo otra vez. Bueno, en realidad su padre estaba sentado con una cerveza y el Sports Illustrated e ignoraba a Kathy, que, de pie a su lado, le hablaba sin parar en voz baja y sofocada. Lee experimentó la nueva clarividencia que le había sobrevenido al hacerse gigante y arreglar la luna, y supo que su padre iba cada noche al Winterhaus no a beber, sino a ver a una camarera, y que eran «amigos»; que su madre estaba furiosa porque el garaje estaba hecho un desastre, porque su padre llevaba las botas puestas en el cuarto de estar, por su trabajo. De algún modo, sin embargo, sobre lo que discutían en realidad era sobre la camarera. También supo que con el tiempo -unos cuantos años, tal vez- su padre se marcharía sin llevarle con él.

Que discutiera así no le importó. Lo que le fastidiaba era la radio, que hacía un ruido de fondo molesto y disonante, como cacerolas llenas de agua a punto de ebullición. El sonido le irritó los oídos y se volvió hacia el aparato para apagarlo, pero cuando alargó la mano hacia el botón del volumen, cayó en la cuenta de que era la canción El demonio en el cuerpo. No lograba entender cómo algún día le había gustado. En las semanas siguientes tendría ocasión de comprobar que le disgustaba cualquier música de fondo, que ya no le encontraba sentido a las canciones, que no eran más que un batiburrillo de incómodos sonidos. Cuando había una radio encendida, abandonaba la habitación y prefería el silencio que le acompañaba en sus pensamientos.

Al subir las escaleras se sintió mareado. Las paredes parecían latir en ocasiones y tenía miedo de que si miraba fuera, la luna podría estar contrayéndose de nuevo y esta vez quizá no pudiera arreglarla. Pensó que sería mejor meterse en la cama antes de que se cayera del cielo. Dio las buenas noches desde las escaleras. Su madre no reparó en él y su padre le ignoró directamente.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, la funda de su almohada estaba cubierta de manchas de sangre reseca. Las estudió sin miedo ni inquietud. El olor, como a moneda de cobre, le resultó especialmente interesante.

Unos pocos minutos después, cuando estaba en la ducha, bajó la vista y observó en el suelo de la bañera un reguero marrón rojizo colándose por el sumidero, como si hubiera óxido en el agua. Sólo que no era óxido. Distraído, se llevó una mano a la cabeza y se preguntó si se habría cortado al caerse de la cerca la noche anterior. Al tacto notó una zona dolorida en el lado derecho del cráneo. Palpó lo que parecía una pequeña depresión y por un momento fue como si alguien hubiera dejado caer un secador de pelo en la ducha con él dentro: una fuerte descarga eléctrica le cegó y transformó el mundo en el negativo de una fotografía. Cuando el dolor y la conmoción cedieron, se miró la mano y vio que los dedos estaban ensangrentados.

No le dijo a su madre que se había herido en la cabeza -no parecía importante- ni le explicó la sangre en la almohada, aunque ella se horrorizó al verla.

– Mira esto -dijo de pie en la cocina con la funda de la almohada manchada de sangre en la mano-. La has echado a perder.

– Déjale en paz -dijo el padre sentado en la cocina, con la cabeza entre las manos leyendo la sección de deportes. Estaba pálido, sin afeitar y con aspecto enfermo, pero eso no le impidió sonreír a su hijo-. Al chico le sangra la nariz y te comportas como si hubiera matado a alguien. Tu hijo no es ningún asesino. -Le guiñó un ojo a Lee-. Al menos aún no.

Capítulo 38

Lee tenía ya una sonrisa preparada para Merrin cuando ésta le abrió la puerta, pero no reparó en ella; de hecho apenas le miró. Lee dijo:

– Le conté a Ig que tenía que pasar aquí el día trabajando para el congresista y me dijo que si no te saco a cenar a un buen restaurante dejará de ser mi amigo.

En el sofá había dos chicas viendo en la televisión un capítulo viejo de Los problemas crecen. Apiladas entre ellas y a sus pies había montones de cajas de cartón. Eran chinas, como la compañera de piso de Merrin, que estaba sentada en el brazo de una butaca hablando a voces por su teléfono móvil con aspecto de estar encantada de la vida. A Lee no le gustaban demasiado los asiáticos en general, criaturas siempre en enjambres, pegadas a una cámara o un teléfono, aunque sí le gustaba el look de colegiala asiática con zapatos negros de hebilla, medias hasta la rodilla y falda tableada. La puerta que daba a la habitación de la compañera de piso estaba abierta y había más cajas apiladas sobre un colchón desnudo.

Merrin examinó la escena con una suerte de perpleja desesperación y después se volvió hacia Lee. De haber sabido que le iba a recibir con esa cara gris sucia, color de agua de fregar los platos, sin maquillaje, el pelo sin lavar y un chándal viejo, se habría ahorrado la visita. Menudo corte de rollo. Ya se arrepentía de haber ido. Se dio cuenta de que seguía sonriendo y se obligó a dejar de hacerlo, mientras pensaba algo apropiado que decir.

– ¿Sigues mala? -preguntó.

Merrin asintió distraída y dijo:

– ¿Quieres que vayamos a la azotea? Hay menos ruido.

La siguió escaleras arriba. No parecía que fueran a salir a cenar, pero Merrin subió un par de Heineken de la nevera, lo cual era mejor que nada.

Eran casi las ocho, pero aún era de día. Los chicos del monopatín estaban de nuevo en la calle y se oía el ruido de las tablas chocando contra el asfalto. Lee caminó hasta el borde de la azotea para mirarles. Un par de ellos llevaban crestas en el pelo y vestían corbatas y camisas abotonadas sólo a la altura del cuello. A Lee nunca le había interesado el mundo del skateboard más que por las apariencias, porque llevar un monopatín bajo el brazo te daba aspecto de alternativo, de chico algo peligroso pero también atlético. No le gustaba fracasar, sin embargo; la mera idea de fracasar le producía frío y parálisis en uno de los lados de la cabeza.

Merrin le rozó la espalda y por un momento pensó que iba empujarle por el tejado y que tendría que retorcerse y aferrarse a su pálida garganta para hacerla caer con él. Merrin debió de ver el susto en su cara porque sonrió por primera vez y le ofreció una de las cervezas. Asintió en agradecimiento y la sostuvo en una mano mientras con la otra se encendía un cigarrillo.

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