Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– No. No va a hacer eso.

– Tampoco estaría mal faltar al trabajo esta tarde. Pasar un par de horas echado, a oscuras.

– Eso está mejor.

– Echarme una siesta y después meterme la pistola en la boca y acabar por fin con tanto sufrimiento.

– No. Eso tampoco.

Dale suspiró trémulo y enfiló el camino de entrada a su casa. Los Williams tenían un chalé en una calle de chalés todos igual de deprimentes, cajas de una sola planta con un cuadrado de jardín en la parte trasera y otro más pequeño delante. El suyo era del color verde pálido y pastoso de algunas habitaciones de hospital y tenía el mismo aspecto que como Ig lo recordaba. La cubierta de vinilo estaba salpicada de manchas marrones de moho en las juntas de los cimientos de hormigón, las ventanas estaban cubiertas de polvo y el césped tenía aspecto de no haber sido segado en una semana. La calle ardía en el calor estival y nada se movía; el ladrido de un perro sonaba a infarto, a migraña, a verano indolente y recalentado que se acercaba modorro a su final. Ig había abrigado la perversa esperanza de ver a la madre de Merrin, de descubrir sus secretos, pero Heidi no estaba en casa. En realidad ninguno de los habitantes de la calle parecía estar en casa.

– ¿Y qué tal si la cago en el trabajo y consigo que para mediodía me manden a tomar por culo? A ver si consigo que me despidan. Llevo seis semanas sin vender un coche, así que están deseando que les dé un motivo. Si no me han despedido ya es porque les doy pena.

– Eso sí que es lo que yo llamo un plan -dijo Ig.

Dale le condujo dentro de la casa. Ig no se llevó la horca, no creía que fuera a necesitarla de momento.

– Iggy, ¿te importa servirme una copa? Ya sabes dónde está el mueble bar. Mary y tú solíais robarme bebidas. Quiero sentarme un rato a oscuras. Tengo la cabeza como hueca.

El dormitorio principal estaba al final de un pequeño recibidor con paredes enteladas de color marrón chocolate. Todas las paredes del pasillo habían estado cubiertas de fotos de Merrin, pero habían desaparecido. En lugar de ello había retratos de Jesús. Por primera vez en todo el día Ig se enfadó.

– ¿Por qué han quitado a Merrin y le han puesto a Él en su lugar?

– Fue idea de Heidi. Me quitó las fotos de Mary.

Dale se desembarazó de una patada de sus zapatos negros mientras caminaba por el pasillo.

– Hace tres meses empaquetó todos sus libros, su ropa, las cartas que tú le habías escrito y lo subió todo al ático. Ahora ha convertido el dormitorio de Merrin en su despacho. Trabaja allí ensobrando cartas para causas cristianas. Pasa más tiempo con el padre Mould que conmigo, va a la iglesia cada mañana y se queda allí los domingos enteros. Tiene un retrato de Jesús en su mesa. No tiene una fotografía mía ni de sus hijas, pero sí un retrato de Jesús. Me dan ganas de perseguirla por la casa gritándole el nombre de sus hijas. ¿Sabes una cosa? Deberías subir al ático y bajar la caja. Me gustaría sacar todas las fotos de Mary y de Regan. Tirárselas a Heidi a la cara hasta hacerla llorar. Le diré que si quiere deshacerse de las fotografías de sus hijas tendrá que tragárselas. De una en una.

– Demasiado trabajo para una tarde tan calurosa.

– Pero sería divertido. Sería la hostia de divertido.

– Pero no tan refrescante como un gin-tonic.

– No -dijo Dale, de pie en el umbral de su dormitorio-. Sírveme uno, Ig. Que esté cargadito.

Ig regresó al recibidor, que en otro tiempo había sido una galería dedicada a la infancia de Merrin Williams, llena de fotografías suyas: Merrin disfrazada de piel roja, Merrin montando en bicicleta y sonriendo dejando ver su aparato dental; Merrin en bañador a hombros de Ig, con éste metido en el río Knowles hasta la cintura. Ya no estaban y la habitación parecía recién redecorada por un agente inmobiliario de la manera más insustancial posible, para una sesión de puertas abiertas de mañana de domingo. Como si nadie viviera ya allí.

Y es que nadie vivía allí ya. Desde hacía meses, la casa era sólo un lugar donde Dale y Heidi Williams almacenaban sus cosas, tan poco relacionada con sus vidas interiores como una habitación de hotel.

Sin embargo, el alcohol estaba donde siempre, en el mueble situado encima del televisor. Ig le preparó a Dale un gin-tonic con una tónica que sacó de la nevera de la cocina y le añadió una hoja de menta y una cáscara de naranja además del hielo. De regreso al dormitorio, sin embargo, una cuerda que colgaba del techo le rozó el cuerno derecho, amenazando con quedarse enganchada en él. Ig levantó la vista y…

… allí estaba, en las ramas del árbol sobre su cabeza, la parte inferior de la casa del árbol, con las palabras escritas en la trampilla y la pintura blanca ligeramente visible en la noche: «Bienaventurado el que traspase el umbral». Ig se mareó y entonces…

… ahuyentó una repentina oleada de vértigo. Con la mano libre se masajeó la frente esperando a que se le aclarara la cabeza, a que se le pasara la sensación de mareo. Por un momento lo había visto, lo que había ocurrido en el bosque cuando acudió borracho a la fundición para desahogar su furia, pero la imagen se había desvanecido. Dejó el vaso en el suelo y tiró de la cuerda, abriendo la trampilla que conducía al ático con un fuerte chirrido de muelles.

Si hacía calor en la calle, la buhardilla de techo bajo y sin rematar era directamente un horno. Unas tablas de madera contrachapada cubrían las vigas a modo de suelo improvisado. No había espacio suficiente para estar de pie ni siquiera en el vértice del techo, pero no le importó. Tres cajas grandes de cartón con la palabra «Merrin» escrita a los lados en rotulador rojo estaban a la derecha de la trampilla.

Las bajó de una en una, las colocó en la mesa baja del cuarto de estar y examinó su contenido, las cosas que Merrin había dejado atrás al morir, mientras se bebía el gin-tonic de Dale.

Olió su sudadera de Harvard y la culera de sus vaqueros favoritos. Repasó sus libros, su colección de libros de bolsillo. Ig rara vez leía novelas, siempre le había gustado el ensayo, tratados sobre ayuno, irrigación, viajes, vida al aire libre y sobre el reciclaje de materiales. Pero Merrin prefería la ficción, la alta literatura. Le gustaban las historias escritas por gente que había tenido vidas breves, feas y trágicas y que fueran como mínimo ingleses. Una buena novela para ella tenía que ser un viaje emocional y filosófico y además enseñarle vocabulario nuevo.

Leía a Gabriel García Márquez, a Michael Chabon, a Ian McEwan y a John Fowles. Un libro se le abrió en las manos por un pasaje subrayado: «Cómo refina la culpa los métodos de autotortura, insertando las cuentas del detalle en un bucle infinito, un rosario que se desgrana a lo largo de toda una vida». Y después otro, de un libro diferente: «Va en contra de la esencia de la narrativa norteamericana colocar a alguien en una situación de la que no puede salir, pero creo que en la vida es algo que ocurre con frecuencia». Ig dejó de hojear los libros, le estaban poniendo nervioso.

Entre los de Merrin había mezclados algunos volúmenes de su propiedad, libros que llevaba años sin ver. Un manual de estadística, El libro de cocina del campista, Reptiles de Nueva Inglaterra. Se terminó la copa y echó un vistazo al de Reptiles. Alrededor de la página cien encontró el dibujo de una serpiente cascabel marrón con una raya naranja en el lomo. Era la Crotalus horridus, una serpiente de cascabel de bosque que habita sobre todo al sur de la frontera de New Hampshire -es muy común en Pensilvania-, pero que también se encuentra en las White Mountains. Rara vez atacan a los humanos, son tímidas por naturaleza. En el año anterior había muerto más gente golpeada por un rayo que por mordeduras de horridus en todo el último siglo. Y sin embargo, su veneno estaba considerado el más peligroso de todas las serpientes americanas, neurotóxico, capaz de paralizar pulmones y corazón. Colocó el libro en su sitio.

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