Quería que se sentara delante, así que volvió la cabeza para pedirle a Terry que se pasara al asiento trasero, pero éste ya se había levantado para hacerlo. Iba hecho polvo, se había fumado la mitad de la producción de México en las dos últimas horas y se movía con la gracia de un elefante anestesiado. Lee alargó el brazo para abrirle a Merrin la puerta del asiento del pasajero y de paso empujó a Terry en el trasero con un codo para ayudarle a moverse. Terry se cayó y Lee escuchó un golpe metálico cuando su cabeza chocó con la caja de herramientas abierta en el suelo del coche.
Merrin entró retirándose los mechones de pelo empapado de la cara. Su cara pequeña con forma de corazón -una cara de niña- estaba mojada, pálida y parecía fría, y a Lee le entró un deseo irrefrenable de tocarla, de acariciarle suavemente la mejilla. Tenía la blusa completamente empapada y se le transparentaba un sujetador con pequeñas rosas estampadas. Antes de darse cuenta ya lo estaba haciendo, estaba alargando la mano para tocarla. Pero entonces desvió la mirada y vio el porro de Terry, gordo como un plátano, en el asiento y se apresuró a cubrirlo con una mano antes de que Merrin lo descubriera.
Entonces fue ella la que le tocó a él, apoyando los dedos gélidos en su muñeca.
– Gracias por recogerme, Lee -dijo-. Me has salvado la vida.
– ¿Dónde está Ig? -preguntó Terry con voz espesa y estúpida, arruinando el momento. Lee le miró por el espejo retrovisor. Estaba encorvado hacia delante con los ojos perdidos y presionándose la sien.
Merrin se llevó una mano al estómago, como si el solo hecho de pensar en Ig le causara dolor físico.
– No…, no lo sé. Se fue.
– ¿Se lo dijiste? -preguntó Lee.
Merrin volvió la cabeza en dirección a El Abismo y Lee vio su reflejo en el cristal; reparó en que la barbilla le temblaba de los esfuerzos por no llorar. Temblaba de pies a cabeza, tanto que las rodillas casi entrechocaban.
– ¿Qué tal se lo ha tomado? -preguntó Lee sin poder evitarlo.
Merrin negó con la cabeza y dijo:
– ¿Podemos irnos?
Lee asintió y condujo hasta la carretera marcha atrás, por donde habían venido. Pensó en la noche que tenía por delante y la vio como una sucesión de pasos ordenados. Primero dejarían a Terry en su casa y después conduciría hasta su casa sin discusión posible. Le diría a Merrin que necesitaba quitarse la ropa mojada y darse una ducha en el mismo tono de voz calmado y decidido en que ella le había mandado a la ducha el día que murió su madre. Y cuando le llevara una copa, descorrería suavemente la cortina para mirarla bajo el chorro de agua; para entonces ya estaría desnudo.
– Eh, chica -dijo Terry-, ¿quieres mi cazadora?
Lee le dirigió una mirada irritada por el espejo retrovisor. Había estado tan absorto pensando en Merrin en la ducha que se había medio olvidado de que Terry seguía allí. Le invadió un frío ramalazo de odio hacia el falso, divertido, famoso, guapo y básicamente retrasado mental de Terry, que se había aprovechado de su mínimo talento, de las relaciones de su familia y de un apellido famoso para hacerse rico y follarse a las tías más buenas del país. Se le antojaba lógico tratar de exprimirlo, ver si había alguna manera de poner algo de su glamour al servicio del congresista, o al menos sacarle algún dinero. Pero lo cierto es que Terry nunca le había gustado demasiado; le consideraba un bocazas exhibicionista que le había humillado delante de Glenna Nicholson el día en que se conocieron. Le ponía enfermo verle ponerse en plan baboso con la novia de su hermano cuando no hacía ni diez minutos que habían roto, como si estuviera autorizado, como si tuviera derecho a ello. Apagó el aire acondicionado, maldiciéndose interiormente por no haber pensado en ello antes.
– Estoy bien -dijo Merrin, pero Terry ya le estaba ofreciendo la chaqueta-. Gracias, Terry -dijo en un tono tan agradecido y desvalido que le entraron ganas de abofetearla.
Merrin tenía sus virtudes, pero básicamente era una mujer como todas las demás, a la que el estatus y el dinero excitaban y volvían sumisa. De no haber sido por el fondo de inversiones y el apellido familiar, dudaba de que se hubiera fijado alguna vez en Ig Perrish.
– De-debéis estar pensando…
– No estamos pensando nada. Relájate.
– Ig…
– Estoy seguro de que Ig está bien. No te preocupes.
Seguía tiritando. Mucho. Lo que en realidad le excitaba era ver cómo le temblaban los pechos. Pero entonces Merrin se volvió y extendió una mano hacia el asiento trasero.
– ¿Estás bien?
Cuando retiró la mano, Lee vio que tenía sangre en las yemas de los dedos.
– Habría que vendarte eso.
– Estoy bien, no os preocupéis -dijo Terry, y entonces Lee quiso abofetearle a él. Pero en lugar de ello pisó a fondo el acelerador, impaciente por dejar a Terry en su casa, por quitárselo de en medio lo antes posible.
El Cadillac subía y bajaba, deslizándose por la carretera mojada y bamboleándose en las curvas. Merrin se arrebujó en la cazadora de Terry mientras seguía tiritando con fuerza, sus ojos brillantes y doloridos sobresaliendo de entre una mata de pelo enredado, rojo pajizo y húmedo. De repente sacó una mano y la apoyó en el salpicadero, con el brazo recto y rígido, como si estuvieran a punto de salirse de la carretera.
– Merrin, ¿estás bien?
Negó con la cabeza.
– No…, sí. Lee, por favor, para. Para aquí.
Hablaba en un hilo de voz rebosante de tensión.
Se dio cuenta de que estaba a punto de vomitar. La noche se arrugaba a su alrededor, se le iba de las manos. Merrin estaba a punto de vomitar en su Cadillac, un pensamiento que, para ser sinceros, le anonadaba. Lo que más había disfrutado de la enfermedad de su madre y de su muerte había sido que le dejó como único dueño del Cadillac, y si Merrin vomitaba dentro se iba a poner furioso. Era imposible hacer desaparecer el olor a vómito de un coche.
Vio el desvío a la vieja fundición a la derecha y giró para tomarlo, a demasiada velocidad. La rueda delantera derecha patinó en la tierra al borde de la carretera y el coche se escoró violentamente hacia el lado contrario, lo menos indicado si se lleva a una chica a punto de vomitar en el asiento del pasajero. Reduciendo la velocidad enfiló la abrupta pista forestal, mientras los arbustos golpeaban los costados del coche y éste levantaba nubes de grava. Los faros iluminaron una cadena que atravesaba el camino y se aproximaba hacia ellos a gran velocidad y Lee continuó pisando el freno, haciendo detenerse el coche poco a poco, con suavidad. Por fin se detuvo con un gemido del motor y el parachoques casi incrustado en la cadena.
Merrin abrió la puerta y empezó a vomitar con una fuerte arcada que sonó como una tos. Lee puso el coche en punto muerto. Él también estaba temblando, pero de ira, y tuvo que hacer un esfuerzo por recuperar la serenidad. Si iba a meter a Merrin en la ducha aquella noche, tendría que ser paso a paso y llevándola de la mano. Podía hacerlo, podía llevarla a donde ambos estaban destinados a terminar, pero para ello necesitaba controlarse, controlar aquella noche que amenazaba con echarse a perder. Hasta ahora nada había ocurrido que no se pudiera enderezar.
Salió y caminó hasta el otro lado del coche mientras la lluvia le mojaba la espalda y los hombros de la camisa. Merrin tenía los pies apoyados en el suelo y la cabeza entre las piernas. La tormenta empezaba a perder fuerza y la lluvia golpeaba en silencio las hojas que pendían sobre el camino.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Merrin asintió y Lee siguió hablando:
– Vamos a llevar a Terry a su casa y después te vienes conmigo a la mía y me cuentas todo lo que ha pasado. Te pondré una copa y podrás desahogarte. Hará que te sientas mejor.
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