Era mediados de octubre y anochecía pronto. Todavía no eran las seis cuando salió al jardín y toda la luz que quedaba en el cielo era una línea rosa intenso sobre los campos al otro lado de la carretera. Mientras esperaba, se puso a canturrear una canción que ese año se oía mucho por la radio. «Mírales marchar -cantó en un susurro-, mírales patalear». Habían salido ya unas pocas estrellas. Echó la cabeza hacia atrás y le sorprendió ver que una de ellas se movía, trazando una línea recta en el cielo. Al momento se dio cuenta de que tenía que ser un avión o tal vez un satélite. ¡O un ovni! Vaya idea. Cuando bajó la vista el gato estaba allí.
El felino de ojos dispares asomó la cabeza entre las plantas de maíz y observó a Lee durante un largo instante en silencio, sin maullar ni una vez. Lee sacó la mano del bolsillo de su cazadora muy despacio, para no asustarlo.
– Eh, colegaaa -dijo arrastrando la última sílaba, como si cantara-. Eh, colega.
La lata de sardinas se abrió con un chasquido metálico y el gato desapareció rápidamente detrás del maíz.
– Eh, no, colega -dijo Lee poniéndose en pie de un salto. No era justo. Lo había planeado todo, cómo atraería al gato hacia sí con una canción suave y amistosa, después dejaría la lata en el suelo sin intentar tocarlo; no esa noche, sólo le dejaría comer. Y ahora el animal se había marchado sin darle una oportunidad.
Sopló una racha de viento que agitó el maizal y Lee notó que una ráfaga de frío le traspasaba la chaqueta. Estaba allí de pie, demasiado decepcionado para moverse, mirando fijamente hacia el maíz, cuando el gato apareció de nuevo y se colocó de un salto en el pasamanos de la cerca. Volvió la cabeza para mirar a Lee con ojos brillantes y llenos de fascinación.
Lee se sintió aliviado de que el gato no hubiera escapado corriendo sin mirar atrás; se sentía agradecido hacia él por que se hubiera quedado. No hizo ningún movimiento brusco. Reptó más que caminó y no volvió a dirigirle la palabra al animal. Cuando estuvo cerca de él pensó que regresaría al maizal, que desaparecía de nuevo, pero en lugar de ello, cuando Lee estuvo junto a la valla, el gato dio unos cuantos pasos sobre ésta y después se detuvo para volver de nuevo la cabeza, con una mirada que parecía expectante. Esperando a que Lee le siguiera, invitándole a que le siguiera. Lee se agarró a un poste y trepó sobre la valla. Ésta tembló y pensó: Ahora sí que el gato va a desaparecer. Pero en lugar de ello esperó a que la valla se estabilizara y echó a andar con la cola erguida, dejando ver su gran trasero negro y sus grandes testículos.
Lee caminó detrás del gato con los brazos estirados a ambos lados para mantener el equilibrio. No se atrevía a darse prisa por miedo a espantarlo, pero avanzaba a buen ritmo. El gato trotaba perezoso abriendo el camino y alejándole más y más de la casa. El maíz llegaba justo hasta la cerca y las gruesas hojas rozaban el brazo de Lee entorpeciendo su paso. Hubo un momento complicado en que uno de los travesaños tembló violentamente bajo sus pies y tuvo que agacharse y apoyar una mano en el poste para evitar caerse. El gato esperó a que recuperara el equilibrio agazapado en el siguiente tramo de la valla y siguió sin moverse cuando Lee se puso de nuevo de pie y pasó por encima del travesaño tembloroso hasta situarse a su lado. En vez de alejarse arqueó el lomo, se le erizó el pelo y emitió de nuevo un ronroneo agudo y oxidado. Lee estaba loco de emoción al estar por fin tan cerca de él, tanto que podía tocarlo.
– Eh -susurró, y el gato intensificó su ronroneo y arqueó el lomo; era imposible pensar que no quería que Lee lo tocara.
Lee sabía que se había prometido a sí mismo que no trataría de acariciarlo, no esa noche, no cuando acababan de establecer contacto por primera vez, pero se le antojaba maleducado ignorar una solicitud de afecto tan inconfundible. Alargó lentamente un brazo para tocarlo.
– Eh, colega -canturreó en voz baja, y el gato cerró los ojos en un gesto de puro placer animal; después los abrió y le lanzó un zarpazo.
Lee se enderezó de golpe y la zarpa arañó el aire a un milímetro de su ojo izquierdo. La cerca tembló con violencia, Lee perdió el equilibrio y cayó de costado en el maizal.
El travesaño superior de la valla estaba a poco más de un metro del suelo en casi todos los lugares, pero precisamente en el tramo en el que se encontraba Lee el suelo se hundía hacia la izquierda y la caída era casi de dos metros. Una horca llevaba más de una década en el maizal esperando a Lee desde antes de que éste naciera, tirada en el suelo con las púas curvas y enmohecidas apuntando hacia arriba. Lee se dio con ella en la cabeza.
Transcurrido un rato, se sentó. El maíz susurraba frenético, difundiendo falsos rumores sobre él. El gato había desaparecido de la cerca. Cuando levantó la vista, era ya noche cerrada y vio desplazarse a las estrellas por el cielo. Todas eran ahora satélites, cayendo aquí y allí, en diferentes direcciones. La luna se contrajo, descendió unos pocos centímetros y se contrajo de nuevo. Era como si el telón del cielo corriera el peligro de desprenderse, dejando ver un escenario vacío. Lee alargó el brazo y colocó la luna en el sitio que le correspondía. Estaba tan fría que los dedos se le quedaron insensibles, como si hubieran tocado un carámbano.
Tuvo que subir mucho para alcanzar la luna, y mientras estaba allí arriba miró abajo, a su pequeño rincón de mundo en West Bucksport, y vio cosas que no podía haber visto desde el maizal y las vio de la manera en que Dios las veía. Vio el coche de su padre bajando por Pickpocket Lane y enfilando el camino de grava que conducía a su casa. Llevaba un pack de seis cervezas en el asiento del pasajero y una lata fría entre los muslos. De haberlo querido, Lee habría podido empujar el coche con el dedo y sacarlo del camino, empotrarlo en los árboles que ocultaban su casa desde la carretera. Se lo imaginó, el coche volcado y las llamas saliendo desde debajo del capó. La gente diría que conducía borracho.
Se sentía tan distanciado del mundo a sus pies como de una maqueta de tren. West Bucksport resultaba encantador y hermoso, con sus arbolitos, sus casitas de juguete y hombrecillos que parecían muñecos. De haberlo querido, podía haber cogido su casa y colocarla al otro lado de la calle. Después, con el tacón, podría haberla aplastado. Limpiarlo todo de un plumazo con un solo gesto.
Vio movimiento en el maizal, una sombra animada que avanzaba furtiva entre otras, y reconoció al gato. Supo entonces que no había sido elevado a semejante altura sólo para recolocar la luna. Había ofrecido comida y consuelo al descarriado, y éste, después de atraerle con falsas muestras de cariño, le había lanzado un zarpazo y tirado de la valla hasta el punto de que podía haber muerto. No lo había hecho por ninguna razón en particular, sólo porque estaba hecho así, y ahora se marchaba como si no hubiera pasado nada. Bueno, tal vez al gato no le hubiera pasado nada, tal vez ya se había olvidado de Lee, pero eso no estaba bien. Así que bajó su brazo gigantesco -era como estar en el último piso de la torre John Hancock mirando por el suelo de cristal hacia el suelo- y posó un dedo sobre el gato, aplastándolo contra el suelo. Durante un solo y frenético instante que duró menos de un segundo notó el espasmo agónico que precede a la muerte en la yema del dedo; notó cómo el gato intentaba escapar, pero era demasiado tarde. Lo espachurró y éste se quebró como una vaina seca. Lo aplastó bien con el dedo, tal y como hacía su padre para apagar los cigarrillos en el cenicero. Lo mató con cierta satisfacción serena y mansa, sintiéndose de algún modo alejado de sí mismo, como le pasaba a veces cuando estaba dibujando.
Читать дальше