Exhaló lentamente con satisfacción.
– ¿Y se puede saber para qué me cuentas eso? -preguntó Lee.
– Porque contigo es lo mismo -dijo la madre abriendo unos ojos grandes y brillantes y volviéndose a mirarle. La ancha sonrisa dejaba ver los dientes que le quedaban, pequeños, amarillos y desiguales, y se echó a reír-. Deberías pedir que te devuelvan el dinero. Te han timado, no eres más que embalaje. Una caja bonita con nada dentro.
Su risa era áspera, entrecortada y rota.
– Deja de reírte de mí -dijo Lee consiguiendo sólo que su madre riera más fuerte y que no parara hasta que le dio doble dosis de morfina. Después fue a la cocina y se bebió un Bloody Mary con mucha pimienta y manos temblorosas.
Sentía una necesidad imperiosa de prepararle a su madre una taza de agua con sal y hacérsela beber enterita. Ahogarla en ella.
Pero lo dejó estar. Si acaso, la cuidó con especial esmero durante una semana, abanicándola todo el día y cambiándole las sábanas con regularidad, poniendo flores frescas en la habitación y dejando la televisión encendida. Tuvo especial cuidado de administrarle la morfina a las horas precisas; no quería que tuviera otro momento de lucidez mientras la enfermera estaba en la casa. Pero sus temores eran infundados; su madre nunca volvió a pensar con claridad.
Se acordaba de la valla. No recordaba gran cosa de los dos años que habían pasado en West Bucksport (Maine); por ejemplo, no recordaba siquiera por qué se habían mudado allí, un sitio en el culo del mundo, un pueblo en mitad de ninguna parte donde sus padres no conocían a nadie. Tampoco lograba recordar por qué habían vuelto a Gideon. Pero sí se acordaba de la valla, del gato salvaje que salió del maizal y de la noche en que impidió que la luna se cayera del cielo.
El gato salió de un campo de maíz al atardecer. La segunda o tercera vez se presentó en su jardín gimiendo suavemente. La madre de Lee salió a recibirlo. Llevaba una lata de sardinas, la dejó en el suelo y esperó mientras el gato se acercaba. Éste atacó las sardinas como si llevara semanas sin comer, tragando los peces plateados con una serie de movimientos de cabeza rápidos y espasmódicos. Después se pegó meloso a los tobillos de Kathy Tourneau ronroneando satisfecho. Era un ronroneo que sonaba algo oxidado, como si hubiera perdido la práctica de sentirse feliz.
Pero cuando la madre de Lee se agachó para rascarle detrás de las orejas, el gato le arañó el dorso de la mano, abriéndole largos surcos rojos en la carne. La madre chilló y le dio una patada, y el gato salió corriendo, volcando la lata de sardinas en su prisa por huir de allí.
La madre llevó la mano vendada durante una semana y la herida cicatrizó mal; conservó las marcas de las uñas del gato durante el resto de su vida. La siguiente vez que éste salió del maizal, maullando para atraer su atención, le tiró una sartén que le hizo desaparecer entre las hileras de maíz.
Detrás de la casa de Bucksport había cerca de una docena de surcos, media hectárea con plantas de maíz chatas y de aspecto mustio. Sus padres las habían sembrado, pero después las habían desatendido. No eran granjeros y ni siquiera les interesaba la jardinería. La madre de Lee recogió unas cuantas mazorcas en agosto y las hirvió, pero no pudieron comérselas. El maíz estaba chicloso, duro e insípido. El padre de Lee se rió y dijo que era comida para cerdos.
En octubre todas las plantas se habían secado y estaban muertas, muchas de ellas quebradas o caídas. A Lee le encantaban. Amaba el aroma fragante que despedían en el fresco aire de otoño, le encantaba recorrer los estrechos caminos entre los sembrados sintiendo el roce de sus hojas secas. Años más tarde recordaría esa sensación, aunque se le había olvidado lo que era amar algo. Para el Lee Tourneau adulto tratar de recordar su entusiasmo infantil por el maíz era un poco como tratar de llenarse la barriga con el recuerdo de una buena comida.
Nunca supieron de dónde había salido el gato. No pertenecía a ninguno de los vecinos. No tenía dueño. La madre de Lee dijo que se trataba de un gato salvaje, pronunciando la palabra «salvaje» con el mismo tono ofensivo y desagradable que empleaba para referirse al Winterhaus, el bar al que acudía cada noche el padre de Lee a tomar un trago (o dos o tres) de camino a casa desde el trabajo.
Al gato se le trasparentaban las costillas y tenía varias calvas en el pelo que dejaban ver jirones de carne rosa y cubierta de costras. Tenía los testículos peludos y tan grandes como pelotas de golf, tan grandes de hecho que le golpeaban las patas traseras al caminar. Tenía un ojo verde y el otro blanco, por lo que parecía tuerto. La madre de Lee ordenó a su hijo que se mantuviera lejos del animal, que no intentara acariciarlo bajo ningún concepto y que no se fiara de él.
– Ya no puede aprender a cogerte cariño -le dijo-. Es incapaz ya de aprender a sentir algo por las personas. No le interesas ni tú ni nadie, y si no le damos comida dejará de venir por aquí.
Pero no fue así. Cada noche, cuando se ponía el sol pero las nubes aún brillaban con su luz, el gato aparecía y se ponía a maullar en el jardín trasero.
Lee salía a buscarlo algunas veces, en cuanto regresaba a casa del colegio. Se preguntaba cómo pasaría el gato sus días, adonde iría y de dónde vendría. Se subía a la valla y caminaba sobre ella, buscando al gato en el maizal.
Se quedaba subido en la cerca hasta que su madre le veía y le gritaba que bajara. Era una valla rústica, con travesaños de madera irregulares encajados en postes inclinados, que rodeaba todo el jardín trasero, incluido el maizal. El pasamanos estaba bastante alto, le llegaba a Lee a la altura de la cabeza, y los travesaños temblaban cuando caminaba sobre ellos. Su madre dijo que la madera estaba podrida, que uno de los travesaños se soltaría con él encima y que acabarían en el hospital (su padre agitaba una mano como quitándole importancia al asunto y decía: «¿Por qué no le dejas tranquilo, que haga lo que hacen todos los niños?»). Pero Lee era incapaz de mantenerse alejado de la valla, ningún chico habría podido. No sólo se encaramaba a ella o la recorría como si fuera una barra de equilibrio, a veces incluso corría sobre ella con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, como una grulla desgarbada a punto de levantar el vuelo. Se sentía bien corriendo sobre la cerca y notando los postes temblar bajo sus pies y el corazón latirle deprisa.
El gato empezó a atacar los nervios de Kathy Tourneau. Anunciaba su llegada desde el maizal con un lamento desentonado, una sola y estridente nota que repetía una y otra vez, hasta que la madre de Lee ya lo no podía soportar y salía por la puerta de atrás para arrojarle algo.
– Por Dios, ¿se puede saber qué es lo que quieres? -le gritó una noche-. No pienso darte de comer, así que ¿por qué no te largas?
Lee no le dijo nada a su madre, pero creía saber por qué el gato se presentaba allí cada noche. El error de su madre era que creía que el gato maullaba para que le dieran de comer. Lee, en cambio, pensaba que lloraba por sus antiguos dueños, por las personas que habían vivido antes en aquella casa, que lo habían tratado como le gustaba al gato. Lee se imaginaba a una niña pecosa de aproximadamente su misma edad, con pantalones de peto y melena larga y pelirroja, que dejaba cada día un cuenco con comida para el gato y se mantenía a una distancia prudencial para verlo comer sin molestarlo. Cantándole incluso. La idea de su madre -que el gato había decidido torturarles con sus llantos perennes y penetrantes sólo para poner a prueba su paciencia- se le antojaba a Lee una hipótesis poco probable.
Decidió que aprendería a hacerse amigo del gato, y una noche se quedó fuera sentado, esperándole. Le dijo a su madre que no quería cenar, que se había quedado lleno después de comerse un enorme cuenco de cereales para merendar y que quería estar fuera un rato. La madre le dio permiso, al menos hasta que su padre llegara a casa, y después tendría que ir derecho a ponerse el pijama y meterse en la cama. No le dijo nada de sus intenciones de esperar al gato ni que le había reservado una lata de sardinas.
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