Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– Eric Hannity pagó la apuesta -dijo Ig-. Por esto bajé la cuesta con el carro de supermercado. Viste el pavo, ¿no?

– Estuvo lloviendo pavo del día de Acción de Gracias durante una hora.

– ¿A que sería guay ponerlo en un coche? Me apuesto a que si encuentras un coche abandonado con esto le puedes volar el capó. Terry me ha dicho que son pre-LPI.

– ¿Pre qué?

– Leyes de Protección Infantil. Los petardos que hacen ahora son como pedos en una bañera. Pero éstos no.

– ¿Y cómo los ha conseguido si son ilegales?

– Lo ilegal es sólo fabricarlos nuevos, pero éstos son de una caja vieja.

– ¿Y es lo que piensas hacer? ¿Buscar un coche abandonado y hacerlo explotar?

– No. Mi hermano me ha dicho que espere hasta que vayamos a Cape Cod en el fin de semana del Día del Trabajo. Me va a llevar en cuanto tenga el carné.

– Supongo que no es asunto mío -dijo Lee-, pero no sé por qué tiene que opinar.

– Tengo que esperar. Eric Hannity no pensaba dármelo porque decía que cuando bajé la cuesta llevaba puestas las zapatillas, pero Terry le dijo que eso era una gilipollez y consiguió que Eric se lo soltara. Así que se lo debo, y Terry quiere esperar hasta que vayamos a Cape Cod.

Por primera vez en su breve amistad, Lee parecía irritado. Torció el gesto, se revolvió en la hamaca, como si de repente algo se le clavara en la espalda. Dijo:

– Es una estupidez que los llamen cerezas de Eva. Deberían llamarse manzanas de Eva.

– ¿Por qué?

– Por la Biblia.

– La Biblia sólo dice que comieron fruta del árbol de la sabiduría. No dice que fuera una manzana. Podía haber sido una cereza.

– Yo esa historia no me la creo.

– No -dijo Ig-, yo tampoco. ¿Qué pasa con los dinosaurios?

– ¿Crees en Jesús?

– ¿Por qué no? Hay tanto escrito sobre él como sobre César.

Miró de reojo a Lee, que se parecía tanto a César que su perfil podía estar perfectamente en un denario de plata. Sólo le faltaba la corona de laurel.

– ¿Te crees lo de que hacía milagros? -preguntó Lee.

– Puede ser. No lo sé. Si el resto es verdad, ¿importa ese detalle?

– Yo hice un milagro una vez.

A Ig no le sorprendió demasiado esta afirmación. Su padre decía que una vez había visto un ovni en el desierto de Nevada, mientras estaba allí bebiendo con el batería de Cheap Trick. En lugar de preguntarle a Lee qué milagro había hecho, dijo:

– ¿Moló?

Lee asintió. Sus ojos azules tenían una mirada perdida, un poco desenfocada.

– Arreglé la Luna cuando era un niño pequeño. Y desde entonces se me ha dado bien arreglar otras cosas. Es lo que mejor se me da.

– ¿Cómo que arreglaste la Luna?

Lee guiñó un ojo, levantó una mano en dirección al cielo, simuló coger una luna imaginaria entre los dedos pulgar e índice y la giró mientras emitía un pequeño chasquido.

– Así está mejor.

A Ig no le apetecía charlar de religión, quería hablar de explosiones.

– Va a ser alucinante cuando encienda la mecha de esto -dijo mientras la mirada de Lee volvía al petardo que Ig sujetaba en la mano-. Voy a mandar a alguien de vuelta con Dios. ¿Alguna sugerencia?

La forma en que Lee miraba el petardo le hizo pensar en un hombre sentado en un bar bebiendo alcohol y observando a una chica quitarse las bragas en el escenario. Eran amigos desde hacía poco tiempo, pero ya habían establecido una pauta de comportamiento. Era el momento en que Ig debía ofrecerle el petardo, como había hecho con el dinero, los CD y la cruz de Merrin Williams. Pero no lo hizo y Lee no podía pedírselo. Ig se dijo a sí mismo que no se lo daba a Lee porque le había avergonzado con su último regalo, el montón de CD. Pero la verdad era otra. Sentía la necesidad de tener algo que Lee no tuviera, una cruz de su propiedad. Más tarde, cuando Lee se hubiera marchado, se arrepentiría de su actitud, un joven rico con piscina guardándose sus tesoros frente a un chico sin madre que vivía en una caravana.

– Podrías meterlo en una calabaza -sugirió Lee.

Ig contestó:

– Demasiado parecido al pavo.

Y enseguida se enzarzaron en una discusión, Lee sugiriendo cosas e Ig considerando las posibilidades.

Hablaron de las ventajas de lanzar el petardo bomba al río para ver si podían matar peces, de tirarlo en un retrete para ver si se formaba un géiser de mierda, de usar una catapulta para lanzarlo al campanario de la iglesia y comprobar el tipo de vibración que causaba al explotar. A las afueras del pueblo había un gran letrero que decía: «Almacén Rodaballo Salvaje. Barcas y equipos de pesca». Lee dijo que sería la pera poner el petardo en las letras de «Rodaballo» y convertirlas en «Rabo Salvaje». Tenía un montón de ideas.

– Estás empeñado en descubrir qué tipo de música me gusta. Pues te lo voy a decir: me gusta el ruido de cosas explotando y de cristales rotos. Eso sí que es música para mis oídos.

Capítulo 17

Ig estaba esperando su turno en la peluquería cuando oyó golpecitos a su espalda. Al volverse vio a Glenna de pie en la acera mirándole con la nariz a unos pocos centímetros del escaparate. Estaba tan cerca que Ig habría notado su aliento en el cuello de no separarlos un cristal. En lugar de ello estaba echando el aliento en la ventana, que se había vuelto blanca por la condensación de aire. Escribió con un dedo: «Te he visto la p». Debajo dibujó un pene colgando.

A Ig le dio un vuelco el corazón y miró a su alrededor para comprobar si su madre estaba atenta, si se había dado cuenta. Pero Lydia estaba al otro lado de la habitación, detrás de la silla de barbero dando instrucciones al peluquero. Terry estaba sentado con la bata puesta, esperando pacientemente a que le dejaran todavía más guapo de lo que era. Sin embargo, cortar la maraña de pelo de rata de Ig era como podar un seto deforme. Era imposible que quedara bonito, tan sólo presentable.

Ig miró de nuevo a Glenna moviendo la cabeza furioso. Lárgate. Ella borró el mensaje en el cristal con la manga de su maravillosa chaqueta de cuero.

No estaba sola. Autopista al infierno también estaba, junto con el otro delincuente juvenil de la fundición, un chico de pelo largo ya cercano a la veintena. Los dos chicos estaban al otro lado del aparcamiento hurgando en un cubo de basura. ¿Por qué tendrían esa querencia a los cubos de basura?

Glenna tamborileó en el escaparate con las uñas. Las llevaba pintadas de color hielo, largas y puntiagudas, uñas de bruja. Miró de nuevo a su madre pero al instante supo que no le echaría de menos. Lydia estaba totalmente concentrada en lo que decía, dibujando algo en el aire, tal vez el peinado perfecto o quizá una esfera imaginaria, una bola de cristal, y dentro de ella, un futuro en el cual un peluquero de diecinueve años recibía una generosa propina con sólo quedarse allí asintiendo y mascando chicle mientras Lydia le decía cómo tenía que hacer su trabajo.

Cuando salió de la peluquería, Glenna volvió la espalda hacia el escaparate y aplastó sus rotundas y firmes posaderas en el cristal. Estaba mirando a Autopista al infierno y a su colega de pelo largo, cada uno de ellos a un lado del contenedor. Había una bolsa de basura abierta. El chico de pelo largo no hacía más que levantar la mano para tocar la cara de Autopista al infierno, casi con ternura, y éste soltaba una gran carcajada tonta cada vez que el otro chico le acariciaba.

– ¿Por qué le diste a Lee esa cruz? -preguntó Glenna.

Ig se sobresaltó. No se esperaba esa pregunta, y de hecho era la que llevaba haciéndose él durante más de una semana.

– Dijo que la iba a arreglar -contestó.

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