Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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El Gremlin no parecía el de siempre, la capa de pintura había desaparecido por completo y la estructura de debajo estaba negra y completamente quemada. Un policía con botas de agua abrió la puerta del pasajero y del interior salió agua. Un pejerrey se deslizó en la corriente reflejando en sus escamas la luz iridiscente de la mañana y aterrizó en la arena con un plaf. El policía de las botas de goma lo devolvió de una patada al agua, donde se recuperó y desapareció.

Unos cuantos agentes de paisano estaban agrupados en la orilla bebiendo café y riendo sin mirar siquiera el coche. A Ig le llegaron retazos de su conversación, transportada por el claro aire de la mañana.

– ¡… Coño es? ¿Un Civic, pensáis?

– … No sé. Un modelo viejo y hecho una mierda.

– … Alguien decidió empezar la fogata con dos días de antelación.

Despedían un ambiente de buen humor estival y de relajada y masculina indiferencia. Mientras la grúa arrancaba lentamente y echaba a andar, tirando del Gremlin, salió agua de las ventanillas traseras, que estaban hechas añicos. Ig vio que la matrícula trasera se había caído. Seguramente la delantera también. Lee se habría preocupado de quitarlas antes de arrastrar a Ig desde la chimenea de la fundición y meterle en el coche. La policía no sabía lo que había encontrado. Aún no.

Se abrió paso entre los árboles y se situó sobre unas rocas en una pendiente elevada para observar la orilla a través de los pinos, desde unos veinte metros de distancia. No miró abajo hasta que no escuchó un murmullo de risas. Miró por el rabillo del ojo y vio a Sturtz y Posada, de uniforme, de pie el uno junto al otro y sosteniéndose mutuamente la polla mientras orinaban entre los matorrales. Cuando se besaron, Ig tuvo que agarrarse a un árbol para no perder el equilibrio y caer sobre ellos. Se puso de nuevo a cubierto, donde no podían verle.

Alguien gritó:

– ¿Posada? ¿Dónde coño estáis, tíos? Necesitamos a alguien en el puente.

Ig echó otro vistazo mientras se iban. Su intención había sido enfrentarlos, no arrejuntarlos, y sin embargo no le sorprendía lo ocurrido. Era tal vez el precepto más viejo del diablo, que el pecado siempre hace aflorar la parte más humana de las personas, para bien o para mal. Escuchó susurros mientras los dos hombres se abrochaban el pantalón y a Posada reír; después se marcharon.

Trepó hasta una posición más elevada para tener mejor vista de la orilla y del río, y fue entonces cuando vio a Dale Williams. El padre de Merrin estaba junto a la barandilla del puente con los otros espectadores, un hombre pálido con el pelo muy corto y camisa a rayas de manga corta.

Parecía fascinado por el espectáculo del coche calcinado. Se inclinaba sobre la mohosa barandilla con sus gruesos dedos entrelazados, mirándolo con expresión entre atónita y vacía. Tal vez la policía no supiera lo que habían encontrado, pero Dale sí. Dale entendía de coches, llevaba vendiéndolos veinte años y conocía éste. No sólo se lo había vendido a Ig, sino que le había ayudado a arreglarlo y llevaba seis años viéndolo a la entrada de su casa prácticamente a diario. Ig no lograba imaginar lo que estaría pensando mientras miraba los restos negruzcos del Gremlin en la orilla del río, en el convencimiento de que era el último coche en el que había montado su hija.

Había coches aparcados a lo largo del puente y a los lados de la carretera. Dale estaba en el extremo oriental del puente. Ig empezó a bajar la colina, atajando por entre los árboles en dirección a la carretera.

Dale también se había puesto en movimiento. Durante un buen rato había estado allí quieto, mirando la carcasa calcinada y llena de agua del Gremlin. Lo que le sacó de su ensimismamiento fue ver a un policía -Sturtz- subiendo la pendiente para controlar a la multitud. Dale empezó a abrirse paso entre los curiosos con su pesada figura de carabao, alejándose del puente.

Cuando Ig llegó al borde de la carretera vio el coche de Dale, un BMW sedán; supo que era el suyo por la matrícula del concesionario. Estaba aparcado en el sendero de grava, a la sombra de unos pinos. Ig salió del bosque con determinación y se sentó en el asiento trasero con la horca sobre las rodillas.

Los cristales traseros estaban tintados, pero no importaba. Dale tenía prisa y ni siquiera miró el asiento trasero. Ig supuso que no quería ser visto por allí. Si hubiera que hacer una lista con las personas de Gideon que más deseaban ver a Ig Perrish quemado vivo, Dale estaría seguro entre los cinco primeros. Abrió la puerta y se sentó tras el volante.

Con una mano se quitó las gafas y con la otra se cubrió los ojos. Durante un rato permaneció allí sentado, respirando de forma suave pero irregular. Ig esperó, no quería interrumpirle.

En el salpicadero había algunas fotografías pegadas. Una era de Jesús, la reproducción de un óleo en que aparecía con una barba dorada y su melena también dorada peinada hacia atrás, mirando inspirado al cielo mientras haces de luz dorada se abrían paso entre las nubes a sus pies. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Al lado había una de Merrin con diez años, sentada detrás de su padre en la moto de éste. Llevaba gafas de aviador y un casco blanco con estrellas rojas y líneas azules, y abrazaba a su padre. Una mujer guapa con pelo color cereza estaba de pie detrás de la moto, con una mano apoyada en el casco de Merrin y sonriendo a la cámara. Al principio Ig pensó que se trataba de la madre, pero luego se dio cuenta de que era demasiado joven y que tenía que ser la hermana, la que había muerto cuando vivían en Rhode Island. Dos hijas y las dos muertas. Bienaventurados los que lloran, porque en cuanto levanten cabeza recibirán otra patada en los huevos. Esto no salía en la Biblia, pero tal vez debería.

Cuando Dale se serenó, cogió las llaves, arrancó el coche y enfiló la carretera tras dirigir una última mirada al espejo retrovisor del asiento del pasajero. Se secó las mejillas con las muñecas y se puso las gafas. Después se besó el pulgar y lo acercó a la niña de la fotografía.

– Era su coche, Mary -dijo. Mary es como llamaba a Merrin-. Completamente quemado. Creo que ha muerto, creo que el hombre malo ha muerto por fin.

Ig apoyó una mano en el asiento del conductor y la otra en el del pasajero y después tomó impulso y se deslizó hasta quedar sentado junto a Dale.

– Siento desilusionarte -dijo-. Sólo los buenos mueren jóvenes, me temo.

Al ver a Ig, Dale profirió un graznido de miedo y dio un volantazo. El coche se escoró a la derecha pisando el camino de grava. Ig se precipitó contra el salpicadero y casi se cae al suelo. Escuchó rocas chocando y golpeando los bajos del coche. Después éste se detuvo y Dale salió corriendo carretera arriba, gritando.

Ig se incorporó. No entendía nada. Nadie gritaba ni salía corriendo al ver los cuernos. A veces intentaban matarle, pero nadie gritaba ni corría.

Dale se detuvo en el centro de la carretera mirando por encima del hombro al sedán y emitiendo gorjeos de pájaro. Una mujer en un Sentra le tocó el claxon al pasar: Apártate de la carretera. Dale se tambaleó hasta el arcén, una delgada franja de tierra que terminaba en una zanja llena de hierba. El terreno cedió bajo su pie derecho y cayó rodando.

Ig se situó al volante y condujo despacio detrás de él.

Detuvo el coche mientras Dale se ponía de pie con dificultad. Éste echó de nuevo a correr, ya en la zanja. Ig bajó la ventanilla del pasajero y se inclinó sobre el asiento para llamarle.

– Señor Williams, suba al coche.

Dale no se detuvo, sino que continuó corriendo con la mano en el corazón. La papada le brillaba de sudor y se había hecho un roto en los pantalones.

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