– No es tu culpa -dijo Merrin-. No te va a echar la culpa. Vamos. La campaña de donación de sangre casi ha terminado. Recojamos nuestras cosas y vayamos a verle. Ahora mismo. Tú y yo.
Ante la idea de ir juntos, a Ig le entró el pánico. Habían hecho un intercambio: el petardo bomba a cambio de Merrin, y sería horrible llevarla con él. Sería como restregárselo por la cara. Lee le había salvado la vida e Ig se lo había pagado quitándole a Merrin, y ahora esto. Lee estaba tuerto, había perdido un ojo, y era culpa suya. Ig se había quedado con la chica y la vida y Lee tenía un fragmento de cristal en el cráneo y la vida arruinada. Tuvo que aspirar con fuerza del inhalador, le costaba trabajo respirar.
Cuando tuvo suficiente aire dijo:
– No puedes venir conmigo.
Parte de él estaba ya pensando que la única manera de expiar su pecado era renunciar a Merrin, pero otra, la misma parte que había cambiado el petardo bomba por la cruz, sabía que no iba a hacerlo. Semanas atrás había tomado una decisión, había hecho un trato, no con Lee sino consigo mismo, de que haría todo lo que fuera necesario para ser el chico de Merrin Williams. Renunciar a ella no le convertiría en el bueno de la película. Ya era demasiado tarde para eso.
– ¿Por qué no? También es mi amigo -dijo Merrin e Ig se sorprendió, primero por la afirmación, después al darse cuenta de que tenía razón.
– No sé lo que va a decir. Puede que esté furioso conmigo. Puede que diga algo sobre… un trato.
En cuanto lo dijo se arrepintió.
– ¿Qué trato?
Ig negó con la cabeza pero Merrin repitió la pregunta.
– ¿Qué trato hicisteis?
– ¿Me prometes que no te vas a enfadar?
– No lo sé. Cuéntamelo y ya veremos.
– Después de encontrar tu cruz se la di a Lee para que la arreglara. Pero decidió quedársela y tuve que cambiársela por algo. Por el petardo bomba.
Merrin frunció el entrecejo.
– ¿Y?
Ig la miró con desesperación, deseando que lo entendiera, pero no lo hacía, así que añadió:
– Quería quedársela para tener una excusa para conocerte.
Por un momento Merrin pareció seguir sin comprender. Después lo vio claro. No sonrió.
– ¿Te crees que lo cambiaste…?
Empezó a hablar pero se detuvo. Al momento siguiente volvió a hablar. Le miraba con un calma fría que daba miedo.
– ¿Te crees que le cambiaste el petardo bomba por mí? ¿Te crees que así funcionan las cosas? ¿Y crees que si Lee me hubiera devuelto la cruz a mí en lugar de a ti ahora él y yo estaríamos…?
Pero tampoco terminó esa frase, porque hacerlo significaría admitir que ella e Ig estaban juntos, algo que ambos daban por hecho pero no se atrevían a decir en voz alta.
Abrió la boca por tercera vez:
– Ig, la cruz la dejé en el banco para ti.
– ¿Que la dejaste…?
– Estaba aburrida. Aburridísima. Y empecé a pensar en todas las mañanas que tendría que pasar asándome de calor en esa iglesia, un domingo detrás de otro con el padre Mould chismorreando sobre mis pecados. Necesitaba hacer algo que me divirtiera. En lugar de escuchar a un tío hablando de los pecados me entraron ganas de cometer yo alguno. Y entonces te vi allí sentado, todo modosito, pendiente del sermón como si fuera interesantísimo, y lo supe. Supe que gastarte una broma sería el principio de horas de diversión.
* * *
Al final, Ig fue solo a ver a Lee. Cuando regresó con Merrin al centro comunitario para recoger las cajas de pizza y vaciar las botellas de zumo, sonó un trueno que duró al menos diez segundos, un ruido sordo y prolongado que se sintió más que se oyó. A Ig le vibraron los huesos como un diapasón. Cinco minutos más tarde la lluvia martilleaba el techo con tal estruendo que tuvo que gritarle a Merrin para hacerse oír, aunque estaba justo al lado de él. Habían pensado que podían ir en bicicleta hasta casa de Lee, pero entonces apareció el padre de Merrin con la camioneta para llevarla a casa y no hubo ocasión de ir juntos a ninguna parte.
Terry se había sacado el carné de conducir dos días antes, tras aprobar el examen a la primera, y al día siguiente llevó a Ig a casa de Lee. La tormenta había derribado árboles, arrancado postes de teléfono del suelo y volcado buzones de correos. Era como si una gran explosión subterránea, una poderosa detonación, hubiera sacudido el pueblo entero y dejado Gideon en ruinas.
Harmon Gates era un laberinto de calles residenciales, con casa pintadas de colores cítricos, garajes adosados de dos plazas y alguna que otra piscina en el jardín trasero. La madre de Lee, la enfermera, una mujer en la cincuentena, estaba a la puerta de la casa de estilo victoriano de los Tourneau, apartando ramas de su Cadillac con expresión irritada. Terry dejó a Ig y le dijo que le llamara a casa cuando quisiera que fuera a buscarle.
Lee tenía un dormitorio grande en el sótano. Su madre acompañó a Ig escaleras abajo y le abrió la puerta a una oscuridad cavernosa, iluminada sólo por el brillo del televisor.
– Tienes visita -dijo con voz neutra.
Dejó pasar a Ig y cerró la puerta detrás de él para que pudieran estar solos.
Lee estaba sin camisa, sentado en el borde de la cama agarrado al somier. En la televisión ponían un episodio viejo de Benson, aunque Lee había bajado el volumen del todo y el aparato sólo emitía luz y figuras en movimiento. Una venda le tapaba el ojo izquierdo y gran parte del cráneo, ocultándole prácticamente la cabeza. No miró directamente a Ig ni al televisor, sino al suelo.
– Está oscuro esto -dijo Ig.
– La luz del sol me da dolor de cabeza -dijo Lee.
– ¿Qué tal el ojo?
– No lo saben.
– ¿Hay alguna posibilidad…?
– Creen que no perderé toda la visión.
– Qué bien.
Lee siguió sentado e Ig esperó.
– ¿Te han contado todo?
– No me importa -dijo Ig-. Me sacaste del río. Eso es todo lo que necesito saber.
Ig no fue consciente de que Lee estaba llorando hasta que se le escapó un sollozo. Lloraba como quien está siendo víctima de un pequeño acto de sadismo, un cigarrillo apagado en el dorso de la mano. Se acercó y al hacerlo tropezó con una pila de CD.
– ¿Quieres que te los devuelva? -preguntó Lee.
– No.
– Entonces, ¿qué quieres? ¿Tu dinero? No lo tengo.
– ¿Qué dinero?
– El de las revistas que te vendí. Las que robé.
Esta última palabra la pronunció casi con una amargura exuberante.
– No.
– Entonces, ¿por qué estás aquí?
– Porque somos amigos.
Ig se acercó un poco más y emitió un quejido suave. Lee estaba sangrando. La sangre le había empapado el vendaje y le caía por la mejilla izquierda. Lee se llevó dos dedos a la cara con gesto ausente. Cuando los retiró estaban rojos.
– ¿Estás bien? -preguntó Ig.
– Si lloro me duele. Tengo que aprender a no sentirme mal por las cosas.
Respiraba con fuerza, subiendo y encogiendo los hombros.
– Tenía que habértelo contado. Todo. Fue una putada venderte esas revistas, mentirte sobre para qué las vendía. Cuando te conocí mejor quise contarte la verdad, pero era demasiado tarde. Así no es como se trata a los amigos.
– No quiero hablar de eso. Ojalá no te hubiera dado el petardo bomba.
– Olvídalo -dijo Lee-. Yo la quería. Fue decisión mía, así que no te preocupes por eso. Sólo intenta no odiarme. En serio, necesito que por lo menos alguien no me odie.
No hacía falta que lo dijera. La visión de la sangre empapando el vendaje hizo que a Ig le temblaran las rodillas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pensar en cómo había bromeado con Lee sobre el petardo bomba, hablando de todas las cosas que podían volar juntos con él. Cómo se las había arreglado para alejar a Merrin de Lee, quien se había tirado al agua para sacarle cuando se estaba ahogando, una traición para la que no había expiación posible.
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