Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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– Para la mayoría de las personas es sólo un sándwich, pero para ti es un arma potencialmente letal. -Lee le miró con los ojos entrecerrados para protegerse del sol y dijo-: Creo que eres la persona más propensa a los accidentes mortales que conozco.

– Soy más resistente de lo que parece -dijo Ig-. Como las cucarachas.

– Me gustó AC/DC -dijo Lee-. Están muy bien como música de fondo si vas a disparar a alguien.

– ¿Y los Beatles? ¿Te daban ganas de pegar un tiro a alguien cuando los escuchaste?

Lee por un momento consideró seriamente la pregunta y después contestó:

– Sí. A mí mismo.

Ig rió de nuevo. El secreto de Lee era que nunca se esforzaba en ser gracioso, ni siquiera parecía ser consciente de que decía cosas divertidas. Tenía un aire de contención, un aura de imperturbabilidad que hacía pensar a Ig en un agente secreto, en una película, desmontando o programando una cabeza nuclear. En otros momentos resultaba tan enigmático -nunca se reía, ni siquiera de sus propios chistes y tampoco de los de Ig- que parecía un científico extraterrestre venido a la Tierra para estudiar las emociones humanas. Un poco como Mork, del planeta Ork.

Aunque se reía, Ig estaba preocupado. Que no te gustaran los Beatles era casi tan malo como no conocerlos.

Lee vio que estaba disgustado y dijo:

– Te los voy a devolver. Tengo que devolvértelos.

– No -dijo Ig-. Quédatelos y escúchalos un poco más. Tal vez encuentres alguna canción que te guste.

– Algunas me gustaron -dijo Lee, pero Ig sabía que estaba mintiendo-. Había una…

Su voz se apagó dejando que Ig tratará de adivinar a cuál de entre tal vez sesenta canciones se podía estar refiriendo.

Y la adivinó:

– ¿La felicidad es un arma caliente?

Lee le apuntó con un dedo, levantó el pulgar y simuló dispararle.

– ¿Y qué me dices del jazz? ¿Te gustó algo?

– Más o menos, no sé. Tampoco es que lo haya escuchado mucho.

– ¿Qué quieres decir?

– Se me olvidaba que estaba puesto. Es como la música de los supermercados.

Ig tuvo un escalofrío.

– ¿Así que cuando seas mayor vas a ser un matón?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque sólo te gusta la música con la que se pueda matar.

– No. Sólo tiene que crear ambiente. Se supone que para eso sirve la música, ¿no? Es como el escenario donde hacer algo.

No iba a ponerse a discutir con Lee, pero esa clase de ignorancia le resultaba dolorosa. Con un poco de suerte, después de años de ser amigos íntimos, Lee aprendería la verdad sobre la música: que era el tercer raíl de la vida. La ponías para espantar el aburrimiento del paso de las horas, sentir algo, arder con todas las emociones que era imposible sentir en un día normal de colegio y televisión con el lavaplatos puesto después de cenar. Ig suponía que, al haber crecido en una caravana, Lee se había perdido muchas cosas buenas y que le llevaría unos cuantos años ponerse al día.

– Entonces ¿qué vas a ser de mayor?

Lee terminó lo que le quedaba de sándwich y, con la boca llena, dijo:

– Me gustaría ser congresista.

– ¿En serio? ¿Para qué?

– Me gustaría hacer una ley que diga que las zorras irresponsables que toman drogas deben ser esterilizadas para que no puedan tener hijos que después no van a cuidar -contestó Lee tranquilamente.

Ig se preguntó por qué nunca hablaba de su madre.

Lee se llevó la mano a la cruz que le colgaba del cuello y descansaba justo encima de la clavícula. Pasados unos segundos dijo:

– He estado pensando en ella. En nuestra chica de la iglesia.

– Ya lo supongo -dijo Ig tratando de que el comentario sonara divertido pero dándose cuenta de que el tono era áspero e irritado.

Lee no pareció darse cuenta. Tenía la mirada distante, perdida.

– Estoy seguro de que no es de por aquí. Nunca la había visto antes en misa. Probablemente estaba visitando a algún familiar y no volvamos a verla nunca. -Hizo una pausa y siguió-: Se nos ha escapado. -No lo dijo en tono melodramático, sino de humor cómplice.

A Ig la verdad se le atragantó en la garganta, como el trozo de sándwich que le estaba costando tragar. Estaba allí esperando a que él la dijera - Volverá el domingo siguiente -, pero no era capaz. Tampoco podía mentir, no tenía la cara suficiente. Era el peor mentiroso del mundo.

Así que dijo:

– Has arreglado la cruz.

Lee no bajó la vista y se limitó a cogerla con una mano mientras miraba la luz que bailaba sobre la superficie de la piscina.

– Sí. La llevo puesta por si me la encuentro por ahí cuando salgo a repartir las revistas. -Se detuvo y después continuó-: ¿Te acuerdas de las revistas guarras de que te hablé? ¿Las que mi distribuidor guarda en el almacén? Hay una que se llama Cherries con chicas de dieciocho años que se supone que son vírgenes. Son mis preferidas, las chicas tipo «la vecina de al lado». Me gustan las chicas con las que te puedes imaginar lo que sería hacerlo. Claro que las de Cherries no son en realidad vírgenes, se sabe con sólo mirarlas. Llevan un tatuaje en la cadera o demasiada sombra de ojos y tienen nombre de estríper. Sólo se visten de ingenuas para esos reportajes de fotos. En el siguiente se vestirán de policías sexy o de animadoras de un club deportivo y será igual de falso. La chica de la iglesia, ésa sí que es auténtica.

Separó la cruz de su pecho y la frotó con los dedos pulgar y anular.

– A mí lo que me pone es pensar en algo auténtico. No creo que la gente sienta la mitad de las cosas que dice sentir. Sobre todo las chicas, cuando están saliendo con alguien adoptan poses, se visten de una manera sólo para mantener al tío interesado. Como Glenna, que intenta mantener mi interés haciéndome una paja de vez en cuando. Y es porque no le gusta estar sola. En cambio, cuando una chica pierde su virginidad, podrá dolerle, pero es algo real. Te preguntas quién será realmente en ese momento, una vez que se acaban los disimulos. Eso es lo que me pasa con la chica de la iglesia.

Ig se arrepentía de haberse comido medio sándwich. La cruz alrededor del cuello de Lee centelleaba bajo la luz del sol y cuando cerró los ojos aún podía verla, una serie de postimágenes brillantes que transmitían una terrible advertencia. Le estaba empezando a doler la cabeza.

Cuando abrió los ojos dijo:

– Y si lo de la política no funciona, ¿te vas a ganar la vida matando a gente?

– Supongo.

– ¿Y cómo lo harías? ¿Cómo actuarías?

Se preguntaba cómo haría para matar a Lee y quedarse con la cruz.

– ¿De quién estamos hablando? ¿De una colgada que le debe dinero a su camello o del presidente de Estados Unidos?

Ig suspiró profundamente.

– De alguien que sabe la verdad sobre ti. Un testigo de cargo. Si vive, tú vas a la cárcel.

Lee dijo:

– Le quemaría dentro de su coche. Con una bomba. Le espero en la acera al otro lado de la calle, vigilándole mientras entra en el coche. En cuanto arranca, pulso el botón de mi control remoto, así el coche sigue avanzando después de la explosión, convertido en un montón de chatarra en llamas.

– Espera un momento -dijo Ig-, tengo que enseñarte algo.

Se levantó, ignorando la cara de confusión de Lee, y entró en la casa. Tres minutos después salió con la mano derecha cerrada en un puño. Lee le miró con el ceño fruncido mientras Ig volvía a su hamaca.

– Mira esto -dijo Ig mientras abría la mano derecha para enseñarle el petardo.

Lee lo miró con una cara tan inexpresiva como una máscara de plástico, pero no logró engañar a Ig, que estaba empezando a conocerle. Cuando abrió la mano y Lee vio lo que tenía en ella, se puso de pie sin pensar.

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