Incluir a Lee también resultó natural. Impedía que las cosas se pusieran demasiado serias. Se apuntó a la caminata a Queen's Face aduciendo que quería explorar una montaña en busca de pistas para el monopatín, aunque se olvidó de llevarlo.
Durante el ascenso Merrin se agarró el cuello de su camiseta y lo separó de su pecho, sacudiéndolo para intentar abanicarse y simulando jadear por el calor.
– ¿No os bañáis nunca en el río? -preguntó señalando hacia el Knowles a través de los árboles. Serpenteaba a lo largo de un denso bosque abajo en el valle, una culebra negra de refulgentes escamas.
– Ig se pasa el día tirándose -dijo Lee e Ig se rió.
Merrin miró a ambos con los ojos entrecerrados e interrogantes, pero Ig se limitó a negar con la cabeza. Lee siguió hablando:
– Te diré algo, es mucho mejor la piscina de Ig. ¿Cuándo vas a invitarla a que venga?
Ig sintió un hormigueo de calor en el rostro al escuchar esta sugerencia. Había fantaseado con esa misma idea muchas, muchas veces -Merrin en biquini- pero cada vez que estaba a punto de sugerírsela se quedaba sin aliento.
Durante aquellas semanas sólo hablaron de la hermana de Merrin, Regan, una vez. Ig le preguntó por qué se habían mudado allí desde Rhode Island y Merrin le contestó encogiéndose de hombros:
– Mis padres estaban muy deprimidos después de la muerte de Regan y mi madre creció aquí. Toda su familia vive aquí. Y nuestra casa ya no parecía un hogar. No sin Regan.
Regan había muerto a los veinte años de un tipo de cáncer de mama poco común y particularmente agresivo. Sólo vivió cuatro meses desde que se lo diagnosticaron.
– Debió de ser horrible -murmuró Ig, una generalidad de lo más estúpida, pero lo único que se sentía seguro diciendo-.
No puedo imaginar cómo me sentiría si Terry muriera. Es mi mejor amigo.
– Eso es lo que yo pensaba de Regan.
Estaban en el dormitorio de Merrin y ésta estaba sentada dándole la espalda y con la cabeza inclinada, cepillándose el pelo. Continuó hablando sin mirarle:
– Pero cuando estaba enferma dijo algunas cosas… verdaderamente crueles. Cosas que nunca había imaginado que pensara de mí. Cuando murió me sentí como si ya no la conociera. Claro, que yo salí bien parada, en comparación con lo que les dijo a mis padres. No creo que pueda perdonarla nunca por lo que le dijo a papá.
Estas últimas palabras las pronunció con suavidad, como si estuvieran hablando de un asunto sin importancia, y después permaneció en silencio.
Pasaron años antes de que volvieran a hablar de Regan. Pero cuando Merrin le contó, algunos días después, que quería ser médica, Ig no necesitó preguntarle qué especialidad pensaba estudiar.
El último día de agosto estuvieron juntos en la campaña de donación de sangre, en la acera de enfrente de la iglesia, en el centro comunitario del Sagrado Corazón, repartiendo vasos de papel con Tang y galletas rellenas. Unos cuantos ventiladores de techo distribuían una suave corriente de aire caliente por la habitación e Ig y Merrin no paraban de beber zumo. Estaba reuniendo fuerzas para invitarla a su piscina cuando entró Terry.
Se quedó de pie al otro lado de la habitación buscando con la mirada a Ig y éste levantó una mano para llamar su atención. Terry le hizo un gesto con la cabeza: Ven aquí. El gesto sugería intranquilidad y preocupación. De alguna forma ver allí a Terry resultaba preocupante. No era de los que pasan una tarde de verano en una reunión parroquial si podía evitarlo. Ig sólo fue consciente a medias de que Merrin le seguía cuando cruzó la habitación abriéndose paso entre camillas, donantes con el brazo extendido y vías. Olía a desinfectante y a sangre.
Cuando llegó hasta donde estaba su hermano, éste le agarró el brazo y se lo estrujó hasta hacerle daño. Le empujó por la puerta hasta el vestíbulo, donde podrían hablar a solas. Por las puertas abiertas se colaba el día, caluroso, brillante y lánguido.
– ¿Se lo has dado? -preguntó Terry-. ¿Le has dado el petardo bomba?
Ig no necesitó preguntar a quién se refería. La voz de Terry, penetrante y áspera, le asustó y empezó a notar pinchazos de pánico en el pecho.
– ¿Está bien Lee? -preguntó. Era domingo por la tarde y el día anterior Lee había ido a casa de Gary. Entonces cayó en la cuenta de que no había visto a Lee en misa por la mañana.
– Él y un puñado de idiotas pusieron un petardo cereza en el parabrisas de un coche abandonado. Pero no explotó inmediatamente y Lee creyó que la mecha se había apagado. A veces pasa. Estaba volviendo a comprobarlo cuando el parabrisas explotó y los cristales saltaron por los aires. Joder, le han sacado una esquirla del ojo izquierdo. Dicen que ha tenido suerte de que no le llegara al cerebro.
Ig quiso gritar, pero algo le ocurría en el pecho. Tenía los pulmones embotados como si le hubieran inyectado una dosis de novocaína. Era incapaz de hablar, su garganta no lograba emitir sonido alguno.
– Ig -dijo Merrin con voz calmada. Ya sabía que Ig padecía asma-, ¿dónde tienes el inhalador?
Ig trató de sacárselo del bolsillo y se le cayó al suelo. Merrin lo recogió. Ig se lo metió en la boca e inhaló profundamente. Terry dijo:
– Escucha, Ig, lo del ojo no es lo único. Está metido en un buen lío. He oído que además de la ambulancia también estuvo allí la policía. ¿Te acuerdas de su monopatín? Pues resulta que es robado. Y también han encontrado una cazadora de cuero de doscientos dólares que le había dado a su novia. La policía pidió permiso a su padre para registrar su habitación esta mañana y estaba llena de cosas robadas. Lee trabajó en el centro comercial durante un par de semanas, en la tienda de mascotas, y tenía una llave del pasillo que va por la parte de atrás de las tiendas. Cogió un montón de cosas. Todas esas revistas las robó en Mr. Paperback y después se dedicó a venderlas con el cuento de que estaba recaudando dinero para una ONG inventada. Lo tiene muy negro. Si alguna de las tiendas presenta cargos tendrá que ir al tribunal de menores. En cierto modo, si se queda tuerto de un ojo será una suerte. Tal vez les dé pena y no…
– ¡Dios! -dijo Ig. Sólo había oído Si se queda tuerto de un ojo y Le han sacado una esquirla del ojo izquierdo. Todo lo demás era ruido. Como si Terry estuviera tocando un riff con la trompeta. En cuanto a él, estaba llorando y apretando la mano de Merrin. ¿Cuándo le había cogido Merrin de la mano? No lo sabía.
– Vas a tener que hablar con él -dijo Terry-. Más vale que te asegures de que mantiene la boca cerrada. Si alguien se entera de que tú le diste el petardo bomba o de que yo te lo di a ti… ¡joder, podrían echarme de la banda!
Ig seguía sin poder hablar y tuvo que usar una vez más el inhalador.
– ¿Puedes esperar un momento? -preguntó Merrin secamente-. ¿Dejarle que recupere el aliento?
Terry la miró sorprendido y por un momento permaneció con la boca abierta de asombro. Después la cerró y no dijo nada.
– Vamos, Ig -dijo Merrin-. Vamos fuera.
Ig bajó con ella las escaleras y caminó hacia la luz del sol con piernas temblorosas. Terry se quedó atrás sin hacer ademán de seguirles.
El aire estaba quieto y cargado de humedad y de tensión acumulada. Por la mañana el cielo había estado más despejado, pero ahora se había llenado de nubes, oscuras y grandes como una flota de portaviones. Una racha de viento caliente salida de ninguna parte les azotó. El viento olía a hierro caliente, como los raíles de tren al sol, como las cañerías viejas, y cuando Ig cerró los ojos vio la pista Evel Knievel, las dos tuberías semienterradas que descendían por la pendiente como los raíles de una montaña rusa.
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