– No, gracias. Ahora mismo quiero estar sola. Necesito pensar.
– No quiero que te quedes sola esta noche. En tu estado sería lo peor que puedes hacer. Además, en serio, tienes que venir a mi casa. Te he arreglado la cruz y quiero ponértela.
– No, Lee. Quiero irme a casa, ponerme ropa seca y tranquilizarme un poco.
Tuvo otra oleada de irritación. Típico de Merrin pensar que podían posponer aquello indefinidamente, como si pudiera esperar que la recogiera en El Abismo y la llevara a donde ella quisiera sin darle nada a cambio. Pero apartó este sentimiento. La miró con su blusa y su falda mojadas, tiritando, y caminó hasta el maletero del coche. Sacó su bolsa de gimnasia y se la ofreció.
– Tengo ropa de deporte. Una camiseta y un pantalón. Están secos y limpios.
Merrin vaciló, después agarró la bolsa por las asas y salió del coche.
– Gracias, Lee -dijo sin mirarle a los ojos.
Lee no soltó la bolsa, sino que se aferró a ella -y a Merrin- por un instante, impidiendo que desapareciera en la oscuridad para cambiarse.
– Tenías que hacerlo y lo sabes. Era una locura pensar que tú…, que cualquiera de los dos…
Merrin dijo tirando de la bolsa:
– Sólo quiero cambiarme, ¿vale?
Se volvió y se alejó con paso rígido y la falda pegada a los muslos. Al pasar delante del coche, los faros iluminaron su blusa, que se transparentaba como papel de cera. Pasó por encima de la cadena y continuó avanzando hacia la oscuridad, camino arriba. Pero antes de desaparecer se volvió y miró a Lee con el ceño fruncido y una ceja levantada en señal de interrogación. O de invitación. Sígueme.
Lee encendió un cigarrillo y se lo fumó de pie junto al coche, preguntándose si debería seguirla, dudando si internarse en el bosque con Terry mirando. Pero transcurridos un minuto o dos comprobó que éste se había tumbado en el asiento trasero con una mano sobre los ojos. Se había dado un buen golpe en la sien derecha y antes de eso ya estaba bastante colocado, más cocido que una gamba de Nochevieja, de hecho. Era curioso, encontrarse allí junto a la fundición, como el día en que conoció a Terry Perrish y éste hizo volar un gigantesco pavo por los aires con Eric Hannity. Se acordó del porro de Terry y lo buscó en el bolsillo. Tal vez un par de caladas le asentarían el estómago a Merrin y la volverían menos arisca.
Observó a Terry unos minutos más, pero cuando comprobó que no se movía tiró la colilla del cigarro en la hierba húmeda y echó a andar por el camino en busca de Merrin. Siguió los surcos de grava trazando una curva y después una pequeña pendiente, y allí estaba la fundición, perfilada contra un cielo de furiosas nubes negras. Con su gigantesca chimenea, parecía una fábrica de pesadillas a granel. La hierba mojada relucía y se agitaba con el viento. Pensó que tal vez Merrin había ido a cambiarse dentro del torreón de ladrillo en ruinas y envuelto en sombras, pero entonces la escuchó llamarle desde la oscuridad, a su izquierda.
– Lee -dijo.
La vio a pocos metros del camino.
La bolsa de gimnasia estaba a sus pies y las ropas mojadas dobladas y puestas a un lado, con los zapatos de tacón encima. Había algo metido en uno de ellos, parecía una corbata, doblada varias veces. ¡Cómo le gustaba a Merrin doblar cosas! A veces Lee tenía la impresión de que llevaba años doblándole a él en pliegues cada vez más pequeños.
– No tienes ninguna camiseta. Sólo pantalones de chándal.
– Es verdad. Se me había olvidado -dijo caminando hacia ella.
– Pues vaya mierda. Dame tu camisa.
– ¿Quieres que me desnude?
Merrin trató de sonreír, pero sólo consiguió suspirar con impaciencia.
– Perdona, Lee, pero… no estoy de humor.
– Claro que no. Lo que necesitas es una copa y alguien con quien hablar.
Le enseñó el porro y sonrió, porque sentía que debía sonreír en ese momento.
– Vamos a mi casa y si hoy no estás de humor lo dejamos para otro día.
– ¿De qué hablas? -preguntó Merrin frunciendo el ceño, con las cejas muy juntas-. Quiero decir que no estoy de humor para bromas. ¿De qué estás hablando tú?
Lee se inclinó y la besó. Los labios de Merrin estaban fríos y húmedos. Se estremeció y dio un paso atrás, sorprendida. La cazadora se deslizó de sus manos, pero la sujetó para interponerla entre los dos.
– ¿Qué estás haciendo?
– Sólo quiero que te sientas mejor. Si estás triste es en parte culpa mía.
– Nada es culpa tuya.
Merrin le miraba con los ojos muy abiertos y expresión desconcertada. Pero poco a poco iba cayendo en la cuenta de lo que ocurría. Parecía una niña pequeña. Era fácil mirarla y olvidarse de que tenía veinticuatro años y no era una jovencita virgen de dieciséis.
– No he roto con Ig por ti. No tiene nada que ver contigo.
– Excepto que ahora podemos estar juntos. ¿No era ése el motivo de todo este numerito?
Merrin dio otro paso atrás tambaleándose, con una expresión de suspicacia cada vez mayor y la boca abierta como disponiéndose a gritar. Sólo que no gritó. Se rió, una sonrisa forzada e incrédula. Lee hizo una mueca de dolor. Por un momento fue como oír a su madre riéndose de él. Deberías pedir que te devuelvan el dinero.
– Joder -dijo Merrin-. Joder, Lee, coño. No es el momento para esa clase de bromas.
– Estoy de acuerdo.
Merrin le miró. La sonrisa pálida y confusa se le había borrado de la cara y ahora tenía la boca desfigurada con una mueca. Una fea mueca de asco.
– ¿Eso es lo que crees? ¿Qué he cortado con Ig para poder follar contigo? Eres su amigo. Mi amigo. ¿Es que no entiendes nada?
Lee dio un paso hacia ella y le puso la mano en el hombro, pero Merrin le empujó. Esto sí que no se lo esperaba; se le enredó un zapato en una raíz y cayó al suelo de culo.
Miró a Merrin y sintió cómo algo crecía en su interior: una especie de rugido atronador que avanzaba por un túnel. No la odiaba por todo lo que le estaba diciendo, aunque desde luego era muy fuerte. Después de provocarle durante meses -años en realidad- ahora le ponía en ridículo por desearla. Lo que en realidad le enfurecía era la expresión de su cara. Esa mirada de asco, con los dientecillos afilados asomando bajo el labio superior.
– ¿Entonces de qué me estabas hablando? -preguntó pacientemente, sintiéndose ridículo allí, sentado en el suelo-. ¿De qué hemos estado hablando todo este mes? Pensaba que querías tirarte a otros tíos. Pensaba que había cosas de ti, sentimientos a los que por fin querías enfrentarte. Sentimientos hacia mí.
– Dios -dijo Merrin-. Madre mía, Lee.
– Pidiéndome que te llevara a cenar por ahí, mandándome mensajes guarros sobre una supuesta rubia que ni siquiera existe. Llamándome a todas horas para saber a qué me dedico, si estoy bien.
Alargó una mano y la apoyó en el montón de ropa de Merrin, preparándose para ponerse de pie.
– Estaba preocupada por ti, gilipollas. Se acababa de morir tu madre.
– ¿Te crees que soy idiota? La mañana en que murió te dedicaste a ponerme como una moto, restregándote contra mi pierna con el cadáver en la habitación de al lado.
– ¿Cómo dices?
Hablaba en voz alta, aguda, histérica. Estaba haciendo demasiado ruido y Terry podría oírla, preguntarse por qué discutían. Lee asió la corbata metida en el zapato y cerró el puño mientras se ponía en pie. Merrin siguió hablando:
– ¿Te refieres a que estabas borracho y te di un abrazo y empezaste a toquetearme? Te dejé porque te vi hecho polvo, Lee, eso es todo. To-do.
Se había echado a llorar otra vez. Se cubrió los ojos con una mano y la barbilla le temblaba. Con la otra mano seguía sujetando la cazadora.
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