No la interrumpió hasta que no levantó la cabeza y los ojos.
– Hola -dijo mientras se ponía de pie-. Encontré tu cruz. Te la dejaste olvidada. Cuando no te vi el domingo pasado me preocupé, pensé que no podría devolvértela.
Mientras hablaba, le alargó la cruz. Ella cogió la cruz y la fina cadena de oro de la mano de él y la sostuvo en la suya.
– La has arreglado.
– No -dijo Ig-. Mi amigo Lee Tourneau la arregló. Se le da bien reparar cosas.
– Ah -dijo ella-. Pues dale las gracias de mi parte.
– Puedes dárselas tú misma si sigue por aquí. También viene a esta iglesia.
– ¿Me ayudas a ponérmela? -preguntó ella. Le dio la espalda, se levantó el pelo e inclinó la cabeza hacia delante, dejando la nuca al descubierto.
Ig se secó las manos en el pecho y después abrió la cadena y se la pasó con suavidad alrededor del cuello. Esperaba que no se diera cuenta de que le temblaban las manos.
– Conoces a Lee, ¿sabes? -dijo Ig a falta de otro tema de conversación-. Estaba sentado detrás de ti el día que se te rompió la cadena.
– ¿Ese chico? Intentó volver a ponérmela cuando se me rompió. Pensé que quería estrangularme con ella.
– Yo no te estoy estrangulando, ¿verdad?
– No.
Le estaba costando trabajo cerrar el broche. Estaba demasiado nervioso, pero ella esperó pacientemente.
– ¿Por quién has encendido una vela? -preguntó.
– Por mi hermana.
– ¿Tienes una hermana?
– Ya no -dijo con una voz seca que no dejaba traslucir emoción alguna.
Ig notó una punzada de rabia. No tenía que haber preguntado.
– ¿Descifraste el mensaje? -soltó, deseoso de cambiar de tema de conversación.
– ¿Qué mensaje?
– El que te estaba enviando con la cruz. En Morse. Tú sabes Morse, ¿no?
Ella rió, una risa inesperadamente escandalosa que casi hizo que Ig dejara caer la cadena. Al instante siguiente sus dedos encontraron el camino y pudo abrochar la cadena. Ella se volvió. Le impresionó que estuviera tan cerca. Si levantaba una mano podría tocarle los labios.
– No. Fui a las Girl Scouts un par de veces, pero me borré antes de aprender nada interesante. Además, ya sé todo lo que hace falta saber sobre acampadas. Mi padre trabajó en el Servicio Forestal. ¿Qué mensaje me estabas transmitiendo?
Estaba aturdido. Había planeado toda la conversación con antelación, con gran cuidado, imaginando todo lo que le preguntaría ella y cada respuesta que le daría. Pero ahora eso no servía de nada.
– Entonces, ¿el otro día no me estabas enviando un mensaje?
Ella rió de nuevo.
– Sólo estaba comprobando durante cuánto tiempo podía mandarte destellos antes de que te dieras cuenta de su origen. ¿Qué mensaje pensaste que te estaba mandando?
Pero Ig no podía contestar a eso. La tráquea se le estaba cerrando de nuevo y la cara le ardía horriblemente. Se dio cuenta de lo ridículo que era haber supuesto que ella le estaba enviando un mensaje, por no hablar de que se había convencido de que la palabra que le estaba transmitiendo era «nosotros». Ninguna chica en el mundo enviaría ese mensaje a un chico con el que jamás había hablado. Ahora le resultaba obvio.
– Te decía: «Esto es tuyo» -contestó por fin, decidiendo que lo mejor que podía hacer era no ignorar la pregunta que ella le acababa de hacer. Además era mentira, aunque sonara a verdad. Le había estado transmitiendo una sola palabra, también corta: «Sí».
– Gracias, Iggy.
– ¿Cómo sabes mi nombre? -preguntó, y se sorprendió al verla ruborizarse de repente.
– Se lo pregunté a alguien -contestó ella-. Ya no me acuerdo por qué. Yo…
– Y tú eres Merrin.
Ella le miró sorprendida, con ojos interrogantes.
– Se lo pregunté a alguien -dijo Ig.
Merrin miró hacia la puerta.
– Mis padres deben de estar esperándome.
– Vale.
Para cuando llegaron al patio, Ig sabía que los dos estaban juntos en Inglés a primera hora, que Merrin vivía en Clapham Street y que su madre la había apuntado de voluntaria en la campaña de donación de sangre que la iglesia había organizado para final de mes. Ig estaba también apuntado.
– Pues no te vi en la lista -dijo ella.
Bajaron tres peldaños más y entonces Ig cayó en la cuenta de que eso significaba que había buscado su nombre en la lista. La miró y vio que sonreía para sí, enigmática.
Cuando salieron, el sol brillaba con tal fuerza que por un momento Ig no vio más que un fuerte resplandor. Distinguió algo borroso que avanzaba a su encuentro, levantó las manos y atrapó una pelota de fútbol americano. Cuando el resplandor desapareció vio a su hermano con Lee Tourneau y otros chicos -incluso Eric Hannity- y al padre Mould desplegándose por la hierba. El padre Mould gritaba:
– ¡Aquí, Ig!
Sus padres estaban junto a los de Merrin y Derrick Perrish y el padre de Merrin charlaban alegremente, como si las familias se conocieran desde hacía años. La madre de Merrin, una mujer delgada con labios finos y pálidos, tenía una mano sobre los ojos a modo de visera y sonreía a su hija con cierta expresión forzada. El día olía a asfalto caliente, a coches recalentados y a césped recién cortado. Ig, que no tenía grandes dotes atléticas, echó el brazo atrás y lanzó la pelota, que trazó un arco perfecto y llegó girando hasta las manos grandes y callosas del padre Mould. Éste la levantó sobre la cabeza y echó a correr por la hierba vestido con camisa de manga corta y alzacuellos.
El partido duró más de media hora, padres, hijos y cura persiguiéndose los unos a los otros por la hierba. A Lee le reclutaron de quarterback; no era tampoco un gran atleta, pero daba el pego, tumbándose de espaldas cuan largo era, con cara impertérrita y la corbata sobre el hombro. Merrin se quitó los zapatos y se puso a jugar, la única chica. Su madre dijo:
– Merrin Williams, te vas a poner perdidos los pantalones y después no habrá quién quite las manchas de hierba.
Pero su padre agitó la mano en el aire y dijo:
– Déjala divertirse un rato.
Se suponía que estaban jugando a rugby sin placaje, pero Merrin placó a Ig en todas las jugadas, tirándose a sus pies hasta que se convirtió en una especie de chiste que hacía reír a todo el mundo, Ig derrotado por esta chica de dieciséis años de complexión esquelética. Nadie se rió ni se divirtió más que el propio Ig, que se esforzó cuanto pudo por darle a Merrin ocasiones de derribarle.
– En cuanto empiecen a pasar la pelota deberías poner ya culo en tierra -le dijo la quinta o la sexta vez que le placó-. Porque no puedo pasarme todo el día tirándote. ¿Entiendes? ¿De qué te ríes?
Ig se estaba riendo y Merrin estaba arrodillada sobre él con su pelo haciéndole cosquillas en la nariz. Olía a limones y a menta. La cadena le colgaba del cuello y de nuevo le enviaba destellos, transmitiendo un mensaje de felicidad innegable.
– Nada -contestó-. Sólo de que te recibo alto y claro.
Durante el resto del verano fue habitual encontrarse. En una ocasión en que Ig acompañó a su madre al supermercado, Merrin estaba allí con la suya y terminaron caminando juntos unos pocos metros por detrás de las madres. Merrin cogió una bolsa de cerezas y la compartieron mientras paseaban.
– ¿Eso no es robar? -preguntó Ig.
– No nos pueden acusar si nos comemos las pruebas -dijo Merrin. Escupió un hueso y se lo pasó. Hizo lo mismo con todos los demás, en la confianza de que Ig se desharía de ellos. Cuando Ig llegó a casa había un bulto de olor dulzón del tamaño del puño de un bebé en el bolsillo de sus pantalones.
Y cuando hubo que llevar el Jaguar a la revisión a Masters Auto, Ig se unió a su padre porque sabía que el padre de Merrin trabajaba en el taller. No tenía ninguna razón para creer que la encontraría allí, en una soleada tarde de miércoles, pero allí estaba, sentada en la mesa de su padre columpiando los pies atrás y adelante como si le esperara y estuviera impaciente por verle. Sacaron refrescos de naranja de la máquina y se quedaron charlando en el vestíbulo trasero, bajo el zumbido de los tubos de luz fluorescente. Merrin le dijo que al día siguiente se iba de excursión con su padre a Queen's Face. Ig le contó que el camino pasaba justo por detrás de su casa y ella le sugirió que les acompañara. Tenía los labios naranjas por el refresco. Estar juntos no les suponía esfuerzo alguno, era lo más natural del mundo.
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