Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– Ya me estoy cansando de tanta palabrota -dijo Ig.

– ¿No te gusta? ¿No te gusta oírme hablar de follar? ¿Por qué, Ig? ¿Te estropea la imagen que tienes de mí? Tú no quieres a alguien real. Quieres una aparición sagrada para machacártela mientras piensas en ella.

La camarera dijo:

– Supongo que todavía no habéis decidido.

Estaba de nuevo de pie junto a su mesa.

– Dos más -dijo Ig y la camarera se marchó.

Se miraron. Ig estaba agarrado a la mesa y se sentía peligrosamente inclinado a volcarla.

– Cuando nos conocimos éramos unos niños -dijo Merrin-. Nuestra relación enseguida fue mucho más seria que la mayoría de las relaciones de instituto. Tal vez podamos volver a estar juntos dentro de un tiempo y comprobar si nos queremos de adultos igual que nos queríamos de niños. No lo sé. Quizá cuando haya pasado algo de tiempo podamos ver qué tiene cada uno que ofrecer al otro.

– ¿Qué tiene cada uno que ofrecer al otro? -repitió Ig-. Estás hablando como un agente de préstamos.

Merrin se acariciaba la garganta con una mano. Tenía los ojos tristes y fue entonces cuando Ig reparó en que no llevaba puesta la cruz. Se preguntó si aquello tendría algún significado especial. La cruz había sido como un anillo de compromiso, mucho antes de que cualquiera de los dos hubiera hablado de estar juntos durante toda la vida. Lo cierto es que era incapaz de recordar haberla visto nunca sin ella, un pensamiento que le llenó el pecho de dolor y vértigo.

– Entonces, ¿ya has pensado en alguien? ¿Alguien a quien follarte con la excusa de reflexionar sobre nuestra relación?

– Eso no es lo que estoy diciendo. Sólo estoy…

– Sí estás diciendo eso. De eso se trata precisamente, lo acabas de decir tú misma. Tenemos que follarnos a otras personas.

Merrin abrió la boca y después la cerró. Volvió a abrirla.

– Sí, supongo que sí. Supongo que eso es parte del problema. Yo también necesito acostarme con otras personas. Si no probablemente te irías a Londres y llevarías una vida de monje. Te será más fácil pasar página si sabes que yo lo he hecho.

– Así que hay alguien.

– Hay alguien con quien he salido… una o dos veces.

– Mientras yo estaba en Nueva York. -No era una pregunta, sino una afirmación-. ¿Quién es?

– No le conoces y no importa.

– De todas maneras quiero saberlo.

– No es importante. Yo no te voy a hacer preguntas sobre lo que hagas cuando estés en Londres.

– Querrás decir sobre con quién lo hago.

– Eso. Lo que sea. No quiero saberlo.

– Pero yo sí. ¿Cuándo pasó?

– ¿Cuándo pasó qué?

– ¿Cuándo has empezado a ver a este tío? ¿La semana pasada? ¿Qué le has dicho? ¿Por qué tenéis que esperar hasta que yo me haya marchado a Londres? ¿O es que no habéis esperado?

Merrin entreabrió los labios para responder e Ig vio algo en sus ojos, algo pequeño y terrible, y entonces notó un sarpullido en la piel y supo algo que no quería saber. Supo que Merrin llevaba todo el verano preparando este momento, desde la primera vez que le animó a aceptar el trabajo.

– ¿Hasta dónde habéis llegado? ¿Ya te lo has follado?

Merrin negó con la cabeza, pero Ig no supo si estaba diciendo que no o negándose a contestar la pregunta. Trataba de contener las lágrimas. Ig no sabía cuándo había empezado aquello y le sorprendió no sentir la necesidad de consolarla. Se sentía presa de un sentimiento que no lograba comprender, una combinación perversa de furia y excitación. Una parte de él se sorprendió al descubrir que le agradaba sentirse víctima de una injusticia, tener una excusa para herirla. Ver cuánto daño era capaz de infligir. Quería acosarla a preguntas. Y al mismo tiempo le vinieron a la cabeza imágenes. De Merrin de rodillas envuelta en una maraña de sábanas, haces de luz brillante que se colaban entre las persianas y dibujaban rayas en su cuerpo, de alguien acariciando sus caderas desnudas. El pensamiento le excitó y le horrorizó a partes iguales.

– Ig -dijo Merrin con suavidad-, por favor.

– Déjate de por favor. Hay algo que no me estás contando. Dime si te lo has follado ya.

– No.

– Bien. ¿Ha estado allí alguna vez? ¿En tu apartamento contigo cuando te llamé desde Nueva York? ¿Allí sentado con la mano debajo de tu falda?

– No. Comimos juntos, Ig. Eso fue todo. Hablamos de vez en cuando. Sobre todo de la universidad.

– ¿Piensas en él alguna vez cuando estás follando conmigo?

– Por Dios, no. ¿Cómo puedes preguntar eso?

– Porque quiero saberlo todo. Quiero saber hasta el más puto detalle de lo que no me estás contando, cada sucio secreto.

– ¿Por qué?

– Porque así me resultará más fácil odiarte.

La camarera estaba rígida junto a su mesa. Paralizada justo cuando se disponía a servirles las bebidas.

– ¿Qué coño estás mirando? -le preguntó Ig, y la chica retrocedió tambaleándose.

La camarera no era la única que les miraba. En las mesas de alrededor la gente tenía las cabezas vueltas hacia ellos. Unos cuantos espectadores les miraban con expresión grave, mientras que otros, en su mayoría parejas jóvenes, les observaban divertidos, esforzándose por no reír. Nada resultaba tan entretenido como una discusión de pareja en público.

Cuando Ig volvió los ojos hacia Merrin ésta se había levantado y estaba de pie detrás de su silla. Tenía la corbata de Ig en la mano. La había cogido cuando él la tiró y desde entonces había estado alisándola y doblándola sin cesar.

– ¿Dónde vas? -preguntó Ig y la sujetó por el hombro cuando intentó escabullirse. Merrin se apoyó en la mesa. Estaba borracha. Los dos lo estaban.

– Ig -dijo-. El brazo.

Sólo entonces se dio cuenta de que le estaba estrujando el brazo, clavando en él los dedos con fuerza suficiente para notar el hueso. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente por abrir la mano.

– No me estoy escapando -dijo Merrin-. Necesito un momento para lavarme -añadió llevándose la mano a la cara.

– No hemos terminado esta conversación. Hay muchas cosas que no me estás contando.

– Si hay cosas que no quiero contarte no es por egoísmo. Es que no quiero hacerte daño, Ig.

– Demasiado tarde.

– Porque te quiero.

– No te creo.

Lo dijo para hacerla daño -en realidad no sabía si la creía o no- y sintió una alegría salvaje al ver que lo había conseguido. Los ojos de Merrin se llenaron de lágrimas, se tambaleó y apoyó una mano en la mesa una vez más para recuperar el equilibrio.

– Si no te he dicho algunas cosas ha sido para protegerte. Ya sé lo buena persona que eres y te mereces más que lo que has sacado de estar conmigo.

– Por fin estamos de acuerdo en algo. En que me merezco algo mejor.

Merrin esperó a que siguiera hablando, pero no podía, de nuevo le faltaba el aliento. Merrin se volvió y echó a andar a través de la gente hacia el lavabo de señoras. Ig se terminó el Martini mientras la veía marcharse. Estaba guapa vestida con aquella blusa blanca y una falda gris perla, y reparó en que dos chicos universitarios se volvían a su paso para mirarla y después uno de ellos dijo algo y el otro se rió.

Sintió que la sangre se le espesaba en las venas y las sienes le latían. No vio al hombre que estaba junto a la mesa ni le oyó decir: «Señor»; no le vio hasta que el tipo se inclinó para mirarle a la cara. Tenía cuerpo de culturista, con fuertes hombros que se marcaban bajo una camiseta blanca deportiva pegada y ojos azules y pequeños que sobresalían bajo una frente huesuda y prominente.

– Señor -repitió-, vamos a tener que pedirle a usted y a su mujer que se marchen. No podemos permitir que maltrate al personal.

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